La imagen bellísima del hongo atómico; la prodigiosa iluminación del cielo nocturno ondulado por repentinos estallidos de fuego; las exquisitas explosiones y llamaradas en cadena que incuban los aviones desde el aire. Los misiles estadounidenses «daban más luz», según un periodista fascinado, y un piloto encarnizado sobre Bagdad podía comparar sus lanzamientos con el arte […]
La imagen bellísima del hongo atómico; la prodigiosa iluminación del cielo nocturno ondulado por repentinos estallidos de fuego; las exquisitas explosiones y llamaradas en cadena que incuban los aviones desde el aire. Los misiles estadounidenses «daban más luz», según un periodista fascinado, y un piloto encarnizado sobre Bagdad podía comparar sus lanzamientos con el arte de adornar «un árbol de navidad». Que podamos contemplar la tierra -las ciudades y los campos- desde arriba y desde fuera, como maquetas o miniaturas construidas por nuestro ojo, determina una relación natural y casi paisajística con el bombardeo. Pero si la tecnología, apareando los gestos de mirar y destruir, ha convertido el mundo en un modelo a escala -una Torre Eiffel de palillos- eso implica no sólo que podemos destruir el mundo; implica, aún más, que apetece destruirlo. En el caso de la guerra, como en el de la pornografía, la imagen industrial permite separar la visión de la acción e incluso ver ángulos o escorzos que la acción ocultaría: sin ninguna responsabilidad, sin necesidad de matar a nadie, sin correr ningún peligro, el aparato de la destrucción se ofrece independiente, limpio y bien encuadrado, en su pura dimensión artística. Sencillamente ocurre, como decía Whistler del arte, y queremos que vuelva a ocurrir, como queremos, mientras las miramos, que vuelvan a florecer las jacarandás la próxima primavera.
Leamos esta frase: «Al aumentar la luz del día, la sangre fue coagulándose sobre los uniformes y grandes llamas prorrumpieron donde un instante antes sólo había humo; las lanzaderas temblaron y los misiles se elevaron todos al mismo tiempo como si se hubieran puesto de acuerdo. Luego conté a la gente lo bello que había sido todo eso. Lo que más me impresionó fue que nadie se impresionara». Pero el texto original, ¡habla del rocío, el trébol y los crisantemos! Lo escribe una mujer japonesa que vivió en el siglo X, en el período Heian, una noble al servicio de la corte imperial que tomaba nota, con sensibilidad conmovedora, de los más insignificantes cambios en su jardín; y que, si alguna vez asomaban a su campo visual, registraba también, con rigor entomológico, la extraña forma de comer la sopa de los albañiles. Sei Shonagon admiraba el verde de los estanques entre los iris las mañanas de lluvia: «uno permanece ahí el día entero contemplando el cielo nublado. ¡Qué emocionante!». Y sabía que estas verdades («la belleza de la nieve» o «la diferencia entre el bien y el mal») no estaban hechas para las «clases bajas», naturalmente insensibles a las obras del espíritu. Por muchos motivos, la lectura de El libro de la almohada, traducido del inglés por Borges y reeditado por Alianza Editorial, me ha perturbado. Una sociedad letrada, refinadísima, suntuosamente ceremonial, complicadamente tierna, sexualmente muy libre, capaz de producir una clase ociosa que considera «emocionantes» los matices imperceptibles de un cielo nublado es sin duda una cultura, frente al siglo X occidental y frente al siglo XXI globalizado, muy superior a la nuestra. ¿Un espectáculo de indicios, rastros, gradaciones, reposos? ¿O un espectáculo -como los nuestros- de irrupciones, sobresaltos, relámpagos, vaivenes, urgencias? Una flor es lenta y un avión es rápido, pero en otro sentido la «espectacularizacion» de la naturaleza en el Japón de Sei Shonagon nos permite medir la naturalización del espectáculo bajo el capitalismo y, más ominoso, la tranquila ignominia del espectador. ¿Cuántos hombres embrutecidos para que el emperador pueda disfrutar de un cerezo? ¿Cuántas generaciones condenadas para que el televidente pueda disfrutar del árbol parpadeante del Bagdad iluminado por las bombas? ¿Cuánto mal hay que haber hecho ya, y hay que olvidar, para poder distinguir entre el bien y el mal?
Es impresionante lo poco que nos impresionan las guerras y lo mucho que nos emocionan sus luces. La nobleza a la que pertenecía Sei Shonagon aprendía al mismo tiempo a estremecerse ante un sauce y a no sentir nunca remordimientos; nosotros aprendemos a estremecernos ante la fulguración de una ciudad incendiada y a no sentir jamás escrúpulos (la incomodidad de esa «piedra en el zapato» a la que remite su etimología). La ciudad incendiada es el jardín que miramos, horas y horas, a través de la ventana.
Encadenar hombres y liberar cerezos; quemar hombres y liberar el fuego. Pero lo más inquietante es que el diario de Sei Shonagon es verdaderamente hermoso. Sus listas de cosas -presuntuosas, agradables, repugnantes, las que deben ser pequeñas y las que deben ser grandes, las que avivan la memoria, las que han perdido su poder, las que caen del cielo; su sutilísima descripción de objetos y gestos y de sus relaciones recíprocas; y su extraordinaria sensibilidad para los cambios de estación, la respiración de las hojas, los caprichos de la escarcha, las minúsculas señales de la luz sobre los árboles, son acontecimientos que, al leerlos, nos parecen importantes. En un mundo de electrodomésticos, encontramos quizás cautivador un biombo; y en un mundo de puros fogonazos, encontramos tranquilizadora la quietud de un olmo. No sé, o tal vez es que hay verdades encontradas por malos caminos a las que, en todo caso, no debemos renunciar; bellezas conquistadas de mala manera que no debemos insultar. He llegado a una edad en que me conmueven menos los aviones que las flores y en la que, al mismo tiempo, no dudaría en quemar desde un avión todas las flores para cerrar esos malos caminos e impedir esas malas maneras (y abatir, por ejemplo, el trono del emperador). Pero no está mal que sepamos ya lo que es un cerezo, y lo deseemos, porque en el mundo en el que estoy pensando habrá, además de pan, cerezos para todos.