Una conversación sobre la historia del ICAIC, las necesidades del debate público cubano y la relación entre distintas generaciones.
Este dossier, que aquí termina, coloca a Guevara, con la responsabilidad propia de la honestidad intelectual, en la conversación que necesitamos sobre la renovación del socialismo en Cuba, algo que de modo casi “obsesivo” ocupó en particular los últimos años de su vida: un tema que defendió siempre como un programa conjunto de “libertad, justicia y belleza”. En medio de esas disputas, el dossier hace suya la frase del historiador francés Pierre Nora: “Ha sido lanzada la orden de recordar, pero me corresponde a mí recordar y soy yo quien recuerda.”
En esta entrega intervienen el crítico de cine Gustavo Arcos Fernández-Brito, el cineasta Esteban Insausti, el jurista y profesor René Fidel González García, la filósofa y politóloga francesa Janette Habel, los periodistas Darío Alejandro Escobar y Raúl Garcés Corra, la traductora Margarita Alarcón Perea y la programadora de cine, en el FINCL, Elvira Rosell.
…esa creencia del poder transformador del cine, hizo que algunas cosas se trocaran en ese camino y hay gestos que no debemos pasar por alto. Gustavo Arcos Fernández-Brito.
La vorágine de acontecimientos que acompañaron a la Revolución en sus primeros años solo puede ser entendida, si acaso, por aquellos que la vivieron. Suele decirse que la memoria es selectiva y, por tanto, traicionera. ¿Hasta dónde puede ser confiable un testimonio? ¿Qué certezas nos trasmiten los artículos o fotos de la prensa? ¿Qué hay detrás de la gran Historia que cuentan los libros? ¿Qué imágenes quedaron fuera del cuadro fílmico?
Se nos ha invitado a recorrer algunos de esos momentos iniciales, especialmente los vividos por Alfredo Guevara y su vasta obra detrás del ICAIC o la cultura cubana.
Pienso entonces en lo subjetivo que puede ser todo, en cómo cada uno se aferra a ciertos acontecimientos y gestos que nos colocan en zona de confort. Imagino al hombre que, desde sus estudios universitarios, se siente fascinado por la personalidad del líder que llevaría adelante esa revolución.
Una cercanía y fidelidad que le será devuelta cuando integra más tarde, el selecto núcleo de pensamiento que diseña las primeras leyes de la nueva Cuba. Es el instante en que mientras se discute, qué hacer con los bancos, la tierra, el ejército, las industrias, el comercio y tantas cosas vitales, encuentra tiempo para escribir una ley de cine que, curiosamente, es firmada antes que las otras. Y uno entonces tiene que preguntarse por qué es tan importante ese arte, cuando tienes delante otras cuestiones de mayor urgencia.
Creo que Alfredo convenció a todos de que no hay mejor aliado de una revolución que su imagen. Las acciones son relevantes, pero su alcance puede ser local, circunstancial. Las imágenes, por el contrario, tienen un poder extraordinario, reproducen un fenómeno, pero también lo idealizan, trabajan sobre mitos y crean algunos nuevos. Manipulan, denuncian, reflejan, sensibilizan, y especialmente en aquellos convulsos años 60, muchos vivían convencidos de que un filme podía cambiar el mundo.
Un recorrido por varios de los festivales más importantes de entonces (Italia, Francia, Chile) encontrará a Alfredo Guevara, a Julio García Espinosa y a Tomás Gutiérrez Alea enfrentados a otros cineastas, en un debate sobre el rol del artista en medio de un proceso de transformaciones sociales. ¿Por qué debemos hacer cine? ¿A quiénes van dirigidas nuestras películas? El cine era un arte, pero debía ser antes que todo, activismo. Mirar la sociedad para confrontarla.
Quizás esa propia pasión, esa creencia del poder transformador del cine, hizo que algunas cosas se trocaran en ese camino y hay gestos que no debemos pasar por alto.
¿Por qué subestimar y negar todo el cine anterior realizado en el país? ¿Por qué apenas se promueve la realización del cine de género en Cuba? ¿Por qué cada cineasta parece más interesado en trascender con su obra que en encontrar al público? ¿Por qué hay tantos asuntos que apenas se han abordado en el cine cubano?
