Un aciago día de febrero de 1980 dieron la noticia a un chico, unos pistoleros de ultraderecha descerrajaron dos tiros en la cabeza a una chica y dejaron su cadáver tirado en la cuneta como un perro
Hace escasas fechas quien esto escribe se disponía a tomar un café en un establecimiento gijonés cuando de repente reparó en la portada de un conocido diario de ámbito estatal, con un titular que remitía a las páginas interiores. Nada más ver el nombre que figuraba en él me produjo una gran desazón. Abrí el periódico por la página indicada. La fotografía de una cara conocida tiempo atrás me llenó de angustia, pero mucho mayor fue el dolor cuando leí el correspondiente reportaje.
Verán, permítanme que les cuente una pequeña historia. Hubo un tiempo, una «larga noche de piedra» en que todo estaba prohibido, reprimido, explotado y expoliado. Cualquiera que no estuviera conforme era perseguido, molido a palos, encarcelado, en no pocas ocasiones muerto judicial o extrajudicialmente. La lucha por el pan, la libertad y una sociedad diferente estaba a la orden del día. No hace falta que les diga más, ya saben que les hablo de la dictadura franquista.
En los últimos años de la misma y los siguientes, esos que fueron llamados la Transición, un chico joven acudía todos los días a su puesto de trabajo, mientras que al mismo tiempo luchaba, como tantos hombres y mujeres, contra aquel ignominioso sistema opresor. A la hora de la comida o al finalizar la jornada otra chica de edad similar, en ocasiones sola y otras acompañada de una o dos personas más, acudía a ese lugar, como a muchos otros, para vender el periódico del partido al que pertenecía, repartir hojas de propaganda, o hablar con los obreros (¡qué palabra tan hermosa y tan relegada!) de todo lo que ocurría en el país, de la lucha y la organización que se necesitaban, de lo acertado o equivocado de la actuación de los diferentes partidos, sindicatos y movimientos sociales, del medio ambiente, de los derechos de las mujeres y de un millón de temas más que por aquel entonces tenían una dimensión de la que ahora desgraciadamente carecen, cambio éste fundamental en la historia de este país, tan magistralmente estudiado por James Petras y tan hipócritamente silenciado por Felipe González.
De tales cosas hablaban el chico, la chica y otras personas, no muchas, de similar edad, mientras tomaban una cerveza y tal vez el bocadillo en alguno de los bares del polígono industrial de Julián Camarillo, en el madrileño distrito de Ciudad Lineal. El mismo lugar en el que el chico fue detenido con otros 6 compañeros y compañeras a punta de metralleta y de cara la pared a las 6 y media de la madrugada por repartir hojas antes de comenzar su jornada laboral, octavillas que llamaban a movilizarse y secundar una huelga general por el tremendo número de muertes que entonces estaban teniendo lugar en las calles por disparos de las fuerzas policiales o la ultraderecha. Quién le iba a decir al chico que después iba a conocer a una activista que a su vez se convertiría en una de esas víctimas.
A él, como consecuencia de su compromiso sindical en CCOO, acabaron despidiéndolo de su empresa y perdió el contacto con la chica, como era lógico en una ciudad como Madrid, que cuadruplica la población total de Asturias. Sin duda más adelante se habrían vuelto a cruzar sus caminos si no fuera por los trágicos acontecimientos que vendrían poco después.
Un aciago día de febrero de 1980, otros compañeros dieron en su barrio la noticia al chico, recién escuchada por la radio: habían matado a la chica. Unos pistoleros de ultraderecha habían ido a su casa, habían conseguido secuestrarla y le habían descerrajado dos tiros en la cabeza en un descampado de las afueras de la ciudad. Dejaron su cadáver tirado en una cuneta como un perro, exactamente igual que hicieron sus predecesores de 40 años atrás. En el momento de su muerte la chica tenía 19 años y el chico 22. Ella se llamaba Yolanda González. El chico era yo.
