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70 años de un crimen

Antonio Escobar Huerta, el último general de la República Española

Fuentes: Rebelión

El General «olvidado», o el «muy católico» General son algunos de los sobrenombres con los que, muy raramente, se hace referencia a Antonio Escobar Huerta («La guerra del general Escobar» de Olaizola, premio Planeta de 1983, y «Entre la cruz y la República» de Arasa, entre las pocas obras que lo abordan), guardia civil, hombre […]

El General «olvidado», o el «muy católico» General son algunos de los sobrenombres con los que, muy raramente, se hace referencia a Antonio Escobar Huerta («La guerra del general Escobar» de Olaizola, premio Planeta de 1983, y «Entre la cruz y la República» de Arasa, entre las pocas obras que lo abordan), guardia civil, hombre de honor, defensor de la República Española y la Constitución a la que había jurado lealtad; aunque en julio de 1936, mantener la propia palabra y la lealtad a la Constitución, representase una auténtica temeridad, cuando no una condena cierta a muerte, en todos aquellos lugares en los que los golpistas se hicieron con el control.

Lo que no pasó en Barcelona precisamente porque, en el momento de mayor incertidumbre, la Benemérita mandada por Aranguren y Escobar se mantuvo leal a las instituciones democráticas decantando la situación de la Ciudad Condal del lado de la legalidad. Cuenta el anecdotario que el propio President Companys suspiró aliviado cuando, al ver aproximarse a los hombres de Escobar, armados y en formación, al edificio de la Generalitat de Cataluña, éste les ordenó saludar a la institución y continuó su marcha a la toma de los emplazamientos dónde los golpistas se habían hecho fuertes y se enfrentaban a los milicianos de Durruti. No sería ésta su única responsabilidad decisiva, encargado inmediatamente a continuación por el propio Vicente Rojo de la encarnizada defensa del sector de la Casa de Campo -vital en las horas más dramáticas de la batalla de Madrid- cuando su caida era tan previsible que hasta algún corresponsal inglés que acompañaba las columnas de los golpistas se aventuró a enviar a Londres una precipitada crónica que sería publicada al día siguiente, sobre cómo se había producido ya la entrada de falangistas y requetés en la capital… con tres años de adelanto.

Honrado, íntegro, comprometido con la defensa de la República española hasta decir basta en todo lo que se le conoce hasta la fecha, resulta difícil recoger en estas líneas el alcance de lo que a Escobar le supuso cumplir con su deber con el Gobierno legítimo: desgarrado por el dolor de ver a uno de sus propios hijos pasarse al bando de Franco, de saberlo más tarde caido en la batalla de Belchite, blanco él mismo de recelos y desconfianzas de los sectores más radicales -repudiado por sectores de la izquierda tanto como lo sería desde el primer momento de la contienda por la extrema derecha- y hasta objeto de un fallido atentado que no se ha llegado a esclarecer si fue perpetrado por quintacolumnistas infiltrados en la República. Herido en varias ocasiones, el Presidente Azaña en persona le autorizó un peregrinaje a la Virgen de Lourdes, todavía convaleciente, que fue la comidilla de la retaguardia republicana, y de las malas lenguas que decían que aprovecharía el permiso para escapar a Francia ante lo crítico de la situación. No fue así, sino que regresó para pasar asumir el mando del ejercito de Extremadura, uno de los pocos operativos que aún le quedaban a la República, emprendiendo a inicios del 39 -ya perdida la batalla del Ebro- la que sería la última ofensiva, a la desesperada, de la Segunda República Española, en el sector de Valsequillo-Peñarroya, intentando desviar, con ello, el avance principal franquista y ganar el tiempo que no se llegó a tener para organizar una segunda línea defensiva en Cataluña.

Tras la captura de Almadén y la ruptura definitiva del frente de Extremadura, caida ya Barcelona y perpetrado el autogolpe casadista en Madrid, Antonio Escobar Huerta, el último General de la República española en territorio nacional, rindió su mando ante Yagüe y sus legionarios en el antiguo casino de Ciudad Real el 26 de marzo de 1939. Leal a la República hasta el final, pudo haber escapado en una avioneta a Portugal pero decidió permanecer junto a sus hombres, convencido de no haber hecho otra cosa que cumplir con su deber de guardia civil y decidido a correr su misma suerte: el propio Franco intervino en persona para asegurarse de que fuese pertinentemente fusilado.

Y esa «España mejor», democrática, constitucional, que Escobar defendió con su vida hasta sus últimas consecuencias, aún no ha sido capaz de decir que el cargo acusatorio de «rebelión» por el que fue condenado por los «rebeldes» no tiene validez jurídica alguna; que su «Consejo de Guerra» fue una farsa predeterminada en su resultado antes de empezar, y que su ejecución, sin haber cometido crimen capital alguno, fue un simple y vil asesinato: parte del exterminio general llevado a cabo por la dictadura. Una mala ley «de la memoria» -hecha con más cálculo y miedo a los votos del que Escobar y los suyos mostraron a las balas de los sublevados cuando había que jugarse la vida defendiendo nuestra Constitución- ha dejado pasar la oportunidad de declarar la nulidad jurídica, de pleno derecho, de todo ello y de restaurar el honor de todas estas personas irrepetibles. Pero mejor no entrar en tales comparaciones entre unos y otros -la actuación de los hacedores de nuestra «olvidadiza» ley con la de los defensores de nuestra República perdida- que las comparaciones, a veces, pueden resultar demasiado odiosas.

Antonio Escobar Huerta murió crucifijo en mano y mandando su propio pelotón de ejecución, el amanecer del 8 de febrero de 1940 en los fosos del castillo de Montjuic. Ninguna calle en Ciudad Real, Barcelona o Madrid, ni tan siquiera en Ceuta -su ciudad natal-, lleva su nombre, ninguna estatua conmemorativa recuerda entre nosotros a este guardia civil que mantuvo su palabra y cumplió con su deber más allá de lo que a nadie se le puede exigir. Ninguna izquierda democrática, ninguna derecha democrática, ha entendido todavía oportuno reivindicar la memoria de este hombre de honor que mantuvo su juramento de defender nuestra Constitución a tan alto precio. Peor para ellos. Para todos nosotros en realidad.

«El hombre yace, el cielo se eleva, el aire mueve».

Rebelión ha publicado este artículo con permiso del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.