«Claro que los fusilamos. ¿Qué esperaba? ¿Suponía que iba a llevar 4000 rojos conmigo mientras mi columna avanzaba contrarreloj? ¿Suponía que iba a dejarles sueltos a mi espalda y dejar que volvieran a edificar una Badajoz roja?».Declaraciones al corresponsal de guerra americano John T. Whitaker del Teniente Coronel Juan Yagüe, «Carnicero de Badajoz», todavía hoy […]
Declaraciones al corresponsal de guerra americano John T. Whitaker del Teniente Coronel Juan Yagüe, «Carnicero de Badajoz», todavía hoy «Marqués de San Leonardo de Yagüe».
Nos cuenta Jean Pictet que ya desde las «siete Obras de la verdadera Misericordia» en Egipto, se prescribía como quinta, sexta y séptima: «(…)liberar a los prisioneros, asistir a los enfermos, enterrar a los muertos».
Que ya en Persia, el emperador Ciro ordenó prestar a los caldeos heridos la misma asistencia que a sus soldados.
Y que ya en la antigua India, tanto en la «Mahabharata» como en la «ley de Manú», estaba prohibido matar al enemigo desarmado o que se rindiera, que había que enviar los heridos a sus hogares, después de haberlos curado, y que estaban prohibidas las armas arpadas o envenenadas así como las flechas incendiarias, reglamentándose la requisa de la propiedad enemiga y la cautividad, y que estaba prohibido declarar que se haría guerra sin cuartel y otros, con un paralelismo asombroso al Reglamento de La Haya de 1907 sobre las leyes y costumbres de la guerra.
De modo que, contrariamente a lo que tantas veces se afirma, con demasiada ligereza, el Derecho humanitario, las leyes de la guerra, no nacieron en modo alguno con las Naciones Unidas en 1945… demasiado tarde para la «guerra civil» española se suele apostillar además – y así se supone que cuando los golpistas emprendieron su guerra de agresión no habría habido normas de referencia y claro… -.
Es que ni siquiera se puede decir que naciera propiamente en 1919 cuando tras la Primera Guerra Mundial y la creación de la Sociedad de Naciones el tratado de Versalles operaba ya el primer reconocimiento expreso internacional del deber internacional de enjuiciar criminalmente a los responsables de crímenes de guerra (artículos 227 a 230).
De hecho se estima que el deber de respetar la vida de los prisioneros y otras normas básicas de humanidad hacia la población civil vendría a quedar definitivamente consagrado al menos desde 1785, con el que fuera el famoso tratado de paz y amistad firmado por Federico el Grande y Benjamín Franklin y que daría lugar a la consagración de distintos principios de derecho consuetudinario.
Ello mientras en otros instrumentos inmediatamente posteriores, como el Decreto de 2 de Agosto de 1793, durante la Revolución francesa, se formularían ya especificas obligaciones básicas de protección hacia población civil especialmente vulnerable a las hostilidades como «deber de humanidad»:
«Les femmes, les enfants et les vieillards seront conduits dans l’intérieur, il sera pourvu à leer subsistance, à leur sureté, avec tous les égards dus à l’ humanité» (artículo 8);
Como se puede ver, nada de dejar morir a los niños de hambre y enfermedad hacinados en los conventos-prisión, nada de arrancarles a las madres sus bebes de los brazos a golpe de culata, y tenerles todavía buscándolos 70 años después…
Y acontecimientos posteriores como la batalla de Solferino y el surgimiento del movimiento internacional de la Cruz Roja, el Código Lieber de 1863 – surgido durante la guerra civil de los Estados Unidos y posteriormente adoptadas por otros Estados europeos como Alemania en 1870 – , o la Declaración de Bruselas de 1874 no hicieron sino abundar y reforzar todo ello…reiterando y reconocido una y otra vez en tales leyes y obligaciones en caso de conflicto bélico.
De hecho – en lo que representa uno de los episodios más tempranos, y menos citado de justicia post-conflicto -, el Código Lieber daría lugar en Estados Unidos al enjuiciamiento y condena ya en 1865 de Heinrich Hartmann Wirz, responsable confederado del campo Sumter de prisioneros, en Andersonville, por los abusos criminales y trato inhumano dado a los mismos.
