Sabido es que cuando llega el verano los códigos de conducta de las fuerzas políticas cambian. La ausencia de hechos, y de noticias vinculados con los avatares al uso obliga a rescatar acontecimientos imprevistos y a convertirlos en fuente principal de argumentos que permiten alimentar la reyerta política. Así ha sucedido, en las últimas semanas, […]
Sabido es que cuando llega el verano los códigos de conducta de las fuerzas políticas cambian. La ausencia de hechos, y de noticias vinculados con los avatares al uso obliga a rescatar acontecimientos imprevistos y a convertirlos en fuente principal de argumentos que permiten alimentar la reyerta política. Así ha sucedido, en las últimas semanas, con un incendio alcarreño, con una empresa de pollos en Toledo y con los incalificables sucesos acaecidos en un cuartel de la Guardia Civil en la localidad almeriense de Roquetas. Tiene uno la impresión de que, llevado de la necesidad -al parecer acuciante- de mantener la tensión opositora, el Partido Popular ha sobreactuado en todos esos casos y, con ello y a la postre, ha salido mal parado. De resultas, las que en muchos casos se antojaban preguntas pertinentes que apuntaban a errores gruesos en la gestión gubernamental de los problemas correspondientes se han perdido en un alud de exabruptos y de discursos fáciles que han acabado por producir -al menos a mí así me lo parece- un irrefrenable hastío en la opinión pública.
Lo ocurrido con un helicóptero de las Fuerzas Armadas españolas en el occidente afgano ha venido a aportar un episodio más a la reyerta que nos ocupa. En este caso lo ha hecho, bien es cierto, de la mano de una circunstancia novedosa: los desafueros en lo que respecta al tratamiento de la cuestión de fondo -la presencia de soldados españoles en Afganistán- parecen haber alcanzado por igual a socialistas y populares.
Por lo que a los primeros respecta, siguen sin dar su brazo a torcer en lo que atañe a lo que a muchos nos parece evidente: la guerra afgana es, en virtud de un sinfín de razones, muy similar a la que se libra en Irak. En una como en otra se aprecian sin mayor esfuerzo los intereses geoestratégicos -reconfigurar los orientes Próximo y Medio para convertirlos en atalaya desde la que supervisar los movimientos de eventuales competidores- y geoeconómicos -obvios en Irak y emergentes en Afganistán, un territorio precioso a efectos de extraer hacia el sur la riqueza energética del Asia Central- de EE UU, inteligentemente pertrechado tras una campaña contra el terrorismo internacional que esconde intereses inconfesables. En una como en otra las Fuerzas Armadas norteamericanas han hecho uso de procedimientos impresentables saldados con cifras muy altas de víctimas civiles. En una como en otra se está perfilando una genuina farsa democrática lamentablemente avalada por el conjunto de las potencias occidentales. En una como en otra se barrunta el aliento de las políticas desplegadas en el pasado por Estados Unidos, obscenamente encaminadas a consolidar a quienes en el decenio de 1980 se entendía que eran aliados merecedores de apoyo. En una como en otra, en suma, ha sido objeto de violación la Carta de Naciones Unidas. Si lo anterior no ofrece mayor duda en lo que hace a Irak, los hechos se ordenan en Afganistán de manera diferente a como le gustaría al Gobierno español de estas horas. Y es que en ese atribulado país, y en el otoño de 2001, Naciones Unidas reconoció de manera generosa a EE UU, o este último se autoatribuyó inopinadamente, un derecho ilimitado de intervención e injerencia que, no sometido a restricción alguna en punto a tiempo, espacio y procedimientos, conculca el espíritu y la letra de la Carta en cuestión.
Así las cosas, enunciemos la conclusión de manera firme: si sobraban motivos para retirar los soldados presentes en Irak, faltan los que invitan a desplegar contingentes militares en Afganistán. La explicación de por qué el Gobierno español ha asumido sin rubor semejante decisión es sencilla: se trata, precisa y lamentablemente, de congraciarse con Estados Unidos tras el fiasco en la relación bilateral derivado de la retirada verificada en Irak. Hora es ésta de remarcar, con todo, que el insostenible doble rasero abrazado por las autoridades españolas parece haber impregnado a una buena parte de nuestra maltrecha opinión pública. ¿Cuántos fueron los que salieron a las calles para protestar por el intragable apoyo del Gobierno de Aznar a una agresión norteamericana en toda regla en Irak, y qué pocos los que han tenido a bien hacer otro tanto para contestar el apoyo que, desde el Ejecutivo, populares y socialistas han dispensado a la cruzada estadounidense en Afganistán?
Sólo puede adelantarse un argumento en descarga del Partido Socialista: en todo momento ha sostenido la misma tesis, esto es, que los dos conflictos que nos interesan son muy diferentes, lo que vendría a justificar respuestas también dispares. No puede decirse lo mismo, en cambio, del Partido Popular, que según soplan los vientos muda, sin rubor, de opinión. Y es que en estas horas no tiene pies ni cabeza -por mejor decirlo, es difícil de entender- la aseveración de que el escenario bélico y el cometido de los soldados españoles es muy distinto en Afganistán -aquí sería reprobable- de lo que lo era en Irak -donde, al parecer, la misión correspondiente no tenía carácter bélico alguno-. Y es que, y al cabo, no deja de ser una sorpresa que, llevado de su irrefrenable impulso opositor, el mismo partido que defendió el despliegue de soldados en Irak, en franco apoyo a una infumable agresión estadounidense, se muestre ahora disconforme con una misión similar cual es la que, se diga lo que se diga, ha cobrado alas en Afganistán. Cosas de la oposición en tiempos de estío.