La democracia se basa en la convicción de que en la gente común hay posibilidades fuera de lo común. Harry Emerson Fosdick La gran respuesta está escondida en el magma del desconcierto. Nadie da crédito a lo que ocurre. Muchos elucubran, analizan y psicoanalizan el presente y sus estertores, pero la mayoría desbarran. No […]
La democracia se basa en la convicción de que en la gente común hay posibilidades fuera de lo común.
Harry Emerson Fosdick
La gran respuesta está escondida en el magma del desconcierto. Nadie da crédito a lo que ocurre. Muchos elucubran, analizan y psicoanalizan el presente y sus estertores, pero la mayoría desbarran. No por ignorancia, sino porque lo que ocurre pareciera que ocurriera más allá de la verdad, más allá de lo posible e imposible. Sí, hay manifestaciones, protestas varias, cabreos generalizados, encierros, caceroladas y convocatorias de todos los colores. Incluso la conciencia social ha despertado del letargo posmodernista. Cierto. Todo se sabe, todo está dicho sobre la desdicha de este presente inmundo: millones de parados, recortes crueles, sueldos, pensiones y subsidios de saldo; muertes, EREs y suicidios por desahucios; usureros que van de banqueros beatos, millonarios filantrópicos que doblan su fortuna, enfermos que se pagan la ambulancia hacia la muerte y políticos cínicos que instigan a la austeridad ajena ganando 150.000 euros al año sin que se les mueva el músculo de la vergüenza. Y también vendedores de palabras que actúan como dosis de arsénico. Nunca tan pocos engañaron a tantos y les cobraron por ello. Todo está dicho, por activa y por pasiva. Sabemos lo que pasa y por qué nos pasa. Sabemos la verdad más íntima de este escandaloso funcionamiento del mundo, de este girar enrevesado de la historia, de esta vuelta atrás en busca de una protección personal que nos libre de la vista asquerosa que ofrece la realidad. Lo sabemos todo. Y sin embargo algo, en lo más profundo de nuestra luminosidad, nos impide hallar la luz. La luz para entender por qué Los Miserables no se representan ya entre nosotros, por qué el estallido social se hace esperar tanto, por qué la toma de La Moncloa no se ejecuta de inmediato, por qué tardamos tanto en secuestrar banqueros y pedir rescate por ellos. Sobran razones. Sus sustracciones y raterías las han realizado en nombre del libre mercado, pero en realidad las han hecho en nombre propio. ¿O es que acaso la ciudadanía no es rehén de ellos?, ¿O es que acaso no hemos sido secuestrados por manos blancas ensangrentadas de avaricia y vicio político?
Todo está dicho. Todo ocurre de manera insondable sabiendo que el futuro imperfecto espera el descenso a los infiernos de la austeridad. Y ustedes se preguntarán cuándo despertaremos, hasta cuándo, hasta dónde vamos a aguantar tantas líneas rojas sobresaltadas. Incluso sabemos que podemos aguantar más. Mucho más. Sabemos por los expertos, que la familia es el gran amortiguador social del desencanto, que la economía en negro, blanquea y purifica las penurias económicas de cinco millones de parados, que los abuelos y abuelas están frenando la rebelión porque ellos y ellas están sosteniendo las barricadas que aún no se han levantado. Creemos que todo es irreal, que no es posible, y quizás por ello entendemos que no tiene ningún sentido fatigarse en demostrar lo contrario. Sabemos que el miedo, el miedo a perder lo que se tiene, sea poco o nada, es muy paralizante, incluso autodestructivo. Es ese miedo social de quien, sabedor de su pasado desahogado, no desea arriesgar más de la cuenta. Y asume los ajustes y recortes como un mal menor. Eso lo sabemos. Son leyes sociológicas, lógicas del comportamiento, dinámicas privadas de la conducta social. Pero aún así nos preguntamos por qué. Si todo está a punto para el desembarco, si tenemos la evidencia de los hechos, si sabemos, con nombres y apellidos quien ha causado esta hecatombe, si están ahí, con acusaciones en firme, por qué no actuamos.
