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Las memorias, los recuerdos y la Historia

Algunos apuntes sobre la narrativa del pasado en América Latina y el Caribe

Fuentes: Rebelión

I. Las memorias, los recuerdos y la Historia.

El escritor oriental Felisberto Hernández (Montevideo, 1902-1964) ha trabajado en varios de sus cuentos/textos/ensayos el tema de la relación existente entre el narrador, su memoria y sus recuerdos. Se preguntó, ¿la memoria es lo mismo que el recuerdo?

Una primera inquietud se relaciona con la distinción entre la memoria y el recuerdo. Según el escritor oriental el recuerdo depende de la memoria, es más, la memoria puede “disparar” en un momento ciertos recuerdos y luego seleccionar otros recuerdos sobre un mismo hecho. Escribe Feliberto Hernández: “Entre la persona que yo fui y el tipo que yo iba a ser, quedaría una cosa en común: los recuerdos. Pero los recuerdos, a medida que iban siendo de la persona que yo sería, a pesar de conservar los mismo límites visuales y parecida organización de datos, iban teniendo un alma distinta.[2]”

La memoria, sus recuerdos y, en consecuencia, los libros de memorias se encuentran atravesados por múltiples factores, independientemente de las dimensiones de análisis que son propias de este tipo de textos. ¿A que nos referimos?

En el mundo Occidental desde la antigüedad y hasta nuestros días se ha planteado que recordar, hacer memoria y hacer Historia no es la misma cosa. El historiador italiano Carlo Ginzburg (Turín, 1939), que ha trabajado distintos aspectos asociados a este problema[3], afirma que los recuerdos son individuales mientras que la memoria es colectiva. Mientras a los recuerdos se les permiten ciertas licencias (emociones y sentimientos personales) a la memoria se le reclama validez, fuentes, testigos. 

Como otros historiadores y estudiosos del tema (Paul Ricouer[4], Arnaldo Momigliano[5], Michel Foucault[6]), Ginzburg reconoce que el primero en plantear el tema y entonces, sembrar el problema, fue Platón (Atenas, Grecia, 427-347 a.C.) en dos de sus obras: Fedro (385-370 a.C.) y Teeteto  (369-347 a.C.). Platón narra un dialogo que se produjo una tarde de verano entre Sócrates y su joven amigo Fedro. La conversación comienza cuando Fedro le habla a Sócrates sobre un discurso de Lisias, el orador, sobre el tema del amor. La curiosidad de Sócrates lleva a solicitarle a Fedro mayores precisiones sobre lo dicho por Lisias y Fedro le responde: “¿Crees que yo, de todo lo que con tiempo y sosiego compuso Lisias, el más hábil de los que ahora escriben, siendo como soy profano en estas cosas me voy a contar de una manera digna de él?[7]” La conversación sigue, pero me interesa principalmente aquí observar el planteo que nos deja Platón sobre la supuesta superioridad de la escritura sobre la memoria. En otra parte de Fedro Platón utiliza un mito supuestamente egipcio para, dice Carlo Ginzburg, menospreciar la escritura. El mito es el siguiente: el dios Theuth, tras inventar las letras, dice que su invento “hará más sabios a los egipcios y más memoriosos”, ya que se ha inventado como fármaco (pharmakon) de la memoria y la sabiduría. Pero el Rey Thamus muestra su desacuerdo y afirma: “Es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde afuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos. No es, pues, un fármaco, sino un simple recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, que no es verdad. Porque habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes, y difíciles, además, de tratar porque han acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad.[8]” Platón con estos diálogos incorpora a la escritura en el problema, y por ende, a la Historia. Aristóteles (Estagira, Grecia, 384 a.C.-322 a.C.) en su obra: Del sentido y lo sensible y de la memoria y el recuerdo, se pregunta ¿Cómo alguien puede recordar algo que no está presente? Aristóteles comparaba a la memoria como, escribía: “una especie de grabado o pintura”, dice: “el estímulo que produce la impresión de una especie de semejanza de lo percibido, igual que cuando los hombres sellan algo con sus dedos sellados.[9]” Repasemos.

