En Mayo de 1924, en plena Dictadura de Primo de Rivera, Don Manuel Azaña publicaba su «Apelación a la República» en la que afirmaba la incompatibilidad entre monarquía y democracia. En estos momentos de reivindicación de un proceso constituyente republicano, ante el «hecho sucesorio» que se nos impone como último recurso del agonizante régimen monárquico […]
En Mayo de 1924, en plena Dictadura de Primo de Rivera, Don Manuel Azaña publicaba su «Apelación a la República» en la que afirmaba la incompatibilidad entre monarquía y democracia.
En estos momentos de reivindicación de un proceso constituyente republicano, ante el «hecho sucesorio» que se nos impone como último recurso del agonizante régimen monárquico constitucional de 1978, nos parece imprescindible recordar, como hacía Azaña en aquel texto, que la República es mucho más que sustituir la forma de gobierno monárquica por la forma de gobierno republicana, salvo que nos conformemos con una República como una mera forma de Estado o de gobierno, concretamente con un conjunto de organismos burocráticos separados de la sociedad civil, en la que una vez elegidos los representantes, la ciudadanía se abstiene de cualquier actividad política. Y así, como dice nuestro amigo Joaquín Miras, «un individuo que centralice en su persona el poder ejecutivo del Estado, por el mero hecho de ser elegido es presidente de la Republica y no monarca.»
Así, la Republica no podrá ser limitada ni gravitar en torno a una reivindicación de una forma de Estado, ni simplemente a una definición jurídica, ni al cambio del titulo segundo o de otros preceptos constitucionales. Es una simplificación limitar la política a lo jurídico. Es reducir el republicanismo en tanto que movimiento radical de emancipación y de autogobierno, de democracia radical e igualdad material, a mera estructura técnica jurídica, a una organización de cosas y no a transformación de sociedades.
Por ello, hay que recordar que la forma política republicana implica el establecimiento de mecanismos e instituciones de manera que el fundamento de la democracia no quede limitado a la simple forma de democracia representativa, ni que el ejercicio de la responsabilidad política de los ciudadanos gravite únicamente en el voto, y en la delegación de poder en representantes surgidos del sufragio. Las insuficiencias de la democracia representativa han sido de hecho denunciadas por la desafección de los ciudadanos hacia una política delegada en unos pocos. Elegir a los que han de gobernar no es enteramente gobernar. Consentir, asentir y elegir no es autogobierno. Lo es participar en la formación de las decisiones, en la toma de ellas y en su ejecución. Una constitución republicana debe contemplar formas de democracia participativa, deliberativa, popular y mandatada. Al efecto deberían contemplase instituciones tales como la revocación de cargos, la brevedad y la rotación frecuente de los mandatos, la preferencia por la forma colegiada de gobierno en ejecutivos, el funcionamiento frecuente y accesible de la iniciativa popular y los referéndum, la introducción de algunas formas de mandato imperativo, la introducción del procedimiento de sorteo en la designación de algunas magistraturas públicas, las prohibiciones y limitaciones a la acumulación de cargos públicos, la rendición de cuentas después del mandato ante órganos ciudadanos independientes, la extensión de la incompatibilidad e inelegibilidad para del desempeño de funciones públicas de aquellos que estén ligados de una manera privilegiada a actividades e intereses privados, el estudio de la incompatibilidad de un grado de renta y forma de vida suntuosa y excesiva, de manifiesta desigualdad, para el desempeño cívico y virtuoso de funciones públicas.
Y hay que recordar que la libertad republicana es el deber y derecho inalienable de todos efectivamente a participar en los asuntos públicos, pero también es la ausencia de cualquier situación de dominación que haga ilusorio la igualdad y el autogobierno, tanto en lo público, en las relaciones políticas, como en lo privado, en las relaciones económicas, sociales, familiares o de género. La Republica no esta sólo en la esfera de lo estatal o de lo público. Una propuesta radicalmente y genuinamente republicana debe reivindicarse en todas las relaciones de lo colectivo donde se juega nuestro autogobierno: en toda asociación, en toda empresa, en toda casa.
Por tanto, la propuesta de un régimen republicano implica que la República debe impedir la desigualdad por cuanto entre desiguales no prevalece la justicia y el bien público sino el poder de los más fuertes. La República debe procurar con su intervención efectiva que, en ningún caso en que estén en juego relaciones entre ciudadanos, se produzca una situación cuya desigualdad, estados de necesidad y carencia desemboque en dominio y explotación de unos por otros.
