Afirmar que hablando se entiende la gente es lo más común y lo más falso. Porque no es verdad. La gente no se entiende de ninguna manera. Y hablando, menos. Especialmente, cuando el hecho de hablar se convierte en discusión. ¿Y cuándo el ser humano no discute, si lo hace, incluso, hablando del tiempo? Y […]
Afirmar que hablando se entiende la gente es lo más común y lo más falso. Porque no es verdad. La gente no se entiende de ninguna manera. Y hablando, menos. Especialmente, cuando el hecho de hablar se convierte en discusión. ¿Y cuándo el ser humano no discute, si lo hace, incluso, hablando del tiempo? Y la discusión puede que nos lleve a conocer mejor a los demás, pero no a nosotros mismos, que nos sabemos de memoria el mapa de nuestra piel. Como tampoco ignoramos que discutir con los demás nos aleja de éstos.
Esta constatación confirma que el ser humano no busca disfrutar con discutir o, dicho más noblemente, con disputar -del verbo putare, de ahí lo de putativo, reputación e imputación-; es decir, con aclarar las distintas interpretaciones que se tienen, o te tienen, acerca de las tonterías más importantes de la vida, ya se sabe, el tiempo y la dudosa calidad de ese crack fallando penaltis. Lo que se busca en la discusión es acallar al otro, graparle los labios y escuche lo que yo diga, más interesante y más profundo. Por supuesto.
En una tertulia cualquiera siempre existen sujetos que, manipulando unas falsas muletillas argumentativas, se dedican a inutilizar las intervenciones ajenas, independientemente de lo que digan y cómo lo digan. Esta gente destripa tertulias no tiene fama de pelmazos, pero lo son con denominación de origen. Esta gente no sólo no dice algo significativo, sino que impide que los demás lo hagan.
Quien utiliza estas argucias evidencia varias cosas: primera, siempre discrepa de lo que diga el otro y cómo lo diga; segunda, considera que recurriendo a ciertas muletillas muestra equilibrio, objetividad y racionalidad a raudales cuando no posee ninguna de estas cualidades; tercera, aparenta ser más sabio que nadie cuando en realidad suele ser de lo más ignorante, pues de los temas de los que se habla, él, con seguridad, es la primera vez que oye hablar de ellos.
Dicho lo cual, hablaré de cinco tipos de argucias argumentativas, observables en cualquier conversación, protagonizada por intelectuales de raza -tipo Miguel Sanz-, como por analfabetos funcionales -rhesus prototipo José Blanco-.
«Eso son generalizaciones». Cuando se hace una afirmación con carácter general, que son las afirmaciones usadas para que se entienda lo que la gente no entiende, existe el fino de turno que advertirá que tal o cual afirmación roza los goznes de la generalización, y, por tanto, no sirve para nada. Pero conviene no engañarse: quien replica de este modo no acepta ni la generalización ni el matiz que pueda redimir a ésta. El caso es poner nervioso al oponente acusándole de ser un Matías Gali ambulante. Se olvida que muchas generalizaciones llevan implícitas atisbos de verdad. Es cierto que no todas las generalizaciones sorprenden. Lo consiguen las que contradicen nuestra particular colección de generalizaciones. Nadie se rebela contra una generalización que apoye sus ideas.
Eso es simplificar demasiado». Me cuesta entender esta réplica, porque simplificar es de las tareas intelectuales más complicadas. Por ejemplo, ¿alguien ha visto alguna vez a los políticos entregarse a tareas de héroe simplificador? En mi opinión, a quienes fueran expertos contrastados en simplificar debería erigírseles un menhir. ¡Qué daríamos por ver simplificados los problemas que nos aturden en la vida! Simplificar significa hacer sencillo lo que no lo es. De ahí que no se entienda bien la marginación política practicada con quienes simplifican. ¿Quizás porque se confunda simplificar con engañar? Es posible, pero es bueno asegurar que no simplifica quien quiere, sino quien puede y sabe. Una maravillosa simplificación que oí hace unos días aseguraba que la conciencia no existía, que era un camelo. Lo afirmaba una científica, aunque ya es sabido que muchísimo antes, Lawrence Sterne, ya había sostenido que el sinónimo de conciencia era el estómago.
«Eso es muy superficial». Esta argucia revela que quien nos aturde con ella debe de saber exactamente qué es lo profundo y qué es lo superficial. En realidad, no tiene ni idea de tales diferencias. A fin de cuentas, ¿quién sabe en qué consiste la profundidad de las cosas? El filósofo Trías seguro que se tiene como un tipo profundo cuando en realidad es un auténtico coñazo, que envuelve en frases ininteligibles lo que es más simple que una idea de Zapatero.
Por lo común, se califica de profundo aquello que no entendemos y de superficial lo que entendemos a la primera. Pero no hay tal correspondencia simétrica. Y, bueno, profundos son los libros que defienden nuestra ideología; no lo son quienes la niegan. Así que cuando alguien te dice «estoy leyendo un libro muy profundo», se le puede preguntar: «¿Lo dices porque piensa como tú?».
«La cosa es más compleja». Siempre encontraremos al gracioso de turno que en medio de una conversación, aunque se hable de la cantidad de patas que tiene un ciempiés, replique: «Me temo que la cosa sea más compleja». Y si alguien, conmovido por esta declaración de impotencia intelectual, le pide al gran conocedor de complejidades que intente desvelarlas, ya sabremos cuál será su respuesta anticipada: «Es muy complicado. Déjalo; ya hablaremos otro día». Así que uno acaba por suspirar preguntando: ¿En qué consiste la complejidad de las cosas? ¿De la cosa en sí o del para sí de la estructura óseo mental de quien pregunta por lo complejo?
«Ésa es tu opinión». Y lo reprocha quien más que nadie está abonado al relativismo más absoluto de las opiniones, como un vulgar Rouco Varela. Pues si algo hacen las personas que tienen miedo a discutir es refugiarse en la muletilla de asegurar que «esta es mi opinión, esta es mi fe, ¿vale?». Sin embargo, cuando es el otro quien opina de forma personal, que es la única manera posible de hacerlo, entonces se trata de una actitud rechazable.
Algunos, quizás, consideren que estas falsas muletillas argumentativas desaparecerían, si nos expresáramos con más exactitud. Yo lo dudo. Somos tan sensibles al gusto de dominar al otro que por conseguirlo no reparamos en utilizar lo que haga falta: falacias, demagogias, falsas imputaciones y toda clase de razonamientos. En la dialéctica política, lo constatamos todos los días. ¿Sorprendente? Para nada. La aniquilación del otro empieza por el uso caníbal del lenguaje.
Pues cada cual, sintiéndose un monarca de las palabras, las emplea para dominar y, si preciso fuera, para comerse crudo al otro. De esta lacra, no se libran ni catedráticos, ni ingenieros ni toreros, ni jueces. Sobre todo, jueces, quienes, cada día que pasa, más parecen especialistas en «lingüística delictiva» que en el arte de las penas y de los delitos, por recordar el memorable libro de Cesare Beccaria. Desde luego, si las leyes representan la legítima voluntad de la ciudadanía hace ya mucho tiempo que ciertos jueces lo han olvidado.