Nuestra democracia está aquejada de muchos males. Uno de los más graves es la judicialización de la política. Wendy Brown en el artículo Ahora todos somos demócratas, habla de desdemocratización en la política actual, y una de las causas es que cada vez más se judicializan asuntos políticos, y que además los jueces emiten sentencias en un lenguaje complejo e incomprensible para la mayoría de los ciudadanos. Si fuera más asequible para le gente común, perderían parte de su prestigio. A su vez, los tribunales han pasado de decir qué es lo que está prohibido a decir lo que ha de hacerse; han pasado de ejercer una función limitativa a otra legislativa, usurpando tareas propias de la política democrática. Si vivir sometidos a la primacía del derecho es un pilar importante de la mayor parte de las formas de democracia, el gobierno de los tribunales equivale a una subversión de la democracia. Estas palabras de Wendy Brown son totalmente aplicables a la España de hoy. Los autos de García Castellón son muy claros, al inmiscuirse en la labor legislativa. No creo sean necesarias más explicaciones. Todos lo estamos constatando. Se legisla en el Congreso de los Diputados en función de sus autos. El protagonismo de los jueces enorme y continuo ya lo avisaba Dalmo de Abreu Dallari en 2006 al afirmar que nuestro siglo XXI sería el del poder judicial: el XIX había sido el del parlamentarismo por su novedad y su papel como productor de derecho, el siglo XX, el de las dictaduras había sido el del poder ejecutivo. Ahora, según este jurista brasileño, le ha llegado el turno de estudiar y comprender la justicia. Y lo estamos constatando en nuestra querida España.
Resultan muy pertinentes las reflexiones sobre el tema de la justicia de Alfons Aragoneses, profesor de historia del derecho en la Universidad Pública Pompeu Fabra de Barcelona, en su artículo espléndido La justicia española ante el espejo de su historia, que reflejaré a continuación. “Los jueces son tan solo la boca que pronuncia las palabras de la ley”. Esta frase del Barón de Montesquieu, tan citada y tan usada, se ha convertido en lugar común para juristas, políticos y periodistas. Se trata sin duda uno de los eslóganes más potentes de la contemporaneidad. Si esta máxima fue obviada, matizada o disfrazada durante la larga construcción del estado liberal, sin duda fue creída, defendida y hasta transformada en dogma por la doctrina jurídica y política. Todavía hoy muchos juristas creen en la neutralidad de los jueces y, por ello, se desentienden del estudio de la cultura, el origen social, la formación y la ideología de los ciudadanos que ejercen la función jurisdiccional. Son muy pertinentes las palabras sobre Montesquieu de Josep Fontana en el Prólogo del libro Jueces, pero parciales. La pervivencia del franquismo en el poder judicial de Carlos Jiménez Villarejo y Antonio Doñate Martín:
“Siempre me ha fascinado Montesquieu, ese miembro de la pequeña aristocracia francesa, cosechero de vinos de Burdeos, que vivía en una sociedad sometida al absolutismo, pero tenía conciencia de que el mundo estaba evolucionando, de modo que dirigía su mirada hacia el futuro, tratando de adivinar los rasgos de una nueva sociedad que todavía no se sabía cuándo y cómo iba a aparecer en Francia. En principio su modelo era el de la Inglaterra «constitucional» de su tiempo, con una monarquía limitada y el poder legislativo repartido entre un cuerpo nobiliario hereditario y otro popular elegido.
Menciono estos hechos, e insisto en recordar la fecha de 1748 en que se publicó De l’esprit des lois, para que reduzcamos a sus justos límites el significado «teórico» de sus observaciones sobre la separación de los tres poderes, y muy en concreto en lo que se refiere al judicial, del que opinaba que debía permanecer separado del legislativo (de otro modo el juez se convertiría en legislador) y del ejecutivo (puesto que, si no, sería «opresor»). Conviene además tomar en cuenta que estas observaciones, poco desarrolladas en el texto, aparecen en las páginas dedicadas a la «Constitución de Inglaterra» (esprit des lois, XI, 6).
El problema, respecto de este planteamiento, es que no dejó definido cómo podía organizarse un sistema que preservase la independencia del poder judicial, como lo demuestra que esta siga sin estar garantizada en los marcos políticos en que vivimos en la actualidad, en los que el juez puede participar con su actividad del poder legislativo (por su capacidad de interpretar la ley que aplica), y del ejecutivo (al sentenciar), lo que efectivamente le convierte en más de una ocasión en «opresor», como había anticipado Montesquieu”.
