La quiebra de Air Madrid es un episodio más de larga serie de desaguisados y estafas característicos de las desregulaciones neoliberales. Experiencias que han generado un periodismo de «fusión» donde las páginas de política, economía y sucesos se entremezclan continuamente. (y tampoco andan lejos las de «sociedad» y «deportes», como bien conoce cualquier adicto a […]
La quiebra de Air Madrid es un episodio más de larga serie de desaguisados y estafas característicos de las desregulaciones neoliberales. Experiencias que han generado un periodismo de «fusión» donde las páginas de política, economía y sucesos se entremezclan continuamente. (y tampoco andan lejos las de «sociedad» y «deportes», como bien conoce cualquier adicto a la serie «Marbella»). Ante estos sucesos uno tiene la tentación de levantar una nueva acta de la malignidad del mercado desregulado y pasar página.
Muchos de los elementos del drama son habituales. Una compañía que ofrece vuelos baratos sin contar con medios técnicos adecuados. Que trata de forzar la reducción de costes mediante la sobreutilización de los aviones y la reducción del mantenimiento. Que debido al sobreesfuerzo acumula averías y retrasos. Y con la falta de medios traslada todos los problemas a sus clientes. La historia de los viajeros que volaban de Maó a Palma y acabaron abandonados largas horas en el aeropuerto de Valencia, porque la empresa no tenía ningún servicio de atención en este destino, dice mucho de su organización. Una empresa que a pesar de ser apercibida, persiste en ofrecer billetes baratos a Latinoamérica con los que capta clientes de bajos ingresos, muchos de ellos inmigrantes que tratan de volver por vacaciones a sus lugares de origen. Y que cuando las cosas se ponen mal dadas da el cierre, dejándole el problema a los pasajeros y la Administración. Una historia muy parecida a otras acaecidas en otros confines o en otros campos de actividad.
Es evidente que la privatización de muchos servicios y su liberalización han favorecido estas prácticas, pero si queremos hacer frente a los argumentos liberales hay que hilar más fino en nuestra crítica. No es lo mismo la privatización de redes integradas, donde las empresas privatizadas pueden convertirse fácilmente en monopolios u oligopolios privados (como de hecho ocurre en la telefonía o la electricidad) o afectar al funcionamiento de la red (como ha ocurrido con el ferrocarril), que la de campos como la aviación, donde el núcleo de la red se encuentra en la gestión de aeropuertos y el control del tráfico y las posibilidades de entrada de nuevos competidores son mayores (y por tanto hay menores riesgos de monopolización). Hay que reconocer también que el sector sigue altamente regulado, porque todo el mundo es consciente de los graves problemas de seguridad de los vuelos y la experiencia de las primeras liberalizaciones. A favor de este argumento se puede aducir el bajo nivel de accidentes aéreos en los países desarrollados. Éste es sin duda el punto fuerte esgrimido por el Gobierno, que prefirió abrir el proceso de cierre antes que tener un accidente
Puede considerarse que hubo dejación pública en otros terrenos. En permitir a la compañía seguir vendiendo billetes cuando ya estaba claro que la cosa iba mal. Seguramente se hubiera reducido la larga lista de afectados, que ahora deben reclamar la improbable devolución de su importe y la indemnización. Es posible que si el cierre se hubiera producido en un período de menor demanda, también se hubiera paliado el drama de los que se quedaron sin vuelo. Pero, sin ánimo de justificar la actuación del gobierno, no podemos tampoco olvidar la presión mediática y supranacional que se desarrolla cuando se trata de ponerle límites a las empresas privadas. Una situación que convierte a muchos políticos en irresolutos compulsivos.
No trato de minimizar el drama que significa la pérdida de un viaje o de un dinero difícilmente ganado. Pero el caos de Air Madrid no sólo se inscribe en un contexto de liberalismo criminal, sino que tiene que ver con los procesos sociales que permiten a éste obtener hegemonía social. En el caso de la aviación, el sueño de los billetes baratos, de la posibilidad de viajar «casi gratis» por todo el planeta, de una humanidad permanentemente viajera.