Las respuestas pudieran estar en las marcas trazadas desde su inicio cuando, por una parte, se decide estrenar Historia de la Revolución la película épica de Tomás Gutiérrez Alea, antes que Cuba baila, el melodrama familiar de Julio García Espinosa, terminada primero.
Estaba claro cuáles eran las prioridades. El poder simbólico de una, pesaba más que cualquier otra lógica. En similar sentido, sabemos que el realizador más relevante del cine cubano hasta ese entonces, Ramón Peón le escribe una carta a Alfredo quedando a su disposición en el nuevo cine que estaba por conformarse. Su experiencia de 40 años tras las cámaras fue rechazada y Peón tuvo que emigrar.
Meses después, el lamentable affaire alrededor de PM (Orlando Jiménez Leal/Alberto Sabá Cabrera Infante-1961) que terminó con la prohibición de su estreno en cines, resultó premonitorio de lo que estaba aún por venir. Marcó un parteaguas en el diseño de la política cultural del país. Alfredo participó de la censura, propuesta por una comisión adscrita a la propia institución. Sus ecos, como ya se sabe, conformaron todo el entramado de ideas, funciones y sentidos que acompañarían a la cultura dentro de la Revolución.
Guevara no estaba solo en la dirección del ICAIC, pero su personalidad y carisma supieron imponerse. Su figura pudo crecer también, porque otros grandes artistas estaban allí junto a él, en un camino que no fue trazado sobre un lecho de rosas.
En gran medida, el ICAIC debe su existencia y renombre a la figura de Alfredo Guevara, su vocación humanista, su visión de integrar todas las artes, de concebir el cine como un proyecto cultural de amplio alcance, fueron definitorios, pero no debemos olvidar que nada de eso hubiera llegado a feliz término, si no existiera su amistad y compromiso personal con Fidel Castro, un detalle (¿?) que salvó muchas veces a la industria en su lucha contra el dogmatismo y la burocracia cultural.
No era necesario explicarle qué era el estalinismo. El prestigio de la Revolución cubana era inmenso [y] había tomado caminos diferentes… Janette Habel.
Conocí a Alfredo en Cuba, a mediados de los años 1960, gracias a Michèle Firk, una joven cineasta francesa llegada a trabajar al ICAIC para realizar un documental sobre la Revolución cubana.
Nos reencontramos más tarde, en París, cuando Alfredo estuvo vinculado a lo largo de la década de los ochenta, a la UNESCO, de la cual fue embajador entre 1982 y 1991.
Asistí cuando el presidente Mitterrand —que en esa ocasión denunció el “estúpido embargo” impuesto por los Estados Unidos— le otorgó la condecoración de la Legión de Honor.
La duración de ese cargo diplomático fue excepcionalmente larga. No conocemos la razón del por qué tanto tiempo lejos de La Habana. Algunos dicen que había sido apartado a resultas de numerosos diferendos que Alfredo había tenido con los dirigentes del PSP [Partido Socialista Popular, antiguo Partido Comunista Cubano].
Desde 1963, el ex secretario general del PSP, Blas Roca, había criticado duramente la programación del film de Federico Fellini, La Dolce Vita. Alfredo contestó, entonces las concepciones culturales puestas en vigor en la URSS, el “realismo socialista”, los “héroes positivos”, “ los arquetipos” , “la moral constructiva”. “El arte no es propaganda,” afirmaba Guevara.
En 1974 había criticado un proyecto de resolución del Comité Central sobre la política cultural del Partido. El texto denunciaba “la difusión de manifestaciones decadentes y corruptoras de procedencia extranjera, los supuestos homosexuales, perversos, la violencia sexual y pornográfica “de ciertos films”.
El ICAIC y su director eran el blanco de tales críticas. Era el inicio del decenio gris (los años de plomo cubanos) de los que Alfredo Guevara fue un crítico precoz.1
Alfredo era un diplomático fuera de lo común. Lejos de los círculos oficiales había tejido, en París, lazos con numerosos intelectuales, pero también con nuestra generación, surgida del mayo de 1968, en ruptura con el Partido Comunista Francés. Nuestras críticas al régimen soviético hallaron en él a un interlocutor receptivo.
No era necesario explicarle qué era el estalinismo. El prestigio de la Revolución cubana era inmenso. Había tomado caminos diferentes, encarnaba a nuestros ojos una tercera vía alternativa ante el descrédito evidente de la URSS. Tratábamos de comprender esa revolución socialista hecha sin el PSP y, tal vez, incluso, contra éste.