Sí, el lector ha leido bien un antecedente jurisprudencial de condena penal de un responsable de un campo de prisioneros ya desde 1865.
En España, en cambio, todavía hay quien se atreve a bromear en las conferencias sobre las condiciones «recreativas» y de esparcimiento de los prisioneros de guerra llevados al Valle de los Caidos víctimas de trabajos forzados que el régimen trató de encubrir al menos hasta 1958. Casi 100 años después. Según parece vamos con un siglo de retraso en justicia de criminales de guerra y de lesa humanidad, pero antes o después terminaremos poniéndonos al día.
Y conste que llegados a este punto del artículo, de este telegráfico repaso de algunos de los principales hitos del derecho humanitario y las leyes de la guerra – claramente preexistentes mucho antes de la guerra de agresión contra la población civil española – , ni tan siquiera habríamos llegado a la gran Convención de la Haya de 1899,
– esto es, 37 años antes de asesinatos, crímenes y robos de Badajoz y tantos otros lugares y de tales estremecedoras declaraciones del Coronel Yagüe con las que abro este artículo -. Ni habríamos llegado por tanto a su famosa «Cláusula Martens» contenida en el Tercer Convenio de la Primera Conferencia de Paz de La Haya sobre Leyes y Costumbres de Guerra, donde la comunidad internacional volvería a reiterar todo ello, por enésima vez, como parte de los ya denominados «intereses de la humanidad» y las «siempre crecientes exigencias de la civilización»:
«(…)Esperando, pues, que un código más completo de las leyes de la guerra pueda ser proclamado, las Altas Partes Contratantes juzgan oportuno constatar que, en los casos no comprendidos en las disposiciones reglamentarias adoptadas por ellas, las poblaciones y los beligerantes quedan bajo la protección y bajo el imperio de los principios del derecho de gentes, tales como ellos resultan de las costumbres establecidas entre naciones civilizadas, así como de las leyes de la humanidad y de las exigencias de la conciencia pública« .
«Cláusula Martens», que, no hay que olvidarlo tampoco, sería la base de los juicios de Leipzig y Estambul de 1919 junto a los tratados de Versalles y Sevrés.
Pero, ante todo, «Cláusula Martens» publicada en España en la Gaceta Oficial del Estado, de 22 de Noviembre de 1900, a rubrica de los enviados plenipotenciarios de la Reina Regente de España en representación del Rey: el Duque de Tetuán, ex Ministro de Estado, el Sr. D.W. Ramírez de Villaurrutia, su enviado extraordinario y Ministro Plenipotenciario en Bruselas y al Sr. D Arturo de Bagner, Su enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario en el Haya (Gaceta de Madrid n. 326 de jueves 22/11/1900, pág. 645).
Porque para nuestro país, por si alguien no lo sabía, la clausula Martens tenía la fuerza de un tratado internacional ratificado y publicado en el Boletín Oficial desde el año 1900, de ley interna por tanto igualmente reconocida como tal en virtud del artículo 65 de la Constitución española de 1931, cómo según el artículo 96 de la actual.
Aunque, a decir verdad, ni tan siquiera la existencia de dicha ratificación debería ser necesaria, ya que, como acaba de reiterar el Tribunal Europeo de Derechos Humanos hace tan sólo unas semanas (Caso Kononov contra Letonia), la Convención de la Haya – una de las piedras basilares del entramado jurídico humanitario internacional – era perfectamente conocida con el estallido de la Segunda Guerra Mundial y por tanto completamente vinculante para las fuerzas armadas rusas… incluso aunque Rusia jamás la firmó: Dice el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que hay exigencias tan básicas de humanidad aún en caso de conflicto bélico, tan reconocidas una y otra vez por el conjunto de la comunidad internacional, que firmado o no firmado un determinado tratado concreto como la Convención de la Haya resultan igualmente exigibles. Y dice bien. Dónde al parecer no se dice eso es en este régimen que tenemos en España, en Camboya y vaya usted a saber donde más.
