Salvador Allende nació el 26 de junio de 1908, hace 112 años. Pero los años no pasan, está vivo en el alma del pueblo que lo considera uno de sus héroes. Sus críticos lo llamaban “El Pije” porque era muy cuidadoso en el vestir. Eso gustaba a las mujeres y a Allende le gustaban las mujeres. Siempre fue valiente, no solo el 11 de septiembre en La Moneda. En 1952 se batió a duelo con el senador Raúl Rettig. Dispararon a matarse una fría madrugada de agosto. Para el público el motivo fue lavar injurias, para los íntimos fue un lío de faldas.
Sus familiares y amigos lo llamaban “El Chicho”. Luchó toda su vida para ser Presidente de la República. Candidato cuatro veces. La primera en 1952 obtuvo 5,4% de los votos, la nada misma. No se rindió. El mismo acuñó el chiste de la la lápida de su tumba: “Aquí yace el Dr. Salvador Allende, futuro Presidente de Chile”.
Tenía un olfato político extraordinario. En su tercer intento, 1964, todo parecía indicar que triunfaría. A media mañana, en las puertas de un recinto electoral, nos dijo al Negro Jorquera y a mí -eufóricos por el ambiente de victoria que se respiraba-: “No, cabros, vamos a perder otra vez…” Y así fue. Aunque Allende logró 38,92%, lo aventajó el demócrata cristiano Eduardo Frei Montalva, cabalgando una campaña del terror que le costó (a la CIA) seis millones de dólares.
La tenacidad de Allende era admirable. En 1964 lo acompañé -como redactor político de “El Siglo” – en la elección complementaria de un diputado en Curicó. Detrás de cada candidato estaban Allende, Frei y el radical Julio Durán, apoyado por la derecha. A diario había mítines en pueblo y caseríos de la provincia. En las mañanas Allende salía a recorrer los campos en su vehículo provisto de un altavoz. Donde veía un grupo de campesinos labrando la tierra se detenía y dirigía a ellos: “Compañeros, buenos días, les habla el doctor Salvador Allende….”. Y seguía un breve discurso en tono coloquial sobre reforma agraria, la nacionalización del cobre y otros cambios que necesitaba Chile. La semilla política quedaba sembrada.
La elección complementaria la ganó el candidato socialista. Pero eso motivó que la derecha se volcara a favor de Frei. Corrían ríos de dinero y toneladas de mentiras.
Pero Allende no levantó bandera blanca. Representaba una Izquierda vigorosa con un programa socialista acorde a la realidad del Chile de entonces. Un “socialismo con sabor a empanadas y vino tinto”. La piedra angular: la nacionalización del cobre. En el plano regional la Revolución Cubana iluminaba nuevas esperanzas. En septiembre de 1970 Allende recibió el 36,6% de los votos. La decisión quedó en manos del Congreso Pleno y se tejió una conspiración que permitiría la reelección de Frei después de un gobierno express de Jorge Alessandri. La CIA armó un comando terrorista que en octubre asesinó al comandante en jefe del Ejército, René Schneider. Allende firmó entonces un pacto de garantías democráticas para obtener los votos de la DC. Una camisa de fuerza que luego serviría a la oposición para una sucesión de acusaciones constitucionales contra ministros, intendentes y el propio Presidente Allende, que dio cobertura al golpe de 1973.
Al grupo de amigos de suma confianza de Allende, lo llamaban la “Orden del Baño”. Entre ellos Víctor Pey, Manuel Mandujano, Jaime Faivovich y los periodistas Augusto Olivares y Carlos Jorquera. Los tres últimos mis compañeros en “Punto Final”. A veces Allende participaba en nuestras reuniones en el departamento de Faivovich en Pedro de Valdivia Norte. Allende era valiente en todos los terrenos y arriesgaba todo su capital político cuando lo veía necesario. Lo demostró en 1968: era presidente del Senado y acompañó a Tahiti a Pombo, Urbano y Benigno, los cubanos sobrevivientes de la guerrilla del Che, lo que desató una virulenta campaña en su contra.
Cuando “el doctor” se transformó en el “compañero Presidente” estuve con él en algunas ocasiones. Una vez recibí una invitación a cenar en la casa de calle Tomás Moro. También estaban su hija Beatriz (la Tati) y el novelista Jorge Edwards. Nunca supe para qué me invitó. En su novela “Persona non grata”, la imaginación de Edwards me hace aparecer como un “comisario político” encargado de dar visto bueno a su designación como ministro consejero de la embajada de Chile en La Habana. La verdad es que yo no tenía idea de su nombramiento, por cierto un error de Allende. Otra vez fue cuando estuvimos a punto de ir a una huelga en “Noticias de Ultima Hora”, diario propiedad del PS. Para evitar el escándalo político que significaría, el Presidente Allende nos llamó a la directiva del sindicato a La Moneda. Nos sacó el compromiso de llegar a un acuerdo con la empresa. Lo que no supo fue que no teníamos intención de llegar ir al paro, sólo presionábamos por un arreglo mejor. Otra vez fue en la primera Asamblea de Periodistas de Izquierda, en abril de 1971. Presidí la comisión organizadora y Felidor Contreras, era el secretario. Ambos hicimos los discursos de rigor y luego habló el Presidente. Un discurso que abarcaba las rutas probables de un periodismo libre y democrático, compañero de las luchas del pueblo. Fue una Asamblea histórica: baste decir que la delegación más numerosa era de periodistas de “El Mercurio” y que las deliberaciones las presidió Eliana Cea, redactora política de “La Segunda”.
Bueno, sí, eran otros tiempos. Pero quién asegura que no volverán. Con otros nombres, nuevas ideas y otras propuestas. Pero con el coraje y lealtad al pueblo que tuvieron Salvador Allende y otros héroes de nuestra Izquierda.