Entre la juventud estudiantil francesa se confrontaban dos políticas revolucionarias: los “maoístas,” defensores del Librito Rojo, y los “guevaristas”.
En la Sorbona, el sector Letras de la Unión de Estudiantes Comunistas había sido el primero en publicar en Francia un folleto con el texto de Che: El Socialismo y el hombre en Cuba, desde su aparición. Fue ocasión para numerosos debates sobre la transición al socialismo.
Alfredo explicaba el proceso insurreccional cubano, subrayaba las “divergencias de principio” que le hicieron oponerse a la orientación del PSP, cuya historia, como la del Partido Comunista Francés, estaba contaminada por el estalinismo.
No había ambigüedad alguna en su discurso, se declaraba marxista, pero condenaba el cáncer del dogmatismo, del sectarismo y del oportunismo, que a menudo andaban de la mano. Le escuché revisitar la historia cubana y latinoamericana.
Tras su retorno a Cuba defendió un film —Alicia en el Pueblo de Maravillas, de Daniel Díaz Torres— que el Departamento de Orientación Revolucionaria quería prohibir. El film fue finalmente proyectado durante algunos días en La Habana.
Alfredo quería conciliar el compromiso político con la creatividad cultural. La cultura popular no era para él sinónimo de obrerismo o de nivelación por abajo; extendió dicha batalla a los planos ideológico y político.
“Ser hereje es ser revolucionario,” declaraba Alfredo, en 1997. Deseaba transmitir esa convicción a las nuevas generaciones.
Durante los últimos años de su vida, no dudó en participar en debates, a veces polémicos, como fue, entre otros espacios, el de la revista Espacio Laical. A quienes le criticaban respondía que la batalla ideológica era la garantía más segura para la defensa de la Revolución.
Mantenía antiguos lazos de amistad con Monseñor Carlos Manuel de Céspedes. Gracias a Alfredo, pude entrevistarme con él, eminente representante de la cultura nacional cubana.
El último recuerdo que tengo legado por Alfredo es una colección de la revista Pensamiento Crítico.2
…las diferencias entre un socialismo ineficaz y un capitalismo injusto podrían llegar a ser mucho menor de lo que parecen. Esteban Insausti.
“Uno no se puede realizar en la nostalgia”
Alfredo Guevara
Para Alfredo, lo cito: “… era imposible regimentar la creación artística a partir de un punto de vista inmediatista y utilitario como no es posible reducir la conciencia, el hombre, al cumplimiento de sus metas diarias. Solo avizorando el porvenir, comprendiendo la vida en su conjunto o buscando comprenderla, el hombre puede encontrar fuerzas para realizarse, superar su propio ser, y contribuir a que igual fenómeno se produzca en la sociedad en que vive. ¿De qué otro modo puede hablarse de una conciencia socialista?…”3
Alejarse del influjo de la “anarquía libertaria” le acercó a Mella, Mariátegui, Plejánov, Trotski, Unamuno, Gramsci entre tantos. Alfredo supo seguir voces y no ecos, y a la vez, para hacerse escuchar, debió dejar atrás muchas veces las cautelas del pragmatismo político de orden. Como a Foucault, le preocupaba la pérdida de un relato coherente de todas aquellas crisis que sobrevivió, desde la económica, la del arte, la sociedad, la ciencia hasta la ideología.
Su sistema crítico de valores se fraguó en esa pugna, como diría Savater: “entre lo que es y lo que debería ser”. En ese sentido, se armó de una poderosa resiliencia, una ecología de saberes que le llevó a comprender muy pronto que crisis no es necesariamente sinónimo de fatalidad y catástrofe, sino también de mutación, que democratizar significa transformar relaciones desiguales de poder en relaciones de autoridad compartida, y que en tanto, el debate se antojaba urgente, impostergable.
Sospecho, entonces, que Alfredo temía muy tempranamente por el conflicto que generaría la crisis derivada de la contemplación atónita y acrítica al que nos llevarían los viejos dogmas y valores de entonces ya en desuso, creando un constructo moral y ético que detestaba, entre otros males, al “artista correcto”, propenso a caer en la filosofía de la conveniencia, la hipocresía y el panfleto (sin arte).