Una persona, por ejemplo, recuerda y decide escribir sobre esos recuerdos que le vienen desde la memoria. Platón expone que esos recuerdos al volverse escritos sufren no sólo un desplazamiento físico, del recuerdo al papel, sino que además se degradan, ya que la memoria no está exenta de ciertos omisiones u olvidos, en resumen, no es infalible. No es la memoria, como decía el dios egipcio Theuth, un fármaco contra el olvido, más bien es un paliativo, “un simple recordatorio”. Frente a estos problemas los humanos tras la creación de la escritura formaron a especialistas en el estudio y en la escritura del pasado, los historiadores. La historia, la memoria y los recuerdos forman parte de una misma familia, pero cada uno tiene características propias y cumple funciones diferentes.

Siguiendo a Platón, Aristóteles y Carlo Ginzburg, los libros de memorias estarían más cerca de la verdad, de lo real, de lo acontecido, que otros tipos de textos, como pueden ser, por ejemplo, los históricos, ya que los historiadores generalmente logran tener mayor aceptación cuando más se distancian de los hechos que narran. En este sentido algunos estudiosos de la Historia y de la Historiografía, como el historiador británico Eric Hobsbawm, afirman que la función central del historiador es: “recordar lo que otros olvidan[10]”. En cambio, un libro de memorias es un libro más cercano, no busca la distancia emocional y sentimental con lo que se narra, más bien, todo lo contrario. Por otra parte, muchos de los testimonios fueron escritos inmediatamente después de que sucedieron, a modo de diario personal, estrechando aún más la relación hecho-recuerdo/memoria.

En este punto nos interesa señalar un componente más, que separa a los y las lectores/as del presente respecto de los hechos del pasado narrados por los especialistas: los y las historiadores/as.

Aristóteles, Platón, Momigliano, Ginzburg y Hobsbawm no han sufrido el problema que ha sufrido los habitantes de nuestra América bajo la Cruz del Sur, es decir, en este lugar del planeta, en donde los narradores de la historia desde el nacimiento de la disciplina Historiográfica incumplieron con los principios, métodos, patrones, pautas y procedimientos que rigen al oficio del historiador. Estas desviaciones y trastornos en nuestro país tuvieron un particular y profundo impacto por haber sido sistemáticamente implementadas durante el periodo de masiva inmigración europea al país. El historiador, ensayista y político Jorge Abelardo Ramos (Ciudad de Buenos Aires, 1921-1994) es probablemente quien mejor resume este problema, escribe: “Los poetas de levita escribieron pausadamente, más tarde, la historia novelesca que les granjeó la fama buena para ellos y la mala fama para los otros. Esta distribución del prestigio fue una operación colosal, y ha perdurado en las escuelas por donde pasamos todos. La tradición oral de la historia no escrita se confinó en el interior patriarcal; pero los hijos de los inmigrantes aposentados en la región litoraleña aprendieron la historia argentina en los textos de la oligarquía triunfante. Los libros no podían confundir a los vástagos del criollaje, porque se trasmitía a ellos la versión tradicional de sus abuelos; pero a los argentinos descendientes de europeos, cuyos abuelos estaban en Europa, no les quedo más remedio que hundirse en la versión oficial del pasado. Así se produjo el divorcio entre la verdad y la letra, de acuerdo a una idea de [Marc] Bloch, brillantemente parafraseada por [Arturo] Jauretche.[11]”

II. La narrativa del pasado en América Latina y el Caribe. La doble exclusión de los pueblos. Génesis del problema.

Tras la emancipación, el proceso de conformación y construcción de los Estados en América será llevado a cabo por las elites letradas de las ciudades portuarias, defensoras de economías abiertas al mercado europeo. Estas elites, como señala el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro, realizarán una segunda conquista contra todos “los pueblos” (indígenas, mestizos, negros y mulatos) que, paradójicamente fueron conjuntamente con los criollos, quienes  lograron la emancipación[12].

Estas elites vencerán en las guerras civiles a todos los representantes elegidos por los “pueblos” de las provincias y regiones no hegemónicas. La victoria sobre estos sectores iniciará un proceso que llega hasta nuestros días, en donde primó la exclusión de los espacios de decisión y, luego, la negación de su pasado.

