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Cuaderno de crisis

¡Al ataque!

Fuentes: Mientras tanto

Era previsible: la reforma del mercado laboral vuelve a plantearse como la gran solución patronal a la crisis económica. Durante los primeros meses de la crisis, cuando todas las evidencias mostraban que ésta es una crisis generada por financieros, promotores inmobiliarios y especuladores de todo tipo -o sea capitalistas- nadie se atrevía a abrir demasiado […]

Era previsible: la reforma del mercado laboral vuelve a plantearse como la gran solución patronal a la crisis económica. Durante los primeros meses de la crisis, cuando todas las evidencias mostraban que ésta es una crisis generada por financieros, promotores inmobiliarios y especuladores de todo tipo -o sea capitalistas- nadie se atrevía a abrir demasiado la boca. Como mucho para rogar que el estado interviniera para salvar sus dineros. Los neoliberales estaban deprimidos y desorientados y todos los focos apuntaban al sistema financiero.

Pero a medida que pasa el tiempo, la crisis se agudiza en todos los sectores y el desempleo se masifica renace la oportunidad de volver a la carga con los temas laborales. Empezando por el despido libre (de momento no se atreven tanto con los salarios porque hay demasiadas evidencias que una caída brusca de salarios agudizaría la caída de la demanda).

El pistoletazo de salida no vino del sector privado, sino de un servidor público. En concreto, del Gobernador del Banco de España, Miguel Fernández Ordóñez, en una conferencia ofrecida a la Federación de Usuarios de las Cajas de Ahorro (se puede encontrar el discurso completo en la web del diario Público). El discurso no tiene desperdicio y es una buena muestra del tipo de argumentación a la que nos tienen acostumbrados muchos expertos. Después de repasar las causas del crecimiento económico pasado y de la crisis actual -en lo que no entraré- llega al meollo de la cuestión. El argumento central es que para salir de la crisis la cuestión básica es el aumento de la productividad y conseguirlo «pasa inevitablemente por llevar a cabo reformas estructurales en numerosos campos». Pero cuando uno esperaría, cuando menos, una enumeración de las mismas, el conferenciante da un quiebro y plantea que «Hoy, por razones de tiempo, dedicaré exclusivamente mi intervención a la reforma de las instituciones laborales». Planteado así, es evidente que se está sugiriendo que éste es el tema más urgente a resolver, y que el resto de «reformas estructurales necesarias» pueden postergarse en el tiempo. Aun siendo discutible esta premisa uno esperaría que en este caso se procediera a un análisis más completo de las instituciones del mercado laboral, de las líneas de fuerza que lo delimitan, pero casi todo el análisis se focaliza en el tema de la regulación del despido, alegando que las indemnizaciones por despido «desincentivan la movilidad de los trabajadores por miedo a perder los derechos adquiridos». Frente a este modelo, el Sr. Gobernador plantea como alternativa el modelo danés o el austriaco en los que ciertamente el despido no recibe indemnización pero en contrapartida hay una amplia cobertura social. Pero olvida plantear que el paso a un modelo de este tipo supondría a la vez reformas laborales, de protección social y de impuestos. Algo difícil de esperar de alguien que en su propio discurso ha atribuido parte del mérito del dinamismo español a que «tenemos un sector público con un peso relativo más reducido que el de otros países europeos». Olvida por ejemplo que (según datos de Eurostat) mientras el gasto social español en 2006 representaba el 20,9% del PIB, el de Austria se elevaba al 28,5% y el de Dinamarca al 29,1%. No hay nada en su discurso que abone una propuesta de estatalización a la nórdica. Más bien parece, como viene siendo habitual en los discursos de los burócratas europeos, que se tomen ejemplos puntuales fuera de contexto para apuntalar argumentaciones en las que el objetivo es otro. Y parece fuera de dudas que abaratar el despido en España, al menos en el marco actual, difícilmente daría lugar a otro tipo de «compensaciones».