Por complejo que pueda resultar una posición política en la toma de partido, quien se ha definido como un intelectual siempre tendrá la capacidad de optar entre los intereses de opresores y oprimidos así como sus demandas sociales, culturales y políticas, no obstante, Alfredo, como Carlo Frabetti, sabía que el intelectual tiene una responsabilidad tan específica como grave: la crítica sistemática a los argumentos esgrimidos por cualquier forma de poder, así como el cuestionamiento radical y continuo del “pensamiento único” que pretendan imponernos.
“…En ese marxismo estático, copista y rutinario, que busca desesperadamente fórmulas para sintetizar en unos trazos las soluciones que deban aplicarse a los más tormentosos problemas, es el que nosotros rechazamos…” decía Alfredo, en sus encarecidas réplicas a los dogmáticos y oportunistas de entonces.
De las lecciones del pasado, y como crítico observador de su presente, se percata muy a tiempo del déficit de debates sobre el futuro palpable, en una sociedad que comienza a no generar más y nuevas utopías. De ahí quizás, su obsesión por la memoria, sabía que una sociedad que pierde ese horizonte de futuro está obligada a mirar a su pasado, en un intento desesperado por detener lo que sin lugar a dudas sustituyó aquella utopía, la distopía, alimentadas sobre todo por la industria cultural.
Así, se convirtió él mismo en un contradictor del poder, un nexialista4 guiado por la razón y no por la pasión que le permitió mantener una postura muy crítica, incluso con aquello que comulgaba y que le era sagrado, aquello por lo que también arriesgó hasta la vida.
Con luces y sombras, como cualquier mortal, Alfredo observaba la realidad desde el pragmatismo más realista, vislumbraba que desde el punto de vista del ciudadano común llegaría un momento en que las diferencias entre un socialismo ineficaz y un capitalismo injusto podrían llegar a ser mucho menor de lo que parecen. De ahí su urgencia en procurar un debate público sobre estos y otros tópicos. Como el animal político que también fue, encauzó sus últimas fuerzas a advertir el enorme riesgo que esto supondría, en mi opinión, desde la más absoluta honestidad intelectual.
…uno de los pilares más sólidos sobre el que puede refundarse una política cultural cubana más plural, culta, bella y profundamente socialista. Darío Alejandro Escobar.
El rumor corrió por los pasillos de la antigua Facultad de Comunicación de la calle G número 506, como una gran noticia. Esa tarde todos nos enteramos que habría una conferencia con el mítico Alfredo Guevara. Pronto supimos que la cita sería en el salón principal del Instituto Internacional de Periodismo José Martí. No recuerdo si se aclaró desde el principio que el otrora presidente del ICAIC (1959/1982 y 1991/2000) iba a permitir el intercambio, pero todos lo asumimos. Como entrevistadores profesionales en potencia, la mayoría nos guardamos una pregunta para hacerle a aquel luchador cultísimo con fama, muy bien ganada, de no tener pelos en la lengua.
El día señalado no cabía un alma en el local. Estaban el claustro de profesores, estudiantes de los cinco años de la carrera de Periodismo y también algunos ya graduados que no se querían perder el encuentro.
Recuerdo que Alfredo estaba frágil del cuerpo, caminaba lento, pero tenía una mirada muy firme, que pasaba de ser complaciente a pícara, de cansada a fulminante en una milésima de segundo, como si al conocer la debilidad de su salud se valiera de aquel recurso para revelar a los interlocutores su ánimo.
Varios habíamos leído, en transcripciones que pasaban de un correo electrónico a otro, algunos de sus encuentros anteriores en las otras facultades y universidades; algunos pocos sus libros. Nos parecía realmente hermoso que un líder de su talla se acercara a los estudiantes, nos dijera sus verdades y, además, se arriesgara a nuestras preguntas.
En aquellos tiempos, como ahora, pululaban los cuadros políticos que no permitían casi nunca una entrevista sobre un tema medianamente relevante o siquiera un cuestionamiento incómodo, y para los muchachos que estudiábamos en la universidad en aquellos días era un ejemplo de valentía y coherencia.
Alfredo Guevara dio en esos meses una gran lección de política que todavía muchos no han entendido. Es muy saludable para una sociedad que sus líderes conversen con los jóvenes sin tenerles miedo y hablar directamente con ellos cada cierto tiempo. Escucharlos atentamente a todos, no solo a los militantes de organizaciones políticas y a los dirigentes estudiantiles en reuniones formales.