Prácticamente 300 años después del inicio de la conquista, los Estados en América Latina y el Caribe que surgieron durante el siglo XIX, se basaron en una matriz de pensamiento político y económico liberal, ilustrado o iluminista, que emergió en Europa tras la Revolución Francesa. En este sentido las elites letradas de las ciudades puerto inventaran las naciones americanas desde una matriz de pensamiento iluminista durante los siglos XIX y positivista (racista, evolucionista y eurocentrica) después.

Paradójicamente, la contemporaneidad surgida de la revolución francesa en Europa, sí reconoce el pasado histórico. Vale decir,  la conformación de las nacionalidades europeas, en Francia, Alemania e Italia, redimensionan la esencia de sus “pueblos”, dedicando especial atención a su pasado, historia, cultura y tradiciones[13]. Por ello la contemporaneidad europea se asume como representativa de sus pueblos, devenidos de ahora en más en ciudadanos. Sus principios fundantes, son los declarados durante la Revolución Francesa de 1789: Libertad, Igualdad, fraternidad. Principios qué por otra parte, aunque se declararon como universales, fueron negados en otros lugares del planeta. Por ejemplo, los franceses revolucionarios niegan estos principios en América para los Revolucionarios negros de Haití. Los principios, según lo afirmaron los revolucionarios franceses, eran solo para los blancos europeos. Incluso con la victoria de los revolucionarios haitianos, son los haitianos y no los franceses los que vuelve universales a estos principios. En la constitución que sancionan en 1805 no distinguen color, raza y ni lugar de nacimiento.[14] Dice la Constitución Imperial de Haití de 1805:

“Tanto en nuestro nombre particular como en el del pueblo de Haití, que legalmente constituimos los órganos fieles y a los portavoces de su voluntad. En presencia del Ser Supremo, delante de quien son iguales los mortales, y que ha esparcido tantas especies de criaturas diferentes en la superficie del globo con el fin de manifestar su gloria y su poder en la diversidad de sus obras; en frente de la naturaleza entera, de la que nosotros hemos sido tan injustamente y después de tanto tiempo considerados como los hijos rechazados: Declaramos que el contenido de la presente Constitución es la expresión libre, espontánea e invariable de nuestros corazones y de la voluntad general de nuestros conciudadanos; la sometemos a la sanción de Su Majestad el emperador Jacques Dessalines, nuestro libertador, para recibir su rápida y entera ejecución.”

Y en el artículo 14 de la constitución declaran:

”Art. 14. Necesariamente debe cesar toda acepción de color entre los hijos de una sola y misma familia donde el Jefe del Estado es el padre; a partir de ahora los haitianos solo serán conocidos bajo la denominación genérica de negros.”[15]

Como puede observarse, los revolucionarios haitianos, no sólo reconocen el valor de la historia, sino que lo articulan con su memoria y su pasado de injusticias y traslados forzados con las causas de su revolución y posterior sanción de una constitución nacional.

En síntesis, no parten de un punto cero, como en los otros casos de América en donde se enorgullecen de saberse herederos de la tradición republicana norteamericana y francesa, más bien, todo lo contrario.

En la mayoría de los casos de América Latina y el Caribe, este reconocimiento del pasado de los pueblos, que es lo mismo que decir, el reconocimiento de quienes habitaban las tierras, no fue el mismo. Lejos de reconocer la historia de los pueblos de las Américas, lo que primo fue una matriz de pensamiento surgida en Europa. Quienes se encargaron de introducirlo y difundirlo fueron las elites letradas de las ciudades puerto, grupos que miraban al Atlántico, fundamentalmente a los principales centros urbanos de las potencias europeas. Lo cierto es que estas elites se adueñaron de los Estados, venciendo con las armas y, en algunos casos, con la ayuda de los imperialismos europeos, a los otros proyectos de Estado Nacional. Buena parte de estos “otros proyectos” no respondían al pensamiento liberal decimonónico, sino que provenían de las tradiciones arraigadas en el periodo anterior a la emancipación. Eran proyectos que tenían su basamento en varias expresiones tales como: los movimientos de emancipación indigenistas, en las experiencias de las misiones jesuíticas, en ideas surgidas de gobernadores, coroneles y generales de las ciudades del llamado “interior” o surgían de los liderazgos revolucionarios de personalidades como Simón Bolívar, José de San Martín y José Gervasio Artigas.