Es decir: Montesquieu reconocía que los jueces eran personas, con filias y fobias, les pedía dejarlas de lado para ser neutrales, pero no explicaba cómo hacerlo o cómo garantizarlo. La fe en la supuesta neutralidad de los jueces ha escondido su enorme poder y la relevancia de su bagaje vital, cultural y político. Hoy abundan los estudios de politólogos, historiadores, sociólogos y juristas sobre las personas que desempeñan tareas legislativas o ejecutivas. A nadie escapa la importancia del origen social y del estatus económico o de la ideología de alcaldes, diputados o técnicos del gobierno. Sin embargo, poco han importado a la academia las vicisitudes que pasa una persona para ser juez, cómo aprende y desarrolla sus funciones, de qué forma se controlan sus actuaciones o qué tipo de relación política se desarrolla entre estas personas y las personas que gobiernan el poder judicial. El estudio de la justicia, sobre todo el de los juristas, se ha limitado en la mayoría de casos a un análisis formalista normativista de su actividad, como si factores culturales, políticos o relativos a dinámicas internas del poder judicial no tuviesen nada que ver.
Rubén Pérez Trujillano en su artículo La gran olvidada: la justicia española de los siglos XIX y XX como problema de conocimiento histórico, nos señala que a lo largo de la historia, la justicia española ha sido percibida muchas veces como un problema político. Así que no se comprende cómo es posible que no haya sido correspondientemente tratada como un problema de conocimiento histórico. Esta carencia es muy notoria cuando se trata de la historia del siglo XX español. Un inciso Pérez Trujillano tiene una Tesis titulada Dimensión político-social de la Justicia Penal en la Segunda República (1931-1936).
Ha sido una constante histórica, como problema político la actuación de la justicia en España. Ya ocurrió en la Segunda República, como muy bien explica el mismo Pérez Trujillano en otro de sus artículos, Cuando la ll República llegó, la justicia ya estaba allí. Notas para el estudio del poder judicial en la España contemporánea, El grueso del aparato judicial se había instruido, había obtenido plaza y había ascendido bajo la monarquía. Estaba con la monarquía y con la iglesia católica y simpatizaba en exceso con la extrema derecha. Habilitación cultural y postura política hacían difícil, si no imposible, su acomodo al Estado constitucional instaurado en 1931. Para Bartolomé Clavero, había una rotunda “falta de legitimidad y capacidad de la justicia” a la llegada de la República; cuando no fallaba la actitud, faltaba la aptitud necesaria para la consolidación de un Estado constitucional”. No es un fenómeno novedoso, ya que ha acompañado al constitucionalismo español desde sus orígenes.
Veamos unos ejemplos del comportamiento de la justicia en sentido derechista durante la Segunda República, que nos muestra Pérez Trujillano en el citado artículo. Eugenio de Eizaguirre Pozzi, elevado a presidente de la Audiencia provincial de Sevilla durante el bienio conservador y al frente de la sección 1ª en la esfera criminal, fue mantenido en el cargo por la administración golpista y, es más, ascendido a presidente de la Audiencia territorial –con jurisdicción sobre las provincias de Cádiz, Córdoba, Huelva y Sevilla– por orden de la 2ª División orgánica, esto es, por decisión el general Gonzalo Queipo de Llano. Su señalamiento público como reaccionario es incuestionable. Militaba en Comunión Tradicionalista desde joven y no dudó en imponer su autoridad “pistola en mano” en algunas protestas. En abril de 1936 sufrió un atentado, posiblemente perpetrado por militantes de la Federación Anarquista Ibérica, del que salió ileso. Su presidencia fue imprescindible para poner el sistema judicial de buena parte de Andalucía al servicio de los facciosos. El magistrado Eizaguirre fue la voz de Gonzalo Queipo de Llano en la administración de justicia. No sólo se abstuvo de revisar en forma alguna la actividad criminal de los golpistas o el funcionamiento de la justicia militar, sino que contribuyó activamente al proceso de construcción militarista de la justicia en el territorio ocupado.