Yo lo sentí muy cercano. Me reconocí en él cuando hacía sus anécdotas de los años cuarenta y cincuenta. Recuerdo, como si fuera hoy, el comentario al vuelo que hice al amigo que me acompañaba: “cuando yo sea un viejo quiero tener ese swing”.
Alfredo nos habló, como a otros alumnos de universidades cubanas, sobre el valor de cultivar el conocimiento, de la belleza, de la importancia de luchar por las ideas en las que uno cree. Y aclaraba que sabía que no era fácil, pero que valía totalmente la pena. Peor era no luchar. Insistió en la militancia entendida como pasión. Fue, incluso, autocrítico.
Esa tarde le pregunté sobre cómo veía su generación el tema del periodismo digital y me respondió muy sinceramente. También recuerdo sus juicios severos, fue muy duro con el periodismo cubano, pero tenía razón. Por ahí están reunidas estas conferencias en un volumen que se nombra Dialogar, dialogar. Lo recomiendo.
En los últimos meses por motivos profesionales he estado investigando sobre su vida y obra, sus luces y sombras, sus errores y aciertos, y me parece que es uno de los pilares más sólidos sobre el que puede refundarse una política cultural cubana más plural, culta, bella y profundamente socialista. Esa tarde fue inolvidable y le agradezco a la vida haber estado allí.
… nadie pudiera haber imaginado la manera en que iba a estrujar y sacudir, a conectarlos sueños de su generación con los de una nueva. René Fidel González García.
Se llamaba José Daniel Roibal Granados, pero nadie le conocía sino por el nombre de Patricia. Es posible que, salvo unas pocas personas, jamás nadie lo hubiese sabido si el periodista y poeta santiaguero Reinaldo Cedeño, pulsado prematuramente por el instinto de dar testimonio que es realmente el periodismo, no hubiese anotado y concordado su existencia en un par de crónicas tan hermosas como desoladoras.
Recuerdo perfectamente el día que conversaba con unos amigos en el parque Céspedes y Patricia, mujer transgénero, sentada con su imprescindible cartera y un periódico en un banco cercano nos interrumpió sin mayor miramiento: “Yo fui reprimida por protestar por la libertad de Ángela Davis”. Nuestra mirada y el gesto incrédulo harían el resto.
Nos contó entonces, y ahora entiendo que con más paciencia que necesidad de hacerlo, de aquella larga y entusiasta marcha que inundó la ciudad de Santiago de Cuba en algún año de inicios de los 1970, una entre tantas de aquellos años, precisó, a la que ella se había sumado gritando las mismas consignas de todos en apoyo a la intelectual y luchadora por los derechos civiles en Estados Unidos, nos dijo que el piñazo durísimo en el rostro, el sabor a sangre en la boca, los zarandeos y el ser sacada a rastro y con rabia de la manifestación por un par de hombres que la entregaron a la policía, los había experimentado como una secuencia en cámara lenta y completamente ajena a ella misma después de aquel primer: ¨¡¿ y qué hace el maricón éste aquí?!¨ mientras se preguntaba una y otra vez: ¿por qué no puedo protestar por la libertad de Ángela Davis?
Si he hecho este ejercicio de memoria es porque, ante el pedido de escribir sobre Alfredo Guevara Valdés, no he podido evitar recordar una y otra vez ésta anécdota y la de un médico muy joven que, en los días posteriores al fallecimiento de Guevara, reconociera con culpa y admiración en la persona que los medios y las redes sociales destacaban, a aquel hombre que una noche ya muy tarde entró en su consulta, solo y sereno, y que él, extenuado por los rigores de una guardia infinita, tomó por su exquisita forma de hablar y su vestuario como uno de esos ancianos delirantes y excéntricos, y al mismo tiempo extrañamente lúcidos, que la vida coloca, no pocas veces, en nuestro destino.
Hay, si se quiere, en esa encrucijada entre el anonimato y la vida pública, en ese recodo momentáneo de la soledad, algo más que el misterio de la otredad que sugieren las vidas paralelas.
Guevara tituló ¿Y si fuera una huella? al libro que recogió su epistolario.
Otros, en ese esfuerzo de reflexión y memoria que es siempre cualquier homenaje, se detendrán en muchas de las huellas que dejó a lo largo de su vida. Yo no lo haré, Guevara está muerto.