En Argentina, como en otros casos en el mundo, la disciplina histórica nació con el Estado, en ese sentido, como señala el historiador británico Peter Burke[16] pero también y mucho antes, nuestro Ramón Doll[17], la historiografía fue un instrumento, una herramienta de los sectores que llegaron al poder para narrar una historia afín a sus intereses. 

En este punto, deberíamos hacernos una nueva pregunta: ¿cómo se convierte lo que han narrado unos pocos en la historia de todos y todas los/as argentinos/as? En otras palabras, si uno realiza una rápida investigación, encuentra que sobre el tema de los Caudillos, por ejemplo, que  las nociones que perduraron como hegemónicas, con los matices según cada caso, hasta bien entrado el siglo XX eran deudoras de las lucubraciones de un puñado de historiadores argentinos: Bartolomé Mitre, en su Historia de Belgrano y de la independencia Argentina, 5 tomos(1857), Vicente Fidel López, Historia de la República Argentina, «su origen, su revolución y su desarrollo político hasta 1852», 10 tomos (1883-1893) , Adolfo Saldias, Historia de la Confederación Argentina (1881-1883) y Ricardo Levenne, La anarquía de 1820 en Buenos Aires desde el punto de vista institucional (1932).

En respuesta a esa pregunta encuentro dos operaciones simultaneas que accionaron para que ello suceda.

En relación a la primera operación, observo que los cuatro historiadores mencionados, aunque se podrían mencionar muchos más, no eran solamente historiadores, sino que eran “Hombres de Estado”: Presidentes, Ministros, funcionarios con cargos en distintas áreas del Estado. En consecuencia, la implementación de “sus historias” era mucho más viable, realizable, ejecutable.

Tomemos el caso de Bartolomé Mitre, quien al mismo tiempo que ejercía el cargo como Presidente (1862-1868) fundaba en 1863 el primer Colegio Nacional, en un intento por formar una elite política ilustrada[18] bajo los preceptos de una Cosmovisión -una forma de concebir “las cosas del mundo”- Liberal, eurocentrista y evolucionista, en todas las provincias de la Nación[19]. Para Mitre es fundamental que en cada capital de provincia se instale uno o varios colegios nacionales con el objeto de lograr orden y progreso. Sin duda el Estado nacional cumple con esta meta: en 1899 existen 18 colegios nacionales en todo el país, y algunas provincias contaban con varios de ellos. En síntesis, su propuesta era la de implantar en el país una dirigencia política ilustrada, que garantizaría, a sus ojos, la formación de buenos gobiernos, esto es, gobernantes que respeten las leyes de la constitución republicana y liberal. En estos colegios nacionales se impartían una serie de materias (latín, gramática, geografía, literatura y por supuesto, historia. En esta última materia los contenidos a dictar se fundaban en la historia narrada por el mismo Mitre[20].

Ahora bien, bajo esta concepción, propia de Mitre, tiene escaso valor la enseñanza técnica o industrial, puesto que los colegios nacionales preparan al individuo para todo tipo de actividades que requiera “esa sociedad”: Liberal, eurocentrista y evolucionista, pero a la vez, dependiente absolutamente de los productos industriales europeos.

Por otro lado, los relatos, como han señalado pensadores, historiadores, filósofos, teólogos, desde Platón[21] hasta Aníbal Quijano[22] y Norberto Galasso[23], tienen efectos diferentes sobre los humanos, más aún, si estos humanos no han participado de los acontecimientos que le son narrados. En otras palabras, sin la posibilidad de la transmisión por vía oral de los sucesos (de padre a hijos, de abuelos a nietos) lo escrito, lo aprendido en la escuela, colegios, universidades se convierte en el único relato de los tiempos pasados.

