La tentación de callar, por miedo a repetirnos, que no por otra cosa, es muy grande. Después de siete años, ¿qué vamos a decir que no hayamos dicho ya o hayan dicho otros, sin duda con más acierto, sobre el atropello que supuso el cierre de «Egin» y Egin Irratia? Y, sin embargo, la palabra, […]
La tentación de callar, por miedo a repetirnos, que no por otra cosa, es muy grande. Después de siete años, ¿qué vamos a decir que no hayamos dicho ya o hayan dicho otros, sin duda con más acierto, sobre el atropello que supuso el cierre de «Egin» y Egin Irratia? Y, sin embargo, la palabra, la materia prima básica con la que trabajamos en aquel periódico y aquella radio, es, a la postre, lo único que tenemos para denunciar una barbaridad que, tal y como ha quedado en evidencia ahora que se ha iniciado la vista oral del sumario 18/98, está aún lejos de haber llegado hasta sus últimas consecuencias.
Un grupo de ex trabajadores de «Egin» acudimos el martes a Madrid, al edificio especial que la Audiencia Nacional ha acon-dicionado en la Casa de Campo. Acudimos a manifestar nuestra solidaridad con los imputados y no acudimos, en contra de lo que suele decirse en estos casos, «a pedir Justicia». En primer lugar, porque digan lo que digan los cínicos, somos conscientes de que esto sólo relativamente tiene que ver con el Derecho. Fue el propio José María Aznar quien reivindicó expresamente el impulso político de este sumario cuando, desde Ankara, donde se encontraba, pronunció aquella famosa frase de «¿creían que no nos íbamos a atrever?». En segundo lugar, no acudimos a Madrid «a pedir Justicia» porque el daño causado hace siete años es irreparable, no es posible ya hacer Justicia. En todo caso, puestos a pedir algo, como mucho podríamos pedir o, mejor, podríamos aspirar a que aquella injusticia, ahora que su principal impulsor político ha dejado de ser presidente del Gobierno español y su brazo ejecutor goza de un retiro temporal de lujo en Estados Unidos, no se agudice.
Lo que vimos allí, sin embargo, nos hace temer que esa aspiración nuestra sea vana, y eso que regresamos de Madrid sin haber tenido ocasión todavía de conocer que el tribunal había decidido que los 56 acusados en el 18/98 deberán asistir a todas las sesiones de la vista oral, cuya duración estimada ronda los siete meses, con lo que ello supone de quebranto a todos los niveles.
Pero es que, además, lo que pudimos vivir en el edificio especial de la Casa de Campo fue asombroso, incluso para gentes cuya capacidad de asombro en cuestiones relacionadas con la Audiencia Nacional está ya notablemente mermada. Por la mañana, no habíamos aún terminado de sentarnos en el lugar reservado al público, cuando la juez, visiblemente enfadada, suspendió la vista para que el tribunal pudiera resolver una cuestión planteada el día anterior por la defensa precisamente por su «falta de imparcialidad», y anunció que se reanudaría la sesión «por la mañana o por la tarde». La suspensión se prolongó final- mente durante toda la mañana, así es que, de seguir así, existe el riesgo de que la vista oral no dure siete meses, sino, quizá, siete años, otros siete años. Ya por la tarde, perplejos, pudimos comprobar cómo un abogado tenía que luchar a brazo partido con la juez para que permitiese a la secretaria decir si uno de los documentos que se citaban como prueba existía realmente o no, o para que le dijese cosa que no consiguió, por cierto quién era el autor de un determinado informe. Después, la juez impidió a un imputado para el que se piden penas que superan el medio siglo de prisión, entre otras cosas porque se le acusa de integración en banda armada que explicase precisamente qué relación ha tenido con ETA. Y, a pesar de una nueva suspensión de la vista, todavía le quedó tiempo a la juez para pedir a la secretaria, sin que lo hubiese solicitado la acusación y en contra de las protestas expresas de la defensa, que leyese un docu- mento determinado. No hace falta ser un experto jurista para comprobar que hay algo allí que va mal.
Salimos de la Audiencia y, mientras esperamos el autobús que nos traerá de nuevo a Euskal Herria, nos despedimos de los imputados en el 18/98. «Es una pena que hayáis venido hasta aquí y hayáis perdido todo el día para esto», nos dice uno de ellos, como disculpándose. Y nos lo dice alguien que ha padecido cárcel y lleva siete años eco- nómica y vitalmente hipotecado por este asunto (e, insistimos, aún no sabíamos que el tribunal había decidido obligar a todos los imputados a asistir a la totalidad de la vista oral).
Y subimos al autobús rumiando esas palabras y tratando de hallar una respuesta a la pregunta que implícitamente plantean: ¿ha merecido la pena? Ya de camino a casa, con la nieve de Somosierra por testigo, la respondemos sin dudar: ha merecido la pena. Y ha merecido la pena, al menos, por dos razones. La primera es obvia: acudir a Madrid nos ha permitido expresar a los imputados del 18/98 nuestra solidaridad in situ. Nosotros no podemos hablar por ellos, así es que no sabemos qué efecto real ha tenido el gesto sobre sus ánimos. Pero sí podemos hablar por nosotros, y estamos satisfechos de haber tenido ocasión de manifestarles nuestra solidaridad en Madrid o, mejor dicho, también en Madrid. Y la segunda razón por la que ha merecido la pena es porque la visita ha resultado «pedagógica». A ver si acertamos a explicarlo. Nosotros somos conscientes de lo que es la Audiencia Nacional española y sabemos tal y como hemos indicado que lo que allí pase sólo relativamente tiene algo que ver con el Derecho. Pero una cosa es saberlo y otra constatar in situ hasta qué punto es así, y es en ese sentido en el que decimos que la visita ha merecido la pena también porque ha sido tremendamente pedagógica. Por eso animamos a los colectivos y a las personas a que se acerquen y lo comprueben como nosotros lo hemos comprado (desgraciadamente, ocasiones no van a faltar) y a que luego lo transmitan. Quien sepa hablar que hable, en una radio o en la tertulia de un café; quien sepa escribir que escriba, en un periódico o en un dazibao. No servirá para paliar la injusticia cometida, puede que ni siquiera para evitar que se agudice. Pero seguro que sentirán, como nosotros, la necesidad de utilizar la palabra, que es lo que nosotros tenemos, para denunciar que este macrosu- mario es en realidad un macroatropello.
* En representación del grupo de ex trabajadores de Egin y Egin Irratia desplazados el pasado martes a Madrid.