La versión oficial decía que estos asesinos y otros como ellos eran «elementos incontrolados», y que en su torpeza y brutalidad eran incapaces de distinguir una etarra de una antigua militante de las juventudes socialistas, en aquel momento del Partido Socialista de los Trabajadores, por más señas de Deusto e hija de un obrero burgalés emigrado al País Vasco, pues su supuesta condición de etarra fue el pretexto dado para explicar su secuestro y asesinato por parte de quienes lo llevaron a cabo.
Nada más lejos de la realidad. La muerte de Yolanda no puede ser tomada aisladamente, formaba parte de una estrategia diseñada en las cloacas del Estado, sólo en una mínima parte llevada a cabo por la propia iniciativa de algunos elementos de ultraderecha. En la mayoría de los casos se trataba de actuaciones perfectamente planificadas en ciertos despachos, pues se golpeaba indistintamente a trabajadores y estudiantes, hombres y no pocas mujeres, del norte, del sur y de donde fuera. Eso sí, en muchos casos gente muy joven, como el caso de Yolanda.
Si cuando vi su rostro impreso en el periódico vinieron a mi mente todos esos recuerdos de una época de lucha por una sociedad mejor, el dolor que sentí fue indescriptible al leer, gracias a un magnífico trabajo de investigación periodística, que el autor material de su asesinato, antes llamado Emilio Hellín Moro, estaba no sólo en libertad al haber cumplido su pena (bueno, cumplido es un decir, vistas las correrías de este sujeto), sino que, oh sarcasmo, trabajaba como asesor del Ministerio del Interior, impartiendo cursos de formación para Policía Nacional, Guardia Civil y policías autónomas vasca y catalana. ¡Semejante individuo enseñando a los cuerpos policiales a hacer su trabajo!
Quería no solo contar todo esto, sino ante todo hacer un llamamiento a firmar la petición pública de que este sujeto no sólo no vuelva a desempeñar este tipo de trabajo para los cuerpos policiales, sino que se depuren las responsabilidades políticas que sean necesarias. Existe para ello una página web cuya dirección es la siguiente: https://www.change.org/es/
Ya pasaron 33 años desde entonces, pero todavía hoy puedo ver su cuerpo menudo delante de mí, su rostro tan joven, aún recuerdo cómo sonaba su voz, la energía, la ilusión y la combatividad que desprendía. Fue ella como muchos otros, desde los obreros encerrados en una iglesia alavesa a los abogados de Atocha, Mari Luz Nájera, Arturo Ruiz, Javier Verdejo y hasta cerca de 200 muertos del pueblo. Nada que ver con el relato oficial ni las pamplinas edulcoradas tipo «Cuéntame».
Ni los esfuerzos de quienes todavía estamos aquí ni aquella sangre derramada eran para esto. El contubernio existió, ya lo creo que sí, pero no de los que decía Franco. Fue el de Henry Kissinger, Willy Brandt, el aparato militar, policial, financiero y judicial del franquismo, con la inestimable colaboración de las burocracias sindicales y la izquierda de siglas, un Manuel Fraga ministro del Interior responsable del ametrallamiento de los metalúrgicos de Vitoria y al que ahora se honró como uno de los traedores de la democracia, un Santiago Carrillo que hizo tragar ruedas de molino a los trabajadores, empezando por su propio partido. No, no era para esto, para los PP recortadores y antisociales, para los PSOE cómplices, para la homofobia, la explotación, los desahucios, los bárcenas, los urdangarines, los elefantes, los osos borrachos, las Corinas y otras cortesanas. No les gusta que lo digamos, pero no fue así. No era para nada de esto.
Ojalá que como en Campanades a Morts, de Lluis Llach, los asesinos de razones y de vidas no vuelvan a tener reposo y nuestra memoria los persiga hasta el fin de los días. Un beso en el recuerdo para Yolanda y un abrazo muy fuerte para su familia.
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