En el caso de Argentina, entre mediados del siglo XIX e inicios del siglo XX se producen las transformaciones sociales más profundas de su historia. Tras la victoria de Buenos Aires sobre las Provincias en la Batalla de Pavón (1861), comenzó una fase de sistemática aniquilación de los gauchos e indios, percibidos por el gobierno porteño vencedor y por la narrativa oficial, como el atraso y la amenaza para un proyecto de Nación. Al mismo tiempo, se motorizaba desde los Hombres del Estado (Presidentes, ministros, funcionarios y profesores de los colegios y universidades nacionales) el reemplazo de estas poblaciones –gauchos e indios- por inmigrantes europeos 

En definitiva, se cerraba el ciclo, ya que los inmigrantes eran hombres y mujeres que no habían participado de los tiempos pasados tampoco habían tenido la posibilidad de escuchar (la historia oral) de quienes sí participaron de las guerras por la emancipación y las guerras civiles.  

Tomemos otro ejemplo. Gabriel García Márquez (Aracatara, Colombia, 1927-2014), en su extraordinaria novela: Cien años de soledad (1967)[24], narra la llamada “masacre o matanza de las bananeras”, esta parte de la novela es más real que mágica o más mágica que real, por la tragedia de una historiografía colombiana y latinoamericana que se ha ocupado de tapar.

En diciembre de 1928 la huelga llevaba casi un mes y el ejército colombiano decidió intervenir en defensa de los intereses de la United Fruit Company norteamericana contra los legítimos reclamos de los trabajadores colombianos. La matanza dejó un número de muertos impreciso, que la historia oficial se ocupó de minimizar.

García Márquez en una entrevista para la televisión británica en 1990 comentó él mismo el acontecimiento:

Periodista- «¿Fueron tres mil, o una cantidad cercana a ese número, los obreros asesinados por el Ejército en la represión de la huelga de las bananeras, en el municipio de la Ciénaga, cerca de Santa Marta?»

Gabriel García Márquez: -«Las bananeras es tal vez el recuerdo más antiguo que tengo. Fue una leyenda, llegó a ser tan legendario que cuando yo escribí Cien años de soledad pedí que me hicieran investigaciones de cómo fue todo y con el verdadero número de muertos, porque se hablaba de una masacre, de una masacre apocalíptica. No quedó muy claro nada pero el número de muertos debió ser bastante reducido. Lo que pasa es que 3 ó 5 muertos en las circunstancias de ese país, en ese momento debió ser realmente una gran catástrofe y para mí fue un problema porque cuando me encontré que no era realmente una matanza espectacular en un libro donde todo era tan descomunal como en Cien años de soledad, donde quería llenar un ferrocarril completo de muertos, no podía ajustarme a la realidad histórica. Decir que todo aquello sucedió para 3 ó 7 muertos, o 17 muertos… no alcanzaba a llenar ni un vagón. Entonces decidí que fueran 3.000 muertos, porque era más o menos lo que entraba dentro de las proporciones del libro que estaba escribiendo. Es decir, la leyenda llegó a quedar ya establecida como historia”.

Y ahora les comparto el fragmento de la novela (que por otra parte es uno de las partes del libro que más me impacto):

«Así vivió José Arcadio Segundo Buendía la histórica represión:

La huelga grande estalló. Los cultivos se quedaron a medias, la fruta se pasó en las cepas y los trenes de ciento veinte vagones se pararon en los ramales. Los obreros ociosos desbordaron los pueblos. La calle de los Turcos reverberó en un sábado de muchos días, y en el salón de billares del Hotel de Jacob hubo que establecer turnos de veinticuatro horas. Allí estaba José Arcadio Segundo, el día en que se anunció que el ejército había sido encargado de restablecer el orden público. Aunque no era hombre de presagios, la noticia fue para él como un anuncio de la muerte, que había esperado desde la mañana distante en que el coronel Gerineldo Márquez le permitió ver un fusilamiento. (…)

La ley marcial facultaba al ejército para asumir funciones de árbitro de la controversia, pero no se hizo ninguna tentativa de conciliación. Tan pronto como se exhibieron en Macondo, los soldados pusieron a un lado los fusiles, cortaron y embarcaron el banano y movilizaron los trenes. Los trabajadores, que hasta entonces se habían conformado con esperar, se echaron al monte sin más armas que sus machetes de labor, y empezaron a sabotear el sabotaje. Incendiaron fincas y comisariatos, destruyeron los rieles para impedir el tránsito de los trenes que empezaban a abrirse paso con fuego de ametralladoras, y cortaron los alambres del telégrafo y el teléfono. Las acequias se tiñeron de sangre. (…)

Leído el decreto, en medio de una ensordecedora rechifla de protesta, un capitán sustituyó al teniente en el techo de la estación, y con la bocina de gramófono hizo señas de que quería hablar. La muchedumbre volvió a guardar silencio.