Las huellas —su huella— no son, ni pueden ser, en sentido estricto, un camino para nadie. El caos de situaciones y circunstancias, de decisiones, que hacen a un hombre y a su época son realmente irrepetibles. La trascendencia, el legado mismo, es quizás apenas un espejismo de todo eso. Las huellas, sin embargo, nos hacen notar que alguien estuvo antes, también la ausencia, pero no hay forma de hacer ese hallazgo parcial de la existencia de un hombre que es una huella sin llegar hasta ella. Es preciso llegar hasta ella, ¿y después?
Guevara llegó a la Universidad de Oriente en 2011 sin que nadie pudiera haber imaginado con exactitud la manera en que iba a estrujar y sacudir, a conectar, a fuerza de autenticidad y rigor, de honestidad y decencia, de sensibilidad y de una ternura curtida y por momentos áspera, los sueños de su generación con los de una nueva. Fueron apenas dos días, habló de la herejía como la forma más acabada de la lucidez que sirve, que es útil. Escuchó hablar de ciudadanía. Eso bastó. Parte de su biblioteca personal llegaría después de su muerte casi clandestinamente a Santiago de Cuba en cumplimiento de un compromiso personal que honró minuciosamente.
El ser nombrado Fernando, Eusebio, Alicia, o Alfredo, es algo sin mayor importancia. Sin embargo, estos nombres —y otros— contienen hoy en Cuba una alerta para quienes han llegado hasta el lugar de la huella: hay que seguir, hay que arrostrar, y perseverar, en definitivas, ni siquiera hacen falta zapatos para hacerlo. Siempre hay un miedo que perder y un sueño por hacer.
…»Conmigo no cuentes para que la revise, estoy convencido de lo que dije, y creo en ti. Haz con ella lo que quieras.» Raúl Garcés Corra.5
Si algo no aceptaba Alfredo Guevara era la falta de complejidad, la falta de rigor y profundidad en las ideas. Ante su carencia, era literalmente intolerante.
Trataré de ser fiel aquí a la responsabilidad de recordarlo con el rigor que exigía a sus propios actos. Recuerdo bien aquellos espacios [2007] que auspició Guevara —con la coordinación de Guanche— en el Festival, con el objeto de pensar el país. En principio, aquellas sesiones parecían no tener nada que ver con el cine. Luego, en la medida que varios nos adentramos en la historia del cine latinoamericano, comprendimos que la fundación de ese cine tenía que ver con pensar el continente a la vez que sus respectivos países, y con dotar tal cine de un proyecto contrahegemónico crítico, a la vez que informado, y a través de todo ello singularmente universal.
Por ese camino, comprendí que pensar el país y hacer el Festival eran parte de un mismo y único proyecto.
Alfredo convocó a esos espacios a muchas personas “ajenas” al mundo del cine, de generaciones muy diferentes. Compartiendo edad, estábamos allí Milena Recio, Julio César Guanche y yo, pero a la vez Berta Álvarez, la gran historiadora, Armando Fernández Soriano, el sociólogo y ecologista, o Víctor Fowler, el ensayista, por poner solo algunos ejemplos. Viví allí un espacio de escucha y diálogo, en el que Alfredo, con todo su poder, se colocaba en el mismo lugar que tú, y no imponía su fuerza o poder simbólico para intervenir en el encuentro. Se trataba de un diálogo reflexivo atravesado por el lugar que se daba en él al argumento.
En todo ese proceso, aprendí a respetar a Guevara no solo por su condición de cineasta e intelectual, sino como un gestor de cultura que sabía escuchar. Propiciaba algo muy distinto a esos “diálogos” que se cierran apenas algo suena de modo disonante a los oídos con los que se interactúa. La suya era una escucha genuina.
Cualquiera que tuviese acceso a ese Alfredo Guevara puede entender por qué fue un hombre de éxito dirigiendo la cultura, en medio de las muchas batallas que debió enfrentar.
Y si fuera una huella, esa colección de cartas e intercambios de diferentes momentos de la historia del ICAIC, es un ejemplo de dicha capacidad de diálogo.
Era un diálogo en disputa, y lo era con figuras de la talla de Tomás Gutiérrez Alea, entre otras figuras claves del cine y la cultura en Cuba y el mundo. En sus páginas es evidente cómo se reconoce la calidad de los interlocutores, sobre la base del respeto intelectual y la comprensión de que lo dicho por el otro no era una estupidez, sino una necesidad de encontrar razones, algún tipo de justificación, para discutir sus ideas en el trance de respetarlas.