Y lo más paradójico es que a algunos de los que les ha parecido tan bien que se le aplicase la Convención de la Haya, jamás firmada por Rusia, a los soldados y resistentes de la antigua URSS, no les parecería tan positivo que se aplicase lo mismo al fascismo casposo del genocida Franco en España, país que paradojas del destino sí que la había ratificado y publicado perfectamente, como cualquiera puede descargarse en el histórico del BOE.es…No, en este país nuestro la ley y la aplicación de la justicia, el valor de los tratados internacionales más solemnes ratificados por nuestras instituciones, no es exactamente igual para todos.
Pero es que después vendría el posterior Reglamento del Convenio de la Haya de 1907, según el cual «Las leyes, los derechos y los deberes de la guerra no se refieren solamente al ejército sino también a las milicias y a los Cuerpos de voluntarios (…)» (artículo 1); los prisioneros «deben ser tratados con humanidad. Todo lo que les pertenezca personalmente, exceptuando armas, caballos y papeles militares es de su propiedad» (artículo 4), se establecía que «los prisioneros de guerra serán tratados en cuanto a alimentación, alojamiento y vestuario, en el mismo pie que las tropas del Gobierno que los haya capturado» (artículo 7) o que «El honor y los derechos de la familia, la vida de los individuos y la propiedad privada (…) deben ser respetados»(artículo 46) que «la propiedad privada no puede ser confiscada» (idem). Declarándose ya, en todo caso, tajantemente prohibido «Dar muerte o herir a un enemigo que habiendo depuesto las armas o no teniendo medios para defenderse se haya rendido a discreción» (artículo 23 c), «declarar que no se dará cuartel» (artículo 23 d), «Declarar extinguidos, suspendidos o inadmisibles ante los Tribunales los derechos y acciones de los nacionales del adversario» (artículo 23 h).
Del mismo modo que se declaraba «formalmente prohibido» el pillaje según el artículo 47, o que se declaraba igualmente que «está prohibido entregar al saqueo una ciudad o localidad, aun en el caso de que haya sido tomada por asalto», según el artículo 28.
Las terrible consecuencias del incumplimiento de todos estos incumplimiento de las leyes de la guerra respecto los defensores de la República hechos prisioneros quedan a la vista por si mismas.
Y después vendría la Convención de Ginebra de 1929 sobre trato de prisioneros con su paralela Convención, del mismo año, sobre el trato humanitario debido a heridos y enfermos. Sí, me refiero aquí a esa tan traída y llevada «Convención de Ginebra» de las películas americanas sobre la Segunda Guerra Mundial, que el valiente protagonista aliado de turno siempre invocaba en vano ante el malvado oficial de las SS. Todo ello también estaba perfectamente vigente en España en 1936, o en 1934, aunque eso, todavía, no sale en ningún «film».
En resumen para no aburrir (más) al lector con tanta norma internacional: el compendio de normas y costumbres de la guerra claramente reconocibles como de obligado cumplimiento en el 36 y en el 53 resultaban incontestables. Mucho más en el 75.
Todas estas normas perfectamente conocidas y preexistentes entre la oficialidad de cualquier país europeo. Nada de aplicación retroactiva de tratados o conceptos actuales, como se trata de descalificar a los esfuerzos contra la impunidad, con los existentes por aquel entonces ya habría base suficiente. Nada de desconocimiento o lejanía de oscuros preceptos leguleyos.
Si es que Franco en persona debía ser el primero en conocer bien todo ello, como Director de la Academia Militar de Zaragoza, ya que todas estas leyes de la guerra se enseñaban a los jóvenes cadetes de toda Europa.
Y lo mismo para otros altos oficiales como Yagüe al mando de esa «Columna de la muerte» que asaltó Badajoz y tantos otros lugares. Porque al inexcusable deber de conocer y cumplir todo eso lo llamamos «lex artis» los del derecho, el deber del profesional de actuar conforme a las normas básicas reconocidas en su sector. Y se complementa con eso otro del «principio de responsabilidad por el mando», que abarca con su responsabilidad criminal tanto lo expresamente ordenado como lo no impedido de las tropas bajo el propio mando, las cosas quedan perfectamente claras.