Al menos esto es lo que han entendido las organizaciones patronales que animadas por estas declaraciones ya se han lanzado a la ofensiva para avanzar en lo que ha constituido una línea estratégica de la patronal: el despido libre sin costes, sin condicionantes. De hecho el despido libre ya existe en España, varía su coste según sea el tipo de contrato y la forma de despido. Las sucesivas reformas laborales no sólo han favorecido la temporalidad del empleo, también han abaratado los costes del despido de los empleados fijos estableciendo una gradación según el despido sea por un ERE -20 días por año (el 50% a cargo del Fondo de Garantía Salarial en el caso de las pymes)-, de 33 días en los contratos fijos creados a partir de 1996, 45 días en caso de despido improcedente (la reforma de 2002 prácticamente ha eliminado los salarios de tramitación, los que debía pagar el empresario entre el día de despido y el de la celebración del juicio), y cero para los despidos disciplinarios. Si se paga más es porque se negocia, sólo en las grandes empresas donde abundan los recursos y donde, a menudo, los despidos obedecen más a estrategias empresariales que a la simple situación de crisis. Los estudios comparativos muestran que en nuestro país algunos despidos son más caros pero su procedimiento es más sencillo y menos garantista. Lo que pide ahora la patronal no es cambiar el procedimiento sino abaratarlo y hacerlo aún más fácil, especialmente eliminando la autorización administrativa de los Expedientes de Regulación de Empleo (EREs), que constituye un medio que concede tiempo y resortes a la acción colectiva. Quizás lo que pretenden es aprovechar la coyuntura. O simplemente ahorrarse la necesidad de dedicar una parte de su patrimonio a indemnizar a las víctimas de su propio fracaso (o de su irresponsabilidad). El neoliberalismo impuso una traslación del riesgo desde la empresa a los trabajadores y al conjunto de la sociedad. Las ayudas públicas al sector financiero, el aval público a los préstamos, está elevando aún más esta transferencia de riesgos, y la gratuidad del despido no deja de ser otra variante de lo mismo.

Que el abaratamiento del despido no va a generar ningún empleo es evidente. Puede incluso que en el corto plazo contribuyera a aumentar los despidos. Ya se sabe que cuando algo sale gratis se producen efectos imprevisibles. Por eso hay razones para oponerse lisa y llanamente a la propuesta. Y empezar a denunciar la enorme rigidez que en el funcionamiento de la economía real introducen las prácticas empresariales. Al fin y al cabo muchas de las demandas de flexibilidad laboral no son otra cosa que los intentos de respuesta empresarial a la propia rigidez del sistema productivo. En parte por mero instinto de clase. Pero en parte también porque la tecla que tocar es mucho más fácil cuando se trata de lo laboral. Es más sencillo conseguir que gente sin poder, acogotada por la necesidad de un empleo, acepte rebajar sus demandas, se adapte a una pérdida de derechos, que negociarlo con instituciones poderosas. Para muchas pymes esto resulta evidente, su poder de negociación con grandes clientes, con proveedores de «inputs» esenciales, o con instituciones financieras es nulo. También para los propios Gobiernos resulta más factible que los asalariados y las organizaciones sindicales transijan ante una «emergencia nacional» que no que lo hagan poderosas instituciones internacionales o grandes empresas transnacionales. Y aunque de momento el Gobierno Zapatero siga defendiendo que nada de reforma sindical, no podemos esperar una actitud demasiado firme a medida que se consolide el desempleo y el Gobierno necesite votos para aprobar propuestas esenciales (por ejemplo el Presupuesto). La larga sombra de CiU o el PNV planean ya sobre la posibilidad de una nueva embestida. La movilización patronal ha servido para calentar motores, diseminar discurso. Quizás también como cortina de humo para impedir otro tipo de debates.

Oponerse a la reforma sin más puede resultar a la larga insuficiente. Sin duda la pueden colar dada la cultura política de las elites políticas y la correlación de fuerzas en el Congreso. La única posibilidad de eludirla es la existencia de una poderosa resistencia social que amenace con movilizaciones y pérdidas de votos a quien ose llevarla a cabo. Y para que ello ocurra es imprescindible tener un discurso de fuerte calado. Basado a mi entender menos en las cuantías de las indemnizaciones (al fin y al cabo una fuente de enormes desigualdades entre grupos de asalariados) y más en los mecanismos de regulación del despido y en los sistema de protección social. El Presidente del Banco de España lanzó una provocación de mala fe, está ha sido siempre la línea de los técnicos de la institución. Pero responder al reto exige generar un discurso alternativo que vaya más allá del «Virgencita, virgencita, que me quede como estoy». Requiere articular propuestas que supongan alterar el actual reparto de riesgos sociales, que supongan crear barreras efectivas a los despidos arbitrarios y que supongan efectiva protección social a las víctimas inevitables de la crisis actual. Siempre se ha dicho que el ataque es la mejor defensa. Quizás llevamos tiempo en continua derrota porque nadie es capaz de plantear más que respuestas defensivas a los ataques de la patronal y sus servidores.