La “metodología” de epistolarios como ese han marcado mi forma de comprender la importancia del diálogo real, sobre todo, en la gestión y la dirección de la cultura.
Una vez le pregunté, en un programa de televisión llamado Privadamente Público, qué relación debe existir entre un gestor de cultura y un creador. Me respondió que el gestor tiene la tentación del burócrata, de trabajar en su oficina como funcionario tomando decisiones. En cambio, el verdadero gestor habilita espacios, abre puertas, facilita que el creador pueda hacer su trabajo en libertad.
A la par, no idealizaba esa relación y la manejó con criterios tan firmes para la inclusión como para la exclusión. Respecto a esto último, buscó discernir entre la hojarasca y el valor, lo que tenía importancia como fuente de cultura y lo que no podía alcanzar trascendencia.
Esas prácticas le trajeron conflictos y enemigos. Guevara tenía muchos amigos que lo que querían de manera profunda, y también contaba con enemigos que sabían que no encontrarían en él una persona “fácil”. Sin embargo, en mi experiencia vi que ello no era obstáculo incluso para que algunas de esas mismas personas le mostrasen respeto en medio de las diferencias.
Esa entrevista que mencioné en TV fue temeraria para mí. Era temerario entrevistar a Guevara. Te desafiaba, te retaba a reconducir la entrevista hacia otros lugares. Era un entrevistado realmente difícil. Para más, no le gustaba demasiado la TV, la tenía como un medio “simple”, y así lo dijo muchas veces, con opiniones similares a las que Pierre Bourdieu ha expresado sobre ese medio.
Guevara era de desarrollar en largo sus ideas. Mi programa era de media hora, con un tiempo específico para preguntas y respuestas. A los 5 ó 10 minutos yo estaba tratando de recortar sus palabras. Y me espetó: “así no vamos a ninguna parte. Si será así, paramos, y terminamos esto”. Para mí fue una situación crítica, pero conseguimos seguir. Cuando terminamos, debido a la tensión que vivimos en ese momento de la entrevista sentí el deber de decirle que podía enviarle copia del programa editado, antes de emitirse. Me respondió con rectitud: “Conmigo no cuentes para que la revise, estoy convencido de lo que dije, y creo en ti. Haz con ella lo que quieras.”
La cuestión es que si Alfredo creía en ti, creía en ti. No lo hacía a medio tiempo, no lo hacía un día sí otro no, en dependencia del clima de opinión, o en dependencia de hacia dónde soplase el aire del momento. Creía en ti en todas las circunstancias y apostaba por la libertad que necesitabas para tu trabajo. En esa confianza, en esa libertad, hay un punto de partida muy fecundo para dar cauce a cualquier proceso cultural. Comento todo esto, al recordarlo, con una mezcla de alegría y nostalgia. Estoy convencido que Alfredo Guevara fue un hombre que hizo y hace mucha falta a la cultura cubana.
…esa maña que siempre has tenido de querer rodearte de gente joven. Margarita Alarcón Perea.
Desde pequeña tuve la suerte o desgracia de conocerte. Y digo “desgracia” por algo que solo un niño puede entender, que es tener ocho años y estar sentado en una sala del ICAIC viendo un double feature de Mella y El Hombre de Maisinicú cuando uno prefería andar con los primos en el mar. Pero en fin… eso ya lo hemos hablado.
El quid es que con el paso del tiempo me fuiste conociendo y no sé cómo, de qué manera viste algo que te llevó un buen día a llamarme —a través de Mimí [Noemí Fonseca] claro está— para pedirme que me presentara en la oficina. Y así hice. Te confieso ahora que en aquella primera ocasión temí que era para regañarme por ver demasiadas películas durante el festival, o por no ver las suficientes.
El caso es que fui y me sorprendí: querías que estuviera a tu lado todos los días desde que comenzara ese Festival y hasta que clausurara. Venían muchos gringos y sobre todo prensa, te habían pedido entrevistas y no querías depender de otra voz que no fuera la mía a tu oído y al del interlocutor. Yo trabajaba en los Estudios Abdala para entonces y cuando llegó tu carta solicitando mi presencia partí rauda y veloz a tu vera.