-Señoras y señores -dijo el capitán con una voz baja, lenta, un poco cansada-, tienen cinco minutos para retirarse.

La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que anunció el principio del plazo. Nadie se movió.

-Han pasado cinco minutos -dijo el capitán en el mismo tono-. Un minuto más y se hará fuego.

José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó al niño de los hombros y se lo entregó a la mujer. «Estos cabrones son capaces de disparar», murmuró ella. José Arcadio Segundo no tuvo tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco con un grito a las palabras de la mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que tenía enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.

-¡Cabrones! -gritó-. Les regalamos el minuto que falta.

Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea. De pronto, a un lado de la estación, un grito de muerte desgarró el encantamiento: «Aaaay, mi madre.» Una fuerza sísmica, un aliento volcánico, un rugido de cataclismo, estallaron en el centro de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas tuvo tiempo de levantar al niño, mientras la madre con el otro era absorbida por la muchedumbre centrifugada por el pánico.

Muchos años después, el niño había de contar todavía, a pesar de que los vecinos seguían creyéndolo un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su cabeza, y se dejó arrastrar, casi en el aire, como flotando en el terror de la muchedumbre, hacia una calle adyacente. La posición privilegiada del niño le permitió ver que en ese momento la masa desbocada empezaba a llegar a la esquina y la fila de ametralladoras abrió fuego. Varias voces gritaron al mismo tiempo:

-¡Tírense al suelo! ¡Tírense al suelo!

Ya los de las primeras líneas lo habían hecho, barridos por las ráfagas de metralla. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla. El niño vio una mujer arrodillada, con los brazos en cruz, en un espacio limpio, misteriosamente vedado a la estampida. Allí lo puso José Arcadio Segundo, en el instante de derrumbarse con la cara bañada en sangre, antes de que el tropel colosal arrasara con el espacio vacío, con la mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de sequía, y con el puto mundo donde Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos de caramelo.

Cuando José Arcadio Segundo despertó estaba boca arriba en las tinieblas. Se dio cuenta de que iba en un tren interminable y silencioso, y de que tenía el cabello apelmazado por la sangre seca y le dolían todos los huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto a dormir muchas horas, a salvo del terror y el horror, se acomodó del lado que menos le dolía, y sólo entonces descubrió que estaba acostado sobre los muertos. No había un espacio libre en el vagón, salvo el corredor central. Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo. Solamente reconoció a una mujer que vendía refrescos en la plaza y al coronel Gavilán, que todavía llevaba enrollado en la mano el cinturón con la hebilla de plata moreliana con que trató de abrirse camino a través del pánico. Cuando llegó al primer vagón dio un salto en la oscuridad, y se quedó tendido en la zanja hasta que el tren acabó de pasar. Era el más largo que había visto nunca, con casi doscientos vagones de carga, y una locomotora en cada extremo y una tercera en el centro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima de los vagones se veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas.

Después de medianoche se precipitó un aguacero torrencial. José Arcadio Segundo ignoraba dónde había saltado, pero sabía que caminando en sentido contrario al del tren llegaría a Macondo. Al cabo de más de tres horas de marcha, empapado hasta los huesos, con un dolor de cabeza terrible, divisó las primeras casas a la luz del amanecer. Atraído por el olor del café, entró en una cocina donde una mujer con un niño en brazos estaba inclinada sobre el fogón.

-Buenos -dijo exhausto-. Soy José Arcadio Segundo Buendía.

Pronunció el nombre completo, letra por letra, para convencerse de que estaba vivo. Hizo bien, porque la mujer había pensado que era una aparición al ver en la puerta la figura escuálida, sombría, con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la muerte. Lo conocía. Llevó una manta para que se arropara mientras se secaba la ropa en el fogón, le calenté agua para que se lavara la herida, que era sólo un desgarramiento de la piel, y le dio un pañal limpio para que se vendara la cabeza. Luego le sirvió un pocillo de café, sin azúcar, como le habían dicho que lo tomaban los Buendía, y abrió la ropa cerca del fuego. José Arcadio Segundo no habló mientras no terminó de tomar el café.