El Estado republicano deberá, por consiguiente, regular e intervenir las actividades financieras, la propiedad de los medios de producción, el uso de la tierra, la energía, el uso del suelo y la vivienda, y cualquier actividad económica que generen diferencia de poder material entre ciudadanos.
Igualmente debe procurar que constitucionalmente bienes como la cultura, la educación, la sanidad y los recursos naturales no puedan ser objeto de apropiación con fines lucrativos sino que han de ser considerados como bienes comunes a los que todos deben de tener acceso. En estos ámbitos, el Estado republicano debe y acoger las iniciativas que los ciudadanos promuevan para democratizar también aquellos sectores que actualmente aún permanecen como reductos de un ancien regime al que no hubiera llegado las libertades : democracia en la empresa, en la industria, en la gestión de los asuntos exteriores, en la enseñanza, etc con el fin de que su funcionamiento no responda al lucro y beneficio de unos pocos o a la autoridad de algunos sino a lo que todos convengan democráticamente.
Por ello, el Estado republicano debe ser un Estado social y políticamente orientado por objetivos cívico democráticos, que combata activamente la corrupción, que limite los derechos de propiedad privada sobre el capital o la tierra por su función social, que mantenga y profundice la universalidad y gratuidad de los servicios públicos educativos, sanitarios, culturales, financiados mediante un sistema tributario progresivo y redistributivo, que constitucionalice mecanismos institucionales y legales que aseguren la efectividad de los derechos sociales, que mantenga un sistema de protección social y garantice el derecho a la existencia mediante un ingreso universal de ciudadanía, que fuerce soluciones cooperativas por la vía institucional, que haga pedagogía política, fomente la ética y los valores cívicos y la austeridad como norma de conducta pública.
Y hay que recordar que la fraternidad republicana no es otra cosa que la extensión a todos sin exclusión de la igualdad y la libertad, y que forma parte del pueblo soberano que acuerda su autogobierno el pueblo de los inmigrantes llegados al país cuyas circunstancias de necesidad material les ha hecho abandonar sus países de origen buscando con los ciudadanos que nacimos anteriormente en España una sociedad donde compartir vida, trabajo y libertad y manifiestan su voluntad de participar en su república. Cualquier violación de los derechos de este pueblo inmigrante será considerado como violación de los derechos de cualquier otro ciudadano sin que pueda darse discriminación alguna, violación que merece ser tratada con el mayor rigor por cuanto es una injusticia que se dirige abusivamente hacia los más débiles de entre nosotros .
Y, finalmente hay que recordar que no puede existir República si no se asienta en una ciudadanía consciente, responsable y participativa. De ahí el afán republicano por confiar en las posibilidades didácticas de la democracia para habituar a la mayor parte posible de la ciudadanía a la práctica de la participación política.
Es por ello que la democracia debe ser escuela de civismo, como aprendizaje moral y cívico. En palabras de Azaña en su Apelación a la República de hace noventa años: «Militante, nuestra democracia deberá ser docente además». No se trata solo de aprender a votar, a expresar opiniones divergentes, a tomarle las cuentas al gobierno, sino también de que participe en la enmienda permanente de la vida publica.
Por tanto, la construcción de la ciudadanía ha de venir de la praxis democrática, pero también la escuela ha de tener la función moralizadora de enseñar a elegir libremente y enseñar hábitos y sentimientos para evitar la manipulación.
En este sentido, la escuela pública, universal y laica, que respete y promueva el pluralismo ideológico y la libertad de conciencia, debe educar para conocer, o mejor para incitar conocer, para valorar y razonar. Una persona que es capaz de juzgar moral y estéticamente el mundo en el que vive es más probable que sienta la necesidad de comprometerse activamente en su mejora y a participar: en el sentido de tomar partido, ante las cuestiones públicas que consideramos importante mediante el voto, o ejerciendo su libertad de expresión o manifestación y tomar parte, en el sentido de implicarse cotidianamente en la vida democrática: para decidir, cooperar y deliberar como consumidores, como habitantes de una ciudad, como usuarios, como miembros de asociaciones, como trabajadores.
En suma, hoy más que nunca, es necesario construir, sin atajos o apresuramientos, el bloque político, social y cultural hegemónico que nos permita iniciar un proceso constituyente republicano que culmine en una República de ciudadanos libres, iguales y fraternos.
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