La gran ventaja de pasar esos diez días al año contigo, nunca te lo había dicho, y contrario a lo que debes pensar, no era el cheesecake extraordinario ni poder conocer a todas esas estrellas de cine y del glamour del momento, era estar a tu lado y poder absorber todo lo que brindas, que es tanto.
Porque fíjate Alfredo, no es solo tu intelecto y capacidad de análisis y de visión, es tu forma de dirigirte a los jóvenes, esa maña que siempre has tenido de querer rodearte de gente joven, no tanto para dictarles, como para aprender de ellos y al hacer eso, saber que decirles exactamente para que hagan lo que deben y sería mejor. ¡Era pasarme días con Ariel Wood, con Darsi Fernández, Camilo Pérez Casal y Julio César Guanche, coincidir con X Alfonso porque de repente lo convidabas por algo que habías visto y pensabas podía funcionar! ¡Qué manía de tener esa cabeza trabajando a tiempo completo las 24 horas del día!
¡Dónde me iba a topar yo con Victoria Ryan Lobo llevando un libro más grande que ella bajo el brazo apenada por no querer interrumpir o servirte de puente con Frank McCourt cuando segundos antes me dices “este es el autor de las Cenizas de Angela, debes leértelo…” y claro que me lo leí, ¡lo tengo en el librero!
Recuerdo momentos donde desesperado por errores cometidos o meteduras de pata cuasi fatales, y a pesar de estar cabrón, no lo manifestabas y siempre estabas listo para aceptar una disculpa o incluso tirar una toalla antes de tiempo. A tu lado y por ti hice grandes amistades que se volvieron manos derechas y confidentes eternos, hermanos, ángeles guardianes y apoyo total.
Fueron años verdaderamente divertidos, y se fueron convirtiendo en los diez mejores días de cada año. Gracias a ti conocí a trozos enteros de historia de Cuba en forma de seres humanos, humanizados al poder verlos a través de tu luz; me llevaste de la mano para ver mejores aristas de la historia de la Revolución cubana y de muchos de sus protagonistas que nunca olvidaré y que no te preocupes, no divulgaré, al menos no, así como así.
Me vas a tener que perdonar, pero ni Max ni yo vamos más a los festivales, no podemos, ya no nos da tiempo, ni ganas, al menos hasta que no regreses,
Y mi amor.
…Más allá de simpatías; no todos lo entendimos, pero nos unifica el respeto y la admiración. Elvira Rosell
Entré a trabajar en el ICAIC bajo el “gobierno” de Alfredo Guevara. Años después, empecé a trabajar en el Festival también durante su mandato y con personas formadas bajo su visión. En ambos casos me alegra mucho que así haya sido. Nunca fui de sus trabajadoras más cercanas, pero reconozco que en mi formación, mi interés por superarme dentro de la institución y en lo intelectual personal, mucho tuvo que ver con el ambiente creativo y de superación que se respiraba en cualquier dependencia que perteneciera al ICAIC.
Éramos élite, sí, (ahora lo veo así) porque detestaba la mediocridad, no importaba si eras el cocinero, tenías que ser buen cocinero, debías superarte a ti mismo. Mas allá de simpatías; no todos lo entendimos. Creo que los sentimientos que nos unifican como trabajadores con Alfredo Guevara es el de respeto y admiración.
Notas:
1 La frase aquí aludida, que tiene como autor a Ambrosio Fornet es “quinquenio gris” (1971-1976). Se ha mantenido la expresión de la autora de llamarlo “decenio”.
2 Este texto fue escrito por su autora en francés. Raúl Roa Kourí lo tradujo tan generosa, como rápidamente.
3 Alfredo Guevara en Hoy, 21 de diciembre de 1963.
4 Es un término proveniente de la ciencia ficción. Entrelaza de alguna manera lo teórico y lo práctico. El nexialista posee un fuerte componente humanista. Isaac Asimov lo trabaja en textos como “Engañabobos” y “Profesión”. Otra acepción del término puede definirse como “ciencia ficticia cuya misión es la de evitar que la continua especialización de los científicos provoque que no se entiendan entre sí”. También se refiere a pensamiento amplio e integrador (Nota de Esteban Insausti)
5 Conversación de Raúl Garcés con Julio César Guanche en diciembre de 2018, que el primero ha autorizado a reproducir ahora para este dossier.