Y por si cabía alguna duda acerca de la perfecta conciencia previa que ellos mismos tenían acerca de la abrumadora antijuridicidad de todo esto basta con dar un vistazo a alguno de los testimonios documentales rescatados por Francisco Espinosa y otros historiadores, como el informe de 28 de mayo de 1937 de Felipe Rodríguez Franco, fiscal de la Audiencia Provincial de Cádiz, en el que denunciaría ante el general Varela las instrucciones ilegales dadas por el auditor militar Francisco Bohórquez Vecina – hombre que dirigía el aparato jurídico del general Queipo de Llano – y conforme las cuales: «…todos los Milicianos rojos también, como regla general, debían ser procesados y fusilados, lo cual supone a nuestro juicio un evidente desconocimiento de la realidad del problema, ya que estos Milicianos aprehendidos por nuestras fuerzas deben ser hechos prisioneros y tratados como tales según las leyes de la Guerra …» (Francisco Espinosa, La Justicia de Queipo. Violencia selectiva y terror fascista en la II División en 1936: Sevilla, Huelva, Cádiz, Córdoba, Málaga y Badajoz, Crítica, Barcelona. Pág. 50, 2006).
De modo que no. Aquello no «fue una guerra». Aquello fue un crimen. Imprescriptible, inamnistiable. Un crimen tras otro, quiero decir. Y en su conjunto, crimen a crimen, un inmenso genocidio de todo un pueblo que todavía hoy sigue siendo negado.
Aquello no fue una guerra porque para regular la guerra, y lo que ya no era guerra sino crímenes de guerra y de otros tipos, estaban todas esas leyes de la guerra, desarrolladas a lo largo de cientos de años como acabo de apuntar, esas que eran perfectamente reconocibles entre los militares de toda Europa y que los golpistas sabían perfectamente que estaban incumpliendo en su totalidad. En su mayor parte como se sigue haciendo hoy. Que le pregunten a las familias de los cientos de soldados republicanos completamente insepultos y tirados como perros detrás de unos matorrales en las tierras altas del Ebro, dónde está la Convención de Ginebra y el deber de darles digna sepultura para todos ellos. O que le pregunten a los que sufrieron confiscaciones criminales que nuestro Estado actual continúa reconociendo como títulos jurídicos válidos y no como crímenes de guerra.
Y por ello mismo la estremecedora banalidad encubridora detrás de esas cuatro palabras – «aquello fue una guerra» – cada vez que en algún chat o foro de internet se encuentra uno a algún demócrata de esos «de toda la vida», «moderno» y «sin complejos», proclamándolo a los cuatro vientos, verdaderamente avergüenza a las piedras.
Y en un día como hoy que se cumplen los dos años de los autos de Baltasar Garzón, mucho más aún…seguimos con las mismas mentiras y la misma impunidad, galopantes, en el mismo país neo franquista, con los mismos jueces sin «neo» que valga, y buena parte de las mismas élites políticas meramente cambiadas de barniz, mientras nuestros defensores de la República y sus principios de solidaridad, libertad y progreso social, continúan esperándonos en miles de fosas.
Pero antes o después, algún día, todo esto cambiará.
Y ya no se hablará más en nuestro país, o por lo menos no desde nuestras instituciones, de los males y los «excesos», «en caliente» de una guerra: se hablará del mayor genocidio premeditado de nuestra historia, que se quiso encubrir con una guerra, como en el caso armenio. Se hablará del último genocidio negado de la Europa contemporánea, el genocidio franquista.
Y cuando se tome verdadera conciencia humana, social, económica, política y cultural de la inmensidad de todo ello, se podrán abordar, al fin, las poliédricas e inacabables aristas de la impunidad en una sociedad, la nuestra, post genocidio, aún lo suficientemente enferma y silenciada como para no ser capaz siquiera de llamar el genocidio de Franco por su nombre.
Miguel Ángel Rodríguez Arias es profesor de Derecho Penal Internacional de la Universidad de Castilla-La Mancha, autor del libro «El caso de los niños perdidos del franquismo: crimen contra la humanidad» y otros trabajos pioneros sobre desapariciones forzadas del franquismo que dieron lugar a las actuaciones de la Audiencia Nacional.
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