Me telefoneó ayer Julio Anguita, con el que mantengo una buena amistad anclada ya en los años y basada en no poca medida -tiendo a pensar- en el reconocimiento que cada uno de los dos hacemos de nuestros propios viejos errores, paralelos, aunque relativamente distantes. Había leído Julio mi columna en El Mundo («Mientes, José […]
Me telefoneó ayer Julio Anguita, con el que mantengo una buena amistad anclada ya en los años y basada en no poca medida -tiendo a pensar- en el reconocimiento que cada uno de los dos hacemos de nuestros propios viejos errores, paralelos, aunque relativamente distantes. Había leído Julio mi columna en El Mundo («Mientes, José Luis») y quería, aparte de manifestarme su acuerdo, aportarme algunos datos complementarios. Me hizo ver que el Estado español suscribió en 1977 el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas, que en su artículo 1º sostiene: «1. Todos los pueblos tienen derecho a la autodeterminación. En virtud de este derecho, establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural. (…) 3. Los estados partes en el presente Pacto, incluso los que tienen la responsabilidad de administrar territorios no autónomos y territorios en fideicomiso , promoverán el ejercicio del derecho de autodeterminación, y respetarán ese derecho de conformidad con las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas.» (Las cursivas son de Anguita, que puso especial énfasis en ese pasaje cuando me lo leyó.)
El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de las NN.UU. entró en vigor en España el 27 de julio de 1977.
De modo que, cuando José Luis Rodríguez Zapatero afirma: «Sobre la autodeterminación me he pronunciado en muchas ocasiones. Basta decir que es un derecho que no existe bajo ningún concepto y que por tanto no está en el debate», miente, como ya señalaba yo en mi columna, pero no sólo. También manifiesta su desprecio por un Pacto Internacional de primer rango suscrito por el Estado español.
Le comenté a Anguita que ese artículo del Pacto de 1976 resulta de particular aplicación ahora mismo al Reino de Marruecos y a su actuación con respecto al pueblo saharaui. Y me respondió, con la sorna que le caracteriza: «Desde luego. Pero también en relación al Reino de España y a su actuación con respecto a los pueblos catalán y vasco».
Tengo varios amigos con los que me pasa lo mismo que con Anguita: que, por más que provengamos de horizontes distintos (¡si habré yo maldicho al PCE por la línea que hizo suya en la lucha contra el franquismo y en la Transición!), con el paso de los años hemos ido confluyendo en una visión crítica semejante, coincidente en lo esencial. Empezamos a hablarnos con sinceridad y mano a mano en 1995, después de que yo publicara en El Mundo una tribuna («Las lentejas de Julio Anguita«) que le interesó. Entre mis no escasas rarezas, una es que me fío a veces mucho menos de las ideas que las personas proclaman públicamente que de la pasta de la que me parece que están hechas. Siempre he visto en Anguita a un hombre honrado, poco ambicioso, tenaz, demócrata a carta cabal y dispuesto a ir en su pensamiento todo lo lejos que haga falta, si se le demuestra que hace falta.
Ahora ambos estamos unidos en la defensa del derecho de autodeterminación. Me honra la compañía.