Se ha dicho y repetido, y es verdad, que el atentado del martes representa un giro muy importante en la estrategia que ETA ha venido haciendo suya durante años. Desde 2003 hasta anteayer, salvando la pausa de la tregua, ha puesto bombas, y es obvio que toda bomba que estalla puede matar (la T-4 lo […]
Se ha dicho y repetido, y es verdad, que el atentado del martes representa un giro muy importante en la estrategia que ETA ha venido haciendo suya durante años. Desde 2003 hasta anteayer, salvando la pausa de la tregua, ha puesto bombas, y es obvio que toda bomba que estalla puede matar (la T-4 lo demostró del peor modo), pero ésta es la primera vez desde el 30 de mayo de 2003, cuando asesinó a dos policías nacionales en Sangüesa, que coloca una bomba con la voluntad específica de causar víctimas mortales.
«Se trata de un cambio de consecuencias imprevisibles», afirman algunos comentaristas. No. Hay varias consecuencias que sí son previsibles.
Por ejemplo: es previsible que se produzca un incremento cualitativo del aislamiento social de ETA y, por ende, de los dirigentes de la izquierda abertzale que le secunden por esa nueva/vieja vía.
La explicación es sencilla. Durante decenios, la población vasca no tuvo más remedio que convivir con las muestras más extremas de violencia. Había atentados mortales cada dos por tres. La muerte formaba parte de la realidad cotidiana de Euskadi. Más de cuatro años vividos en un ambiente distinto -con frecuencia tenso, sin duda, pero sin cadáveres de por medio- han permitido a la ciudadanía hacerse una idea bastante aproximada de las ventajas de la paz.
Si ahora ETA da marcha atrás en lo que ya parecía una conquista asentada y si la dirección de Batasuna se suma a esa aventura, ambas sufrirán una muy superior reacción de rechazo colectivo, que abarcará a una parte de su tradicional base social. No se olvide que muchos aceptaron participar en las listas de ANV y muchos más las votaron porque les dijeron que se trataba de apoyar el proceso de paz. No la vuelta a la guerra.
[Aparecido en Público el 11/X/07 en la sección El dedo en la llaga]
Coda
Lo veía y no me lo creía: Mariano Rajoy, en pose de Jefe de Estado, echando una arenga sobre «el orgullo de ser español» y sobre lo identificados que estamos «todos» con la bandera del Reino, animando a cada cual a hacer el 12 «algún gesto» de amor a la Patria en donde sea, «en su casa, por la calle, con los amigos…». ¡Vágame el cielo! Pero, si tan identificados estamos «todos» con la bandera bicolor y tanto vibramos «todos» con la unidad de España, ¿qué necesidad hay de poner tanto énfasis en la defensa de lo que nadie ataca?
La torpeza es mía, que no me doy cuenta de que, en el problemático subconsciente de Rajoy, no todos somos «todos». El «todos» de Rajoy incluye sólo a quienes él más de una vez ha llamado «españoles de bien» (o «bien nacidos», alternativamente). A los otros, es decir, a aquellos que no sienten ganas de entregar hasta la última sangre por la bandera del Estado, o que no acaban de captar el emocionante encanto político-musical de la Marcha Real, o que no se sienten poseídos por el deseo incontenible de gritar a los cuatro vientos que Navarra es como el Guggenheim, como Gibraltar y como el islote de Perejil (o sea, España, en estado metafísicamente puro)… a ésos no los considera ni españoles ni nada.
Lo veía y lo oía en la televisión, convertido en portavoz de «todos», y me decía: «Esto no es verdad. Es un montaje». Y acertaba a medias. Porque es verdad, pero también es un montaje.