La actuación políticamente parcial del grueso de la administración de justicia quedó de manifiesto también cuando llegó el momento de reprimir el golpe monárquico del 10 de agosto de 1932. En general, puede decirse que aprovechó la ocasión para perseguir al enemigo revolucionario y desviar la atención del reaccionario que había protagonizado la insurrección. La judicatura arremetió contra quienes hicieron frente al segundo: contra las guardias cívicas, las milicias obreras e, incluso, contra quienes ejercieron cargos de autoridad. Dejó a salvo al gobernador civil de Sevilla y al general Ruiz Trillo, quienes habían mantenido un papel tan sospechoso, por su pasividad, ante el golpe de Sanjurjo. En contraste, instó la persecución de Félix Fernández Vega, el gobernador civil de Granada que se alió o, cuando menos, toleró la actuación de las fuerzas revolucionarias y sindicales para combatir a los golpistas en las calles de la ciudad nazarí durante aquellas circunstancias excepcionales. La experiencia represiva que sufrió Fernández Vega ilustra con precisión de reloj la politización de la justicia en sentido derechista, la sumisión voluntaria del poder judicial a los designios del gobierno radical-cedista y, a partir de 1936, el maltrato vindicativo de las fuerzas reaccionarias hacia quienes les hicieron frente durante los años democráticos.
Si pasamos a la dictadura la justicia se puso al servicio incondicional del franquismo. También es cierto que la dictadura para asegurarse la lealtad de jueces, magistrados y llevó a cabo una depuración, que explica perfectamente el artículo de Mónica LaneroLa depuración de la magistratura y el ministerio fiscal en el franquismo (1936-1944). El régimen franquista también creó un instrumento fundamental de selección por criterios ideológicos y de adoctrinamiento político posterior, la Escuela Judicial, dependiente del Ministerio de Justicia. El paso por ella durante año y medio de todos los jueces, magistrados y fiscales contribuye a explicar su conservadurismo, pues, además de las materias estrictamente jurídicas, se les impartía formación “moral” y “religiosa”. También se pretendía con dicha escuela “inculcar a los alumnos el espíritu de cuerpo y la obediencia debida a sus superiores jerárquicos”. Como señala la misma Mónica Lanero: “Sin ambages lo explicitaba en 1944 el ministro de Justicia Eduardo Aunós, al defender ante las Cortes el proyecto de ley de creación de la Escuela Judicial: «pretendemos crear una milicia de la Justicia, unida a los ideales firmes del Estado Nacional (…) siempre dispuesta a seguir (…) las consignas del Caudillo y de la España Nueva». Al paradigma clásico del juez-sacerdote, se añadía ahora el de juez-soldado, como se encargaban de recordar el Ministro de Justicia y el Presidente del Tribunal Supremo en ocasión de cada nueva apertura del año judicial.
Llegamos a la transición. Podríamos titular este momento, tomando de referencia el título del artículo de Pérez Trujillano, Cuando la democracia llegó la Justicia ya estaba allí. Sigue diciéndonos Alfons Aragoneses, en 1978 se reinstauró la democracia, por lo que se debía suponer un punto de ruptura con la vieja cultura judicial. Pero no fue así. Interesa destacar la falta absoluta de reforma institucional: no hubo ningún tipo de depuración, como en otras transiciones, ni jubilaciones masivas, ni reformas profundas en ningún ámbito del poder público. La justicia no fue ninguna excepción. Como señalaba Bonifacio de la Cuadra en 1993, «a diferencia de lo ocurrido en los otros dos poderes, la transición no buscó demócratas para que organizaran el poder judicial democrático». Cierto es que se eliminó el infame Tribunal de Orden Público (TOP), pero precisamente la forma como se disolvió ejemplifica muy bien las carencias de la transición en la judicatura. Los jueces del TOP que cesaron en sus funciones tras disolverse el organismo se reintegraron, siguiendo lo que decía la ley de disolución, en órganos jurisdiccionales «ordinarios». Lo mismo sucedió con los magistrados y jueces que habían ejercido durante el franquismo continuaron ejerciendo sus funciones cargando en la mochila con su ideología, sus prejuicios y su concepción predemocrática del derecho. El estamento judicial siguió siendo predominantemente conservador y nunca se ha denunciado públicamente su colaboración con la represión, ni el trasvase de muchos de sus miembros más conservadores –incluso de los jueces y fiscales del TOP- a organismos como el Tribunal Supremo o la Audiencia Nacional. La falta de una depuración exhaustiva se vio agravada por la endogamia del sistema judicial, sus mecanismos de socialización y reclutamiento internos, y su arraigado espíritu de cuerpo. Un sistema de estas características difícilmente iba a consentir medidas de justicia o verdad que pudieran poner en entredicho su honorabilidad, no sólo bajo la dictadura sino incluso con posterioridad, pues es conocida la tolerancia de no pocos jueces con la brutalidad de las fuerzas de orden público y la violencia de extrema derecha registrada durante la transición.
