En apenas dos años Alex Callinicos ha pasado de ser un filósofo prácticamente desconocido en nuestro país a ver traducidos sus últimos cuatro ensayos: Contra la tercera vía (Crítica, 2002), Un manifiesto anticapitalista (2003), Igualdad (Siglo XXI, 2003) y Los nuevos mandarines del poder americano (Alianza, 2004). Callinicos ha tenido un notable protagonismo en el […]
En apenas dos años Alex Callinicos ha pasado de ser un filósofo prácticamente desconocido en nuestro país a ver traducidos sus últimos cuatro ensayos: Contra la tercera vía (Crítica, 2002), Un manifiesto anticapitalista (2003), Igualdad (Siglo XXI, 2003) y Los nuevos mandarines del poder americano (Alianza, 2004). Callinicos ha tenido un notable protagonismo en el Foro Social Europeo que se celebró en Londres el pasado octubre. LDNM ha hablado con él.
Su obra ha evolucionado desde temas académicos al análisis de problemas políticos muy urgentes. ¿Cuál es la razón de este cambio y hasta qué punto es deliberado?
Me considero un filósofo marxista, así que mi «idea regulativa» es la unidad de teoría crítica y práctica política. O sea que incluso mis libros más filosóficos fueron pensados como intervenciones políticas, como parte de lo que Althusser llamaba la lucha de clases en la teoría. Dicho esto, es cierto que en los últimos cinco años me he centrado en cuestiones más directamente políticas. Este cambio refleja el hecho de que el mundo ha cambiado, tanto para mejor (con los movimientos antiglobalización que han renovado la izquierda), cuanto para peor (con la política de guerra global permanente). En los últimos años he estado muy implicado en protestas como las de Praga o Génova, así como en el Foro Social Europeo (FSE) y Mundial y mis escritos lo reflejan.
En su libro Contra la posmodernidad criticaba algunas propuestas académicas que influyeron mucho en los movimientos de izquierdas. Ahora que Heidegger descansa de nuevo en los departamentos de filosofía alemana, ¿cómo valora la herencia posmoderna?
Estoy de acuerdo en que el posmodernismo está definitivamente de capa caída. Esto no significa que algunos de los filósofos asociados con la posmodernidad -a menudo injustamente, como Derrida y Foucault- hayan dejado de ser importantes. Al contrario. Pero la agenda intelectual se ha transformado por completo. Universalizar o desarrollar crítica social ya no se considera ilegítimo. La lógica sistémica del capitalismo ha vuelto a ser el problema central de la teoría crítica. Es interesante comprobar cómo algunos pensadores reivindicados por la posmodernidad hicieron de puente en este proceso. Tras la muerte de Derrida releí Espectros de Marx y me sorprendió comprobar el modo en que no sólo insiste en que «no hay futuro sin Marx» sino que ofrece una lista de los males del mundo en la que recoge muchas de las quejas del movimiento antiglobalización: exclusión, inestabilidad financiera, deuda del Tercer Mundo, dominación de las instituciones internacionales por las grandes corporaciones y los estados…
Usted ha sostenido que la fuerza de la cultura moderna procedía de las esperanzas revolucionarias de aquella época, un impulso que desapareció con la estabilización de la economía de mercado tras la Segunda Guerra Mundial. ¿Confirma sus ideas la evolución cultural reciente?
Francamente, no estoy seguro de poder dar un respuesta muy informada. Trabajé mucho sobre asuntos culturales en los años ochenta pero últimamente mis preocupaciones son más directamente políticas. Así que no he seguido los desarrollos culturales seriamente. Mi impresión general es que en Inglaterra el proceso de mercantilización tanto de la cultura popular como del arte supuestamente de vanguardia se ha acelerado mucho en los últimos veinte años. La integración del brit-art en la cultura de la fama es un síntoma de este proceso. Se dan grandes recompensas materiales a artistas cuyo deseo de sorprender, que formaba parte del impulso moderno original, ha descendido al nivel de la caricatura banal. Lo interesante sería saber si está surgiendo un arte genuinamente crítico que permita una renovación de la imaginación pero la verdad es que no estoy en condiciones de contestar a esta pregunta.
En su último libro subraya su deuda intelectual con Noam Chomsky.
Dejando a un lado sus méritos como lingüista, Chomsky ha llevado a cabo una solitaria, consistente y enormemente importante lucha contra el imperialismo americano durante más de una generación. Más aún, su firme postura tras el 11-S, condenando las atrocidades terroristas pero negándose a olvidar los crímenes aún mayores del imperialismo, ayudó a muchos activistas de todo el mundo a mantenerse firmes. Admiro a Chomsky por su valor y por su forma de investigar tan asombrosamente rigurosa y detallista. Mi única reserva tiene que ver con el modo en que sus análisis tienden a pasar directamente de ciertos hechos universales acerca de la naturaleza del poder y la opresión a los detalles empíricos. Nunca intenta identificar las propiedades específicas de los distintos sistemas sociales relevantes en cada caso.
