Una noción que recorrió las notas previas de esta serie fue la de cierta intelectualidad posdictatorial de nuestro país, autoproclamada progresista y de tendencia socialdemócrata, que señala la existencia de un presunto «antiintelectualismo cubano» como resultante de la politización de la sociedad de la isla en el segundo lustro de los años sesenta, fundamentalmente a […]
Una noción que recorrió las notas previas de esta serie fue la de cierta intelectualidad posdictatorial de nuestro país, autoproclamada progresista y de tendencia socialdemócrata, que señala la existencia de un presunto «antiintelectualismo cubano» como resultante de la politización de la sociedad de la isla en el segundo lustro de los años sesenta, fundamentalmente a partir de 1968.
Ya Omar Acha en su libro Un revisionismo histórico de izquierda rinde cuentas con este sector que hegemoniza hoy día, entre otros espacios, nuestra academia y gran parte del discurso mediático. Aquí abordaremos sucintamente la discusión en torno de este tema a modo de corolario de las entregas iniciadas en enero y como complemento de lo ya expuesto cuando analizamos el Congreso Cultural de La Habana.
Claudia Gilman en su libro Entre la pluma y el fusil titula uno de sus capítulos como: «Cuba, patria del antiintelectual latinoamericano» y plantea que en la isla se consolidó una tendencia que cada vez con mayor énfasis evaluaba la labor intelectual en términos de mérito político inmediato. Se trataría de «una posición adoptada por una fracción de los intelectuales que se autodenomina revolucionaria, como resultado de su radicalismo ideológico y del crecimiento del valor de la política y sus lógicas de eficacia e instrumentalidad». Estas palabras son repetidas aún hoy por diversos ensayistas y se entroncan con posturas como las de Beatriz Sarlo y, en menor medida, las de Oscar Terán y Silvia Sigal, quienes reiteran en diversos textos la «invasión» de la política sobre el campo cultural de la época, lo que habría generado un «desprecio» de la práctica intelectual en sí misma.
Bien lejos de esas posturas, para nosotros los intelectuales que acudieron al llamado de la revolución cubana -dentro y fuera de la isla- intentaron, por el contrario, revolucionar -también- la intelectualidad, sumarla a la vida cotidiana en todos sus aspectos. No despreciaron la labor de los intelectuales, sino que, ante nociones verdaderamente antiintelecualistas que negaban el valor del estudio y la rigurosidad del análisis, o que fomentaban la deserción escolar o el embrutecimiento social a través de múltiples mecanismos, reivindicaron a la cultura como un hecho político de primer orden, defendieron la importancia de la disputa ideológica, su necesidad imperiosa como parte integral del proceso de liberación y la construcción de una nueva hegemonía, y la empalmaron con las otras formas de lucha existentes en su contexto.
Estos pensadores pretendieron aportar al cambio social desde su función en la comunidad en la que viven y desarrollan sus actividades. No procuraron que se deje de lado la labor profesional o artística para tomar un fusil, alfabetizar -por otra parte, tarea profundamente intelectual- o repartir volantes, sino realizar esas actividades también cuando hiciera falta, sin menoscabo de las funciones específicas que en tanto intelectuales les podía caber, porque, en definitiva, ¿cuál sería el privilegio del intelectual que se dice revolucionario dentro de una sociedad en revolución, para no participar activamente de la lucha política que define el futuro del conjunto de la comunidad (incluso el suyo propio)? ¿Qué tipo de excepcionalidad presenta para ello? ¿Por qué necesariamente incluirse en esa disputa política -que en tal contexto admitía la posibilidad de la lucha armada debido a la crisis de hegemonía del poder burgués y al desarrollo de la lucha revolucionaria en el continente- generaría contaminar o desconocer su práctica particular? ¿Acaso un trabajador deja de serlo porque milita? ¿Un arquitecto defecciona en su labor si es de izquierda y lleva a la práctica su pensamiento? ¿Por qué un intelectual se convierte en antiintelectual cuando acude al llamado revolucionario? ¿Por qué ambos procesos son inevitablemente separados?
Tildar de antiintelectualistas a aquellos que dieron una batalla precisamente por una nueva cultura y una nueva intelectualidad, a los que jamás abdicaron de la experimentación artística, del desarrollo científico, del progreso técnico, a los que justamente combatieron -muchos de ellos a muerte- la falta de cultura y de alfabetización, la poca llegada del arte a los sectores obreros y campesinos y el ínfimo ingreso a las universidades de las clases populares, a los que buscaron por todo medio a su alcance superar el desgarramiento entre una elite ilustrada a la que ellos mismos pertenecían y los sectores más marginados de su propia comunidad, a los que problematizaron el rol de la literatura y ayudaron con su práctica artística a transformar la narrativa americana en los años sesenta y setenta (a través del género testimonial por ejemplo, pero también en novelas y cuentos que asumieron nuevos lenguajes y procedimientos literarios), sólo resulta concebible si se parte por reconocer el tipo de cultura en la que vivimos como la única posible, si se pone como condición de la intelectualidad su separación con toda práctica concreta, si naturalizamos la escisión entre la mano que trabaja y el cerebro que piensa y que es la consecuencia de una relación social.
De hecho, quizás sea éste uno de los logros más relevantes de la intelectualidad hegemónica actualmente, donde se unen los académicos conservadores, los «especialistas» o «profesionales», los reformistas, los progresistas y los posmodernos en busca de domesticar a los intelectuales dentro de los escuetos límites de un libro impreso o una conceptualización definida. Un intelectual es el que escribe, lee y publica. Punto. Sacarlo de esos estrechísimos márgenes -apartarlo de su «campo»- es sinónimo de negar su existencia.
Coincidimos por lo tanto con Néstor Kohan en sus análisis sobre los años sesenta en Cuba y en la Argentina cuando sostiene que la centralidad de la cultura para la política en esta etapa histórica es explícita, que la cultura no se circunscribió -y en modo alguno hubiera podido hacerlo- a un ámbito específico, sino que con sus particularidades formó parte activa de un proceso social más general. Dirá: «La política (sobre todo la revolucionaria) no es algo «externo» a la cultura (…) Es parte de la misma cultura».
Escindir ambas esferas de manera tajante impide acceder a una comprensión del proceso en cuestión y no se corresponde con las condiciones de producción de los intelectuales de los sesenta. Sobre todo si tenemos en cuenta que las transformaciones culturales que la revolución cubana produjo en el campo intelectual tradicional fueron de tal envergadura que provocaron una: «transmutación generalizada de las normas que hasta ese momento habían guiado el ejercicio de la profesión docente e intelectual, ya no se podía seguir separando más ni escindiendo las ciencias sociales y su estudio teórico de la lucha política».
El proceso cultural desandado por la isla donde nació lo real maravilloso -y no me refiero solamente a las posturas de Carpentier- fue un grito de guerra, también, en pos de esta búsqueda por construir colectivamente una nueva intelectualidad y una nueva cultura para un nuevo tipo de sociedad. Lo que los intelectuales «revolucionarios» cuestionaron no fue la labor intelectual en sí misma, sino un tipo de intelectualidad autosuficiente y ajena a su contexto. Es decir, buscaron realizar un aporte a la constitución de otra clase de intelectualidad que detentase un rol social que difiriera del hegemónico en el capitalismo. Su tratamiento en estas notas fue un intento por retomar la mejor tradición de la Cuba revolucionaria para las luchas futuras, no de manera epigonal, sino como herramientas que nos otorguen una perspectiva diferente para ayudarnos a resolver nuestros propios problemas en nuestro tiempo particular, en la realidad social en la que estamos inmersos.