-Debían ser como tres mil -murmuró.

-¿Qué?

-Los muertos -aclaró él-. Debían ser todos los que estaban en la estación.»[25]

III.  “Hacer verdad es la mayor bondad”

El escritor y Pensador Nacional Leonardo Castellani (Reconquista, Santa Fe, 1899-1981), que escribió en tiempos oscuros y tormentosos, frente a lo que él llamo: “la confusión mental y la cretinización colectivoprogresista”, aconsejaba: “ha sido siempre el error del Nacionalismo, querer arreglar el país enseguida o a corto plazo: está demasiado embrollado para eso, hay que tener paciencia; no podemos cambiar de golpe el juego tramposo, pero podemos cada uno en su lugar hacer verdad, como dicen en Cataluña a los chicos cuando salen de casa “faz bontat”: haz bondad: dar verdad es la mayor bondad.[26]” La narrativa del pasado en nuestra región fue, como en otros lugares del mundo, un campo de batalla donde lucharon verdades contra mentiras y mitos contra realidades. El Historiador Norberto Galasso, por ejemplo, en su libro La larga lucha de los argentinos. Y cómo la cuentan las diversas corrientes historiográficas[27], habla de siete corrientes historiográficas en Argentina desde el siglo XIX hasta nuestros días: La Historia oficial o también llamada Historia liberal o Mitrista (por Bartolomé Mitre), la corriente liberal de izquierda, el revisionismo histórico rosista, el revisionismo histórico forjista, el revisionismo histórico peronista, la historia social y el revisionismo federal-provinciano, socialista o latinoamericano. Como puede observarse fácilmente, no hubo una única forma de narrar nuestra Historia, tampoco hubo un solo proyecto de Nación. Algunos, parafraseando a Castellani, “no hicieron verdad”, trastornaron los hechos del pasado para que estén acordes con sus intereses políticos y económicos. 


Facundo Di Vincenzo, Doctor en Historia, Especialista en Pensamiento Nacional y Latinoamericano, Profesor de Historia (USal, UNLa, UBA) Docente e Investigador del Centro de Estudios de Integración Latinoamericana “Manuel Ugarte” y del Instituto de Problemas Nacionales (UNLa), Columnista       de los Programas Radiales, TMalvinas Causa Central y Esquina América, Megafón FM 92.1.    Facundo Di Vincenzo   Doctor en Historia, Especialista en Pensamiento Nacional y Latinoamericano, Profesor de Historia (USal, UNLa, UBA) Docente e Investigador del Centro de Estudios de Integración Latinoamericana “Manuel Ugarte” y del Instituto de Problemas Nacionales (UNLa), Columnista       de los Programas Radiales, TMalvinas Causa Central y Esquina América, Megafón FM 92.1.

[2]Hernández, Felisberto, “El caballo perdido”, en: Cuentos reunidos, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009, p. 129. 

[3]Ginzburg, Carlo, Mitos, Emblemas e Indicios: Morfología e historia, Barcelona, Gedisa, 1994; El juez y el historiador, Barcelona, Muchnik, 1993. 

[4]Ricouer, Paul, La memoria, la Historia y el olvido, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000.

[5]Momigliano, Arnaldo, Ensayos de historiografía antigua y moderna, Fondo de Cultura Económica, México, 1993.

[6]Foucault, Michel, La gran extranjera. Para pensar la literatura, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2015. 

[7]Platón, Fedro. (Sobre el amor, la belleza y el destino del alma. Alegoría del carro alado), Madrid, Biblioteca Clásica Gredos, 2000, p. 19.

[8]Ibídem, pp. 31-34. 

[9]Aristóteles, Del sentido y lo sensible y de la memoria y el recuerdo, Madrid, Verbum, 2000, pp. 30-32.

[10]Hobsbawm, Eric, Historia del siglo XX, Buenos Aires, Crítica, 2009, p. 13.

[11]Ramos, Abelardo, “Prólogo a la 2da edición del libro”: El paso de los libres de Arturo Jauretche, Buenos Aires, Coyoacán, 1960, pp. 9-10.  