Me gustaría saberlo a ciencia cierta. Pero sé que la verdad ha sido secuestrada hace tiempo. Aunque algo intuyo. Vicente Verdú, en el artículo publicado en El País titulado «La fertilidad del miedo», adelanta algo. Dice que «las protestas se disuelven en las aguas amargas de la cólera efímera», como si esa rabia que nos inunda ante tanto despropósito fuera incapaz de concretarse en algo brutal y colectivo, en un empuje contorsionado, como lo fueron otras revoluciones que alteraron el orden del mundo. Es verdad. Pero el mismo autor, tal vez sin darse cuenta, creo, aporta la respuesta, la gran respuesta incapacitante de nuestra cólera efímera. Dice que en la «Red, en la radio, en Cáritas, en Médicos sin Fronteras o en la tendencia de la multicaridad se siembra la luminosa acción de auxiliar al otro». Eso es. Es en el ámbito de nuestra privacidad caritativa donde encontramos el consuelo ante tanta desazón. Es en nuestro gozo o desgozo interno y privado desde donde operamos. En la absoluta soledad despolitizada de nuestra privacidad desconectada de los otros. Porque desprovistos del nosotros revolucionario no podemos provocar ni convocar ninguna revolución. Porque estamos sometidos a la tiranía de la privacidad de los múltiples actos de palabra, obra y omisión que ejecutamos cada día. Sin darnos cuenta, nuestros actos solo tienen un destino, nuestro propio yo. Porque el nosotros social ha sido pulverizado, ha dejado de existir, los demás están ahí, con sus penas, ictus, desajustes, despidos, recortes, subsidios de miseria, disfunciones, exclusiones, amenazas, soledades, pobrezas, precariedades y destinos sin presente. Pero no están con nosotros. Porque ya no forman parte de él. Así van surgiendo iniciativas que buscan, con las mejores intenciones, supurar las heridas de la gente y paliar las desgracias diarias. Pero alejadas de la solución colectiva. Como si reconociésemos desesperanzados que solo la nueva asistencialización puede sufragar nuestros males. Y eso nos aleja de la revolución colectiva.
Si me preguntan, ¿entonces qué tiene que ocurrir para que esto cambie, para que salgamos a la calle y actuemos en serio? Les diré que tiene que pasar tiempo. Para reconstruirnos como nosotros revolucionario. O, que quien nos dirige no controle la tensión del arco de la historia. Rajoy sabe que ya no hay líneas rojas que le impidan llevar a cabo su holocausto social. Y lo sabe Merkel y los dirigentes mundiales y quien manda en el Fondo Monetario Internacional. Lo saben en el Banco Central Europeo y también los gánsteres de la banca española y mundial, y los terroristas económicos que alteran los mercados. Lo saben. Por eso juegan. Porque hay algo que tienen controlado: el miedo social y colectivo a la pérdida del presente, el justo y necesario engaño a través del gobierno de las palabras, que es como decir que es de noche cuando en realidad han bajado las persianas y el absoluto dominio sobre los poderes que pudiendo hacer algo, no hacen nada. La justicia, la democracia y las instituciones políticas han sucumbido a la mentira, la traición, la apostasía y la corrupción. Han dejado de servir para lo que se erigieron. Para atender a los ciudadanos, hoy convertidos en clientes. Si usted Sr. Rajoy controla esto, sabe que tiene vía libre para convertir el Estado en una tripería. Salvo que; salvo que un día, una chispa, una voz, una gota de sangre, un fulgor, una muerte, un grito, una consigna, incluso un poema estimule una reacción en cadena, como si todos estuviéramos encerrados en ese bosón de Higgs y provocáramos un colosal choque de partículas. Entonces, aupados por el nosotros contagiado de venganza, devolveríamos a la historia su función. Hacer girar el mundo. Y es que la historia no se repite, pero fabrica constantes. Y lo que es cierto es que Rajoy juega en esta vida como si la historia hubiera firmado su defunción definitiva. Pareciera que está poniendo a prueba la ductilidad de los españoles. Pero ignora que la historia es incontrolable y que quizás un día su elipsis estalle sin aparente causa ni justificación. Quizás entonces el rumbo gire bruscamente
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