En Los nuevos mandarines… insiste en la pertinencia de un análisis clásico de los procesos internacionales recientes, ¿cree que el énfasis en la globalización económica ha llevado a ignorar acontecimientos políticos cruciales?
Lo que yo digo es que el imperialismo debe ser entendido como la convergencia, dentro del marco del sistema capitalista, de dos dimensiones de competición, económica y geopolítica. Es absurdo buscar motivos económicos tras cualquier medida de política exterior. En sus primeras fases, los movimientos sociales asimilaron el discurso dominante que retrataba la globalización económica como un proceso de debilitamiento del estado-nación. Así que no es sorprendente que una poderosa corriente dentro del movimiento viera el remedio a los males de la globalización en la reconstrucción del poder del estado-nación. Creo que este análisis estaba profundamente equivocado. Ignoraba hasta qué punto la globalización neoliberal era la consecuencia de cambios políticos iniciados por estados -en particular EE UU y Reino Unido- que se generalizaron a través de instituciones interestatales como el FMI o el BM. El periodo posterior al 11-S ha dejado claro no sólo el poder de un estado -EE UU- sino también la importancia de los nuevos conflictos interestatales. Estos desarrollos, desde mi punto de vista, han corroborado el tipo de teoría del imperialismo que defendemos David Harvey y yo.
Precisamente usted ha entablado una encendida discusión con Antonio Negri y Michael Hardt acerca del imperialismo. ¿Es sólo un asunto teórico o su desacuerdo tiene otro tipo de consecuencias?
No creo que sea un desacuerdo puramente teórico. Hardt y Negri afirman que el imperialismo ha sido sustituido por una red transnacional de poder capitalista que ellos llaman Imperio. Me parece que la persistencia de los conflictos interestatales a los que me he referido -y otros potenciales, como por ejemplo, un posible choque entre EE UU y China en Asia- refuta esta teoría. En Multitud, la continuación de Imperio, Hardt y Negri reconocen la existencia de estos conflictos, incluso hablan de la UE, Rusia y China como «competidores estratégicos» de EE UU. Pero no ofrecen ninguna explicación de esta competencia. ¿Cómo encaja esto en el espacio supuestamente transnacional del Imperio? ¿Es una contra-tendencia? Si es así, ¿cuál es su fuerza y persistencia? El problema es que esa indeterminación teórica genera ambigüedad política. Justo después de las grandes protestas del 15 de febrero de 2003 Hardt describió las manifestaciones contra la guerra como una desviación y un paso atrás para el movimiento antiglobalización. Sin embargo, en Multitud, Hardt y Negri dicen que el movimiento contra la guerra juega un papel central en las resistencias contemporáneas. Es sólo un ejemplo de cómo su forma de teorizar abstracta y metafórica impide analizar seriamente cuestiones estratégicas urgentes.
Aunque su activismo en el movimiento de resistencia global es bien conocido, defiende al mismo tiempo una posición política más o menos tradicional vinculada a la movilización de los trabajadores. No parece una estrategia muy popular en los últimos años…
En las protestas de Seattle, en noviembre de 1999, se produjo una convergencia entre las nueves redes de activistas que habían aparecido la década anterior y algunos de los sectores más militantes de trabajadores de EE UU (camioneros, estibadores, etc.). Creo que el desafío es transformar lo que fue un encuentro accidental en una unidad orgánica. Hay dificultades para lograr este objetivo por ambas partes. Por un lado, los sindicatos sufren de cierto inmovilismo relacionado con las ataduras del trabajo asalariado, tienden a estar dominados por una burocracia conservadora y a menudo tienen vínculos con partidos social-liberales. Por otra parte, muchos activistas antiglobalización han internalizado un lugar común que se difundió en los años noventa: la idea de que el trabajo asalariado ya no es la forma dominante de sometimiento al capitalismo y que la clase obrera tradicional es una fuerza marginal y agonizante. Sin embargo, durante los últimos cinco años hemos comenzado a derribar estas barreras. Hemos conseguido que los sindicatos se impliquen cada vez más en el FSE. Esto conlleva problemas, pues los líderes sindicales introducen un cierto impulso gravitacional a la derecha. Pero la verdad es que nunca vamos a conseguir nuestros objetivos si no integramos en nuestro movimiento a la masa de asalariados sobre cuyos hombros recae principalmente la carga del capitalismo.