[12]Ribeiro, Darcy, Las Américas y la civilización [3 tomos], Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1969.

[13]Mosse, George, La nacionalización de las masas. Simbolismo de masas en Alemania desde las guerras napoleónicas al tercer reich, Madrid, Alianza Editorial, 2004; Rosanvallon, Pierre, El modelo político francés. La sociedad civil contra el jacobinismo de 1789 hasta nuestros días, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007.

[14]Grüner, Eduardo, “Haíti. La única Revolución de esclavos triunfante”, en Marisa Pineau (editora) Huellas y legado de la esclavitud en las Américas. Proyecto Unesco, la ruta del esclavo, Buenos Aires, Eduntref, 2012, pp. 223-229.

[15] Chávez Herrera, Nelson (compilación), Primeras Constituciones de Latinoamérica y el Caribe, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2010.  pp. 159-170.

[16] Burke, Peter, Formas de hacer historia, Alianza, Madrid, 1991.

[17] Doll, Ramón, Liberalismo en la Literatura y en la Política, Buenos Aires, Claridad, 1934.

[18] Por iluminismo o ilustración considero al movimiento espiritual, intelectual, cultural y político surgido durante las revoluciones burguesas de mediados del siglo XVIII. Este movimiento, lo comprendo como el basamento ideológico y conjunto de significados propuestos  por la burguesía europea frente a su contrario, integrado por las monarquías, el clero y la nobleza. En este sentido, si bien el iluminismo o ilustración sostuvo entre sus principios fundamentales, la conciencia basada en la razón, la confianza en el pensamiento del hombre, la libertad, dignidad, autonomía, y emancipación y felicidad del hombre, en realidad, aunque se proclamaban todos estas como universales, sólo buscaban ser expresiones para los sectores burgueses de la europa central. Para los demás países, estos principios no sólo fueron negados sino que, en aquellos lugares en donde existían, las mismas burguesías imperialistas europeas se ocuparon de eliminarlos

[19] En 1863 dependían de las autoridades nacionales sólo dos colegios de segunda enseñanza: el de Monserrat en Córdoba y el del Uruguay, que pasó a depender de la jurisdicción nacional cuando se federalizó la provincia de Entre Ríos. Los objetivos y planes de estudio de ambos colegios respondían a los criterios dominantes: enseñanza prioritaria para el ingreso a la Universidad y régimen de internado. En 1863 se crea el colegio nacional Buenos Aires, en 1864, en Catamarca, Salta, Tucumán, San Juan y Mendoza, y en 1869, en Santiago del Estero, San Luis, Corrientes y La Rioja. Martínez Paz, Fernando, “Enseñanza primaria, secundaria y universitaria (1862-1914)”, en: Nueva Historia de la Nación Argentina. La configuración de la república independiente (1810-1914), t. 6, Buenos Aires, Planeta, 1997, p.284.

[20] Herrero, Alejandro, “Una aproximación a la historia de la educación argentina entre 1862 y 1930, en los niveles primario y secundario”en: Toribio, Daniel (compilador), La universidad en la Argentina. Miradas sobre su evolución y perspectivas, Remedios de Escalada, Edunla, 2010, pp. 37-91.

[21] Platón, La Republica [380 a.c.], CEPC, Madrid, 1997. 

[22] Quijano, Aníbal, Modernidad, identidad y utopía en América Latina, Lima, Sociedad y Política Ediciones, 1988.

[23] Galasso, Norberto, La larga lucha de los argentinos. Y como la cuentan las diversas corrientes historiográficas, Bueno Aires, Ediciones del Pensamiento Nacional, 2012.

[24]García Márquez, Gabriel, Cien Años de Soledad, Buenos Aires, Sudamericana, 1967.

[25]García Márquez, Gabriel, Cien Años de Soledad, Buenos Aires, Sudamericana, 1967, pp. 360-368.

[26]Castellani, Leonardo, Esencia del Liberalismo, Buenos Aires, Dictio, 1976, p. 133.

[27]Galasso, Norberto, La larga lucha de los argentinos. Y cómo la cuentan las diversas corrientes historiográficas, Buenos Aires, Ediciones del Pensamiento Nacional, 2012. 

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