El pasado 30 de marzo se cumplieron setenta años del final de nuestra Guerra Civil, poniendo fin a la Segunda República y a la esperanza de que en España surgiera un régimen democrático sustentado en la libertad, la justicia social y el respeto a los derechos humanos. Tras los cuarenta años de dictadura, y después […]
El pasado 30 de marzo se cumplieron setenta años del final de nuestra Guerra Civil, poniendo fin a la Segunda República y a la esperanza de que en España surgiera un régimen democrático sustentado en la libertad, la justicia social y el respeto a los derechos humanos.
Tras los cuarenta años de dictadura, y después de que el sanguinario dictador muriese en su cama, se abría una puerta de esperanza para recuperar el estado democrático previo al golpe de estado franquista. Pero no fue posible. No hubo ruptura. Los continuistas lo tenían todo «atado y muy bien atado», y los partidos de izquierda (incluido nuestro PCE) renunciaron a todas sus reivindicaciones históricas con tal de mostrarse ante la sociedad con la cara «respetable» que demandaba el Régimen. El interés de unos y la cobardía de otros llevó a tirar por la calle de en medio y optar por una «reforma» que, por definición sólo podía desembocar en la «dictadura reformada» en la que habitamos hoy; más bien «Democracia dentro de un orden» como diría Manuel Fraga ex ministro con Franco y Presidente-fundador del Partido Popular, partido que por cierto jamás ha condenado en público el oscuro periodo dictatorial. Cosas del centrismo-reformismo.
Como resultado de aquella Transición «modélica» pasamos del estado nacionalcatólico franquista a la actual Monarquía, viaje en el cual se usaron las vías legales del Régimen franquista.
Como anécdota para destacar el origen antidemócratico y totalitario de nuestra forma política de Estado, recordaremos que la Casa Real de los Borbones ha sido la única monarquía restaurada en el siglo XX en base a unas formas de ejercicio del poder que no son acordes con el despliegue de una ciudadanía plena, ignorando la refundación del nuevo estado democrático que tanto necesitaba este país. Una Monarquía restaurada en base a la legalidad del golpe de estado del 18 de Julio de 1936. Sin ir más lejos, el actual Jefe de Estado juró los principios fundamentales del Movimiento Nacional ante Las Cortes franquistas y no fue capaz de jurar la actual Constitución de 1978. Como ya dijera Julio Anguita hace unos años, era demasiado jurar en poco tiempo. De hecho como agravante, en el momento de aprobarse la actual carta magna, los españoles no fueron consultados si querían o no querían Monarquía, a diferencia de como sí se hizo en muchos países de nuestro entorno, como por ejemplo Grecia donde sus ciudadanos echaron con cajas destempladas al padre de nuestra actual reina por colaborar con la Dictadura militar que asoló al país heleno durante 7 años. Juan Carlos I de Borbón fue designado Rey por Franco. De ahí, y no de la Constitución de 1978 emana la legitimidad del soberano, entre otras razones por la falta de condiciones democráticas que rodearon el plebiscito constitucional con las continuas amenazas de involución del ejército y una manipulación informativa constante en favor de los que querían la «reforma pactada», además de una ciudadanía acostumbrada a obedecer tras casi 40 años de educación autoritaria y sumisa.
No debemos engañarnos. Vivimos en una «democracia» de muy baja intensidad que nada tiene que ver con la democracia que surgió de la Constitución republicana de 1931. Hemos pasado de una República donde eran «elegibles para la Presidencia de la República los ciudadanos españoles mayores de cuarenta años» a una Monarquía donde la jefatura del Estado es «hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón» y donde se prefiere «el varón a la mujer»; de una República que renunciaba «a la guerra como instrumento de política nacional» a un Estado ocupado por bases norteamericanas y que interviene en guerras ilegales sin el amparo de las Naciones Unidas; de una República que «no tiene religión oficial» a un país que consagra en su Constitución la «cooperación con la Iglesia Católica» con los abusos ilimitados por parte de la insaciable y ultramontana Conferencia Episcopal que todos conocemos y pagamos; y así podríamos seguir durante párrafos y párrafos.
Por estas razones más de treinta años después de la muerte del dictador, sigue vigente el programa de transformación social que dio lugar a la Segunda República; un programa de ruptura democrática, de base popular, radicalmente ciudadana y abierta a los pueblos de Europa y el mundo. Por ello, tenemos que conseguir que la jefatura de Estado recaiga en una persona elegida por el pueblo; hemos de conseguir que los derechos civiles y políticos se respeten con la mayor escrupulosidad, y que de una vez por todas, el cumplimiento de los derechos sociales y económicos sea una realidad por encima de la lógica capitalista de acumulación desorbitada de ganancias en pocas manos; hay que introducir mecanismos revocatorios y de control social para todos los cargos electos (en este apartado tenemos mucho que aprender de la República Bolivariana de Venezuela). El aparato del Estado debe ser puesto al servicio de la ciudadanía y del interés general acabando con el vergonzante saqueo que protagonizan las élites afines al bipartidismo neoliberal dominante. Constituye una necesidad inaplazable articular un sistema económico que, sobre la base de la planificación democrática, comience a tener en consideración las necesidades de la población, donde la redistribución de la riqueza pueda ser una realidad, con la vista puesta en mandar el capitalismo salvaje actual al baúl de la historia.
Queda mucho trabajo por hacer si realmente queremos tener en España una democracia que vaya más allá de lo formal y esté basada en la libertad, la justicia social y el respeto a los derechos humanos.
Nuestro compromiso político con la República mira al futuro de la mano del grandioso patrimonio que nuestros abuelos edificaron en 1931. Este florecimiento de la conciencia republicana se concreta en las innumerables actividades desarrolladas por las asociaciones de recuperación de la memoria democrática; asociaciones que vienen luchando por rescatar del imperdonable olvido oficial a los miles y miles de represaliados por la Dictadura fascista, memoria sobre la cual se edificó la actual arquitectura constitucional, con el Borbón al frente.
Si una Guerra civil perdida, 40 años de fascismo y 30 años de pseudodemocracia no han sido capaces de sepultar el legado de lucha y resistencia republicana, estamos en condiciones de poder afirmar sin ambages ni componendas, que la utopía democrática, la Tercera República, además de posible, sigue siendo más necesaria que nunca.
César Vilar es militante del PCPV-PCE y Coordinador del Colectivo local de Esquerra Unida del País Valencià-Izquierda Unida de Sant Joan d´Alacant.