Después de 37 años, un juez deberá determinar la causa de muerte del presidente Salvador Allende. Si esa investigación transcurre sin inconvenientes, si las manos negras de siempre no tuercen las pruebas y se hace todo el esfuerzo por llegar a la verdad, se confirmará que el presidente murió de traición. Determinar si la bala […]
Después de 37 años, un juez deberá determinar la causa de muerte del presidente Salvador Allende. Si esa investigación transcurre sin inconvenientes, si las manos negras de siempre no tuercen las pruebas y se hace todo el esfuerzo por llegar a la verdad, se confirmará que el presidente murió de traición.
Determinar si la bala vino de allá o de acá sería un ejercicio estéril. Acorralado por el ejército, bombardeado por la Fuerza Aérea, con su escolta de Carabineros abandonando el palacio y resistiendo sólo con un grupo de valientes, saber si él apretó el gatillo o una bala perdida le voló la cabeza corresponde a un detalle insignificante.
Allende murió sintiendo que muchos le daban la espalda. En primer lugar, aquellos militares traidores en los que creyó, pero cuyo comportamiento no fue ajeno a la larga historia de matanzas que avergüenza su pasado. Aún hoy muchos de ellos se esconden en la amnesia, los apodos, y en la bruma que deja en la memoria el tiempo que ha pasado.
Grande debió ser la amargura de Salvador Allende en su hora postrera al constatar la traición de la que era objeto y verse rodeado sólo por un grupo heroico que combatía a su lado. De esas huestes que alguna vez marchaban por las calles lanzando consignas y gritos de combate, tampoco supo. Muchos corrían a las embajadas, abandonando sus esmirriadas armas en los callejones. Los pocos que se atrevieron a combatir, acosados, infiltrados, sin nadie que los siguiera, fueron diezmados sin piedad por los criminales que usurparon el poder.
Aún no se le ha hecho justicia a esos tres años audaces, irreverentes, angustiosos, vividos con un vértigo que a veces se parecía al miedo y otras, a una genuina, esquiva y extraña posibilidad de felicidad para la gente humilde. Los tres años de la Unidad Popular hicieron mella en todos los chilenos. Entre los poderosos inoculó la pavura de sospecharse perdiendo sus eternas y extremas riquezas. Entre los pobres inauguró, como nunca antes, la certeza de una historia distinta a la vivida por los siglos de los siglos. Más que un cúmulo de logros trascendentes, errores inexcusables y posibilidades truncas, los tres años de la Unidad Popular fueron un mal ejemplo que debía ser avasallado.
Y qué mejor arma que la traición.
Generales, rastreros unos, cobardes otros, apuntaron sus armas contra aquellos que parecían sublevarse a un estado de cosas que parecía un sino inmutable, pero que en aquellos días alimentaban una esperanza nunca vista.
Salvador Allende fue víctima de la traición y sigue siéndolo como si una muerte no bastara, ni bastara para sus asesinos, cómplices y encubridores todo el tiempo que ha pasado sin que sus huellas hayan podido esconderse.
El imperio hizo su trabajo, cuyos primeros efectos culminaron con la muerte de Allende. En adelante sólo quedó insistir en asesinar su ejemplo cuantas veces osara aparecer.
Durante los veinte años posteriores al dictador, el nombre de Allende fue dicho con hastío por unos, con temor por otros y sólo con respeto cariñoso por la gente humilde. Y como si las estatuas bastaran para perpetuar el legado de un hombre, las levantaron frías, a salvo del verbo acusador del presidente.
Durante estos años vergonzosos se prodigaron honores que sonaban a cosa burocrática. Se escondieron los despojos del presidente, como si se tratara de restos poco ejemplares para una chusma poco letrada y mal informada. El paso veloz de su funeral confirma que la traición es capaz de superar los años y adoptar formas que parecen decentes, pero que en el fondo, no lo son.
Porque Salvador Allende dejó para la historia un ejemplo que jamás podrán emular los cobardes. El ejemplo del presidente Allende expone ante el mundo lo que hace de verdad un hombre que ha empeñado su palabra como un bien inmarcesible, y no como un cálculo miserable e indigno.
El presidente Allende y la Unidad Popular fueron víctimas de la mano criminal de Estados Unidos, que digitó en nuestro territorio a sus súbditos como en tantas oportunidades en América Latina para impedir un ejemplo peligroso.
Salvador Allende fue traicionado por aquellos cuyo baldón indigno perseguirá a sus descendientes por la eternidad, pero también lo fue y sigue siéndolo por quienes, diciéndose sus camaradas, no fueron capaces de reivindicar sus ideas y hoy se confunden con los que ayer eran sus enemigos. Los presidentes que sucedieron a Salvador Allende son inmerecidos herederos de un hombre de honor.
El presidente Allende murió de traición, no importa de donde haya venido la bala que le voló la cabeza pero que dejó intacto su pensamiento. La gente humilde aún recuerda que hablaba de un mundo mejor, que no se parecía a éste.
(Publicado en «Punto Final», edición Nº 728, 4 de marzo, 2011)
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