Finanzas y riesgo colectivo

Hemos perdido la medida de la enorme cantidad de fondos financieros entregados a las empresas bancarias en todo el mundo. Sin que de momento se vislumbren resultados claros de esta ayuda masiva, más allá de que ésta ha permitido mantener abiertas (con nombre propio o mediante fusión) a las casas bancarias responsables del problema.

Da la impresión que nadie tiene una idea clara de verdad sobre los criterios de intervención. A excepción de la negativa a nacionalizar el sistema financiero que surge una y otra vez siempre que se pregunta a un «experto» sobre esta eventualidad. La alergia de lo público está tan internalizada en la cabeza de muchos economistas que estos responden a la pregunta sin pensarlo dos veces y casi siempre sin argumentarlo. Y lo cierto es que el aporte de millones de euros no parece haber servido para garantizar la liquidez al sistema económico que justificaba la enorme donación de recursos. Algo que era esperable por dos razones: por un lado, el alto endeudamiento de los propios bancos, necesitados de dinero para cubrir los vencimientos de sus propios créditos y, por otro, su aversión a mantener la política de crédito fácil ante unas empresas y unos consumidores asimismo endeudados. Es posible que las restricciones crediticias acaben por afectar a empresas saneadas, pero esto, como en la guerra, forma parte de los «daños colaterales» derivados del «gran daño central». Al final los bancos lo que están haciendo es tomar el dinero aportado por el estado para tapar agujeros y colocarlo en inversiones seguras. Es bastante probable que el resultado final va a ser una enorme masa de endeudamiento público que estará en manos de los propios bancos y que significará una enorme transferencia anual de dinero público hacia los mismos. Si no lo remediamos la deuda y las pérdidas de los grandes bancos pueden trastocarse en obligaciones hacia los mismos del conjunto de la comunidad. Una nueva variante de la usura tradicional que ya han experimentado muchos países en desarrollo y que ahora tiene lugar a escala global.

La población doliente tiene muy poca capacidad de intervención en este campo. Somos como el personaje de la «Ventana indiscreta» que presencia impotente un asesinato que se comete en la casa de enfrente. O al menos esta es la posición en la que nos tiene encajonado el actual marco institucional. Pero podemos empezar a pedir a nuestros parlamentarios que planteen medidas de control, que exijan información pública de los planes de salvamento. Que pregunten por qué no se compran los bancos a su precio de mercado. Que exijan la comparencia de los representantes de la autoridad monetaria para que expliquen cuáles son sus medidas de control. Seguramente habrá pocos parlamentarios dispuestos a ello, pero por alguno habrá. Y también podemos desarrollar alguna iniciativa ciudadana exigiendo información, debates públicos, medidas de control.

Hay demasiado en juego y demasiada lentitud en aplicar medidas. Cuando la evidencia del desastre es patente. Y cuando la de la incompetencia es supina. Por ejemplo en el caso del Banco Central Europeo, presunta autoridad monetaria de la zona euro que, aparte de insuflar liquidez y mover el tipo de cambio (con enorme torpeza: la subida de tipos a principios del 2008 alegando la inflación de las materias primas probablemente agravó la crisis financiera al hacer insostenible las cargas de la deuda de mucha gente), ha sido completamente incapaz de elaborar, sugerir y animar a los estados miembros a llevar a cabo una política común de intervención bancaria. Con el resultado de que cada país ha actuado por su cuenta y el resultado esperable es la persistencia de las incoherencias y del sálvese quien pueda.

Habrá que ver hasta qué punto la propuesta de los países del G 20 europeos de pasar a una regulación estricta de los activos financieros y eliminar los paraísos fiscales se lleva a cabo. De querer, al menos la segunda cuestión debería ser fácil de resolver puesto que una parte importante de los mayores paraísos fiscales son países de la Unión Europea (como Luxemburgo y en menor medida Holanda), colonias suyas (Gibraltar, Jersey, Guernesey, Virginias Británicas, Cayman., Turks y Caicos) o países con estrecha relación comercial (Suiza, Andorra, Liechstenstein, Mónaco). Por esto no estaría mal que en la campaña de las elecciones europeas se interpelara a los candidatos con esta cuestión. Porque aunque el sistema financiero se presenta como un asunto complejo para iniciados, al final sabemos que en este proceso nos jugamos el tener que pagar a una banca incompetente una renta permanente.

Nos jugamos seguir estando sojuzgados por un capital financiero que lleva demasiados años gestionando la economía como un coto privado y colando como intereses de la colectividad lo que es simple y llanamente su propio privilegio social