Por lo explicado hasta ahora hay todavía algunos ámbitos de lo que llamamos justicia en la que encontramos continuidades del pasado. No significa que haya jueces o magistrados de ideología franquista sino de la pervivencia de una ideología y cultura profesionales que se desarrolla sobre todo bajo el franquismo y que, desgraciadamente, sobrevive a la transición. La vieja cultura jurídica sobrevive a las reformas legislativas por el sistema de selección y formación de jueces, que permite la reproducción de la vieja cultura jurídica generación tras generación. Obviamente no ayuda lo que se ha convertido el sistema de elección de vocales del Consejo General del Poder Judicial que premia la lealtad política por encima de la competencia. Curiosamente, las propuestas que se han planteado de ambos temas han chocado con importantes escollos.
Veamos qué sucedió cuando alguien planteó la reforma del sistema de selección de jueces. Mariano Fernández Bermejo, jurista antifranquista, fiscal desde 1974, Fiscal en Jefe de Madrid desde 2003, fue nombrado Ministro de Justicia en 2007. Varias fueron sus iniciativas para modernizar la justicia, pero una destaca por encima de todas: la propuesta de reformar el sistema de selección de jueces. El Ministro planteó que parte de los nuevos jueces fuesen reclutados entre los estudiantes de derecho con mejor expediente. «La clave es pescar donde lo hacen los despachos de abogados. No sé por qué nos tenemos que dejar pisar. Hay que hacer una buena oferta y después, proponer una formación seria, en la que quienes hayan acreditado unos conocimientos se formen en la vida, los valores y la práctica», defendía. La propuesta también apuntaba a la escuela judicial y buscaba que la formación estuviese «impregnada de vida». «Que aprendan alguno de los idiomas que no son oficiales en España y conozcan las instituciones comunitarias, que pasen por las urgencias de los hospitales y vean lo que es la vida, que conozcan la fuerza social del trabajo al lado de los empresarios y de los sindicatos», insistía. Pese a negarlo, el Ministro estaba intentando revolucionar la selección y formación de jueces. Y lo estaba haciendo, además, afirmando «yo no busco la complicidad de los jueces. No me preocupa lo que digan esos sectores». Su propuesta abrió la caja de los truenos y un periodo de conflictos entre gobierno y jueces alimentados por la propuesta, la falta de medios y la actitud de un gobierno, que en palabras de muchos jueces y políticos, amenazaba la independencia judicial. El final de este episodio lo conocemos: Manuel Fernández Bermejo dimitió al conocerse que había participado con el magistrado Baltasar Garzón, quien entonces investigaba la corrupción del PP, en una cacería en Andalucía. No es difícil concluir que uno de los factores más importantes que forzaron la dimisión del Ministro fue la propuesta de modernización del sistema de formación por su potencial disruptivo de una cultura y una estructura de poder que viene reproduciéndose desde hace décadas y que beneficia no solo a una forma de entender la justicia sino a personas concretas de la alta magistratura.
Son muchas las voces que se alzan para pedir la reforma del sistema de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial. Pero de poco servirán las reformas si no se aborda el problema principal: aquello que permite la reproducción de la cultura judicial del pasado y que es el sistema de selección y formación de los jueces. Gemma Ubasart consejera de Justicia, Derechos y Memoria de la Generalitat de Cataluña, recordaba recientemente en un artículo «Justicia autista», El Mundo, 9 de noviembre de 2018:
“Podría ser ahora el momento de replantear los mecanismos de selección y de formación de jueces y fiscales. No es la única medida que puede tomarse pero sí importante. Una primera reflexión. Los expertos en sociología del derecho llevan años arrojando datos sobre quiénes son y cuál es el origen de los operadores del sistema judicial. Mientras que la clase política tiende a parecerse cada vez más a la sociedad que dice representar, no sucede así con jueces y fiscales: de clases más altas, con tendencias más conservadoras y muy mesetarios de procedencia. Cambiar esta composición tendría que ser un objetivo, sobre todo cuando las aulas de Derecho en las universidades españolas son ya muy diversas. Una segunda reflexión. Las oposiciones memorísticas decimonónicas dejan poco margen para una formación multidisciplinar y en ciencias sociales. Obligamos a los futuros jueces y fiscales a estar años encerrados entre cuatro paredes aprendiéndose, comas incluidas, leyes que ya conocen abastamente. En muchos países europeos hace años que se prioriza que, aquellos a los que les conferimos la potestad de ejecutar el poder punitivo, conozcan muy bien la sociedad y las personas a las que juzgan. Porque la desconexión autista puede infringir una herida letal en uno de los pilares fundamentales de nuestra democracia.