El abaratamiento de los billetes de avión propiciado por la liberalización y las líneas de bajo coste se ha conseguido por vías múltiples. Por el lado de la seguridad: las empresas pueden estar tentadas en reducir costes a través de menos revisiones, el uso intensivo de los aviones, o una menor carga de gasolina para optimizar el coste energético -con el consiguiente riesgo en caso de prolongación inesperada del vuelo-. Por el lado del personal (reducción de salarios, prolongación de la jornada laboral -otro factor de riesgo potencial- e intensificación del trabajo), de los viajeros (menores servicios a bordo, menor comodidad -que permite aumentar el personal transportado-, esperas más largas, etc.) y sobre todo del sector público (subvenciones a las propias compañías para que promocionen una determinada área). Y finalmente por el lado de operar a través de itinerarios de alta densidad de tráfico y de corta duración, que permiten llenar aviones y minimizan los efectos de los imprevistos siempre existentes en el transporte aéreo.
Más allá de su mayor codicia y desprecio por la seguridad, Air Madrid se equivocó al tratar de trasladar el modelo de vuelos baratos de Europa a los viajes intercontinentales, más largos y complejos. De hecho, su crisis es un indicio de los límites del «vuelo barato», de su dificultad de generalización.
El crecimiento continuo del transporte aéreo no parece ni posible ni deseable. Las razones son de naturaleza diversa. Su crecimiento genera un aumento de la congestión parecido al que han experimentado otras formas de transporte, lo cual es una fuente de problemas -de seguridad y de coste público de la red de control del vuelo-. Su expansión acarrea un uso creciente del suelo en tierra firme en forma de nuevos y más amplios aeropuertos y redes de transporte para comunicarlos, lo que afecta a menudo a espacios naturales o genera graves molestias a las comunidades próximas. Su uso intensivo supone un crecimiento del consumo de energía fósil con el consiguiente agravamiento de los problemas de calentamiento y contaminación -curiosamente el transporte aéreo ha sido excluido de los recortes señalados por Kyoto y el queroseno no paga impuesto de combustibles-.
Por otro lado, sigue siendo un sistema de transporte elitista. Como ha puesto de manifiesto un reciente estudio británico, la irrupción de las compañías de vuelos baratos no ha supuesto un cambio radical en la composición social de la clientela. Estos vuelos han desplazado a los viejos sistemas de vuelos charter y en gran medida el abaratamiento se ha traducido en un aumento de viajes de negocios y de turismo de clase media. O sea, una transferencia de renta hacia empresas y sectores adinerados, que quizás han aumentado la cantidad de viajes que realizan anualmente. Pero el grueso de las clases trabajadoras siguen considerando el avión como un medio poco habitual de transporte. Quizás la mayor excepción la constituyen los emigrantes de países lejanos (aunque no todos, los norteafricanos siguen realizando grandes «tours» automovilísticos para visitar a sus familias). En gran medida ellos han sido los grandes afectados por Air Madrid, y las víctimas potenciales de cualquier nuevo «affaire» de compañías baratas. Pero su drama no nos debe hacer olvidar que, más allá del timo de Air Madrid, está una promesa de baratura difícil de cumplir.
Air Madrid vuelve a poner en cuestión las ventajas de la liberalización. Pero la alternativa en este caso no pasa por propugnar una nacionalización del transporte aéreo con precios baratos (al fin y al cabo las viejas compañías nacionales de bandera eran un mundo donde el servicio a las elites iba de la mano con los privilegios de los empleados de más nivel) sino una política responsable de regulación ambiental. Una política que conduzca a un modelo de precios altos y menor utilización del avión. Y no vale apuntarse a la demagogia de los emigrantes pobres: si mejoran sus condiciones laborales, quizás puedan afrontar este coste, y siempre queda la posibilidad de abrir una vía de subvenciones para circunstancias específicas. Pero apuntarse a los vuelos baratos es, sobre todo, seguir apostando por el despilfarro ecológico y la desigualdad social.