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Aristas epistemológicas en la obra de Manuel Sacristán

Fuentes: Rebelión

Conferencia impartida en el aula 103 de la Universidad de Pamplona, el 26 de abril de 2007, 12h. Presentación de «Integral Sacristán». Acto organizado por Eraldatu, izquierda estudiantil».

Para Javier, Miguel, Igor, Luis,.. para los admirables amigos de Eraldatu

Comoquiera que las pruebas a las que va a ser sometido Tamino entrañan dificultades nada triviales, el primer sacerdote del Templo, temeroso de que el joven héroe, a quien Mozart otorgara la más hermosa aria concebible, no sea capaz de superarlas, pregunta con manifiesta inquietud al gran Sarastro si cree que será capaz de vencer los obstáculos que le aguardan, recordándole: «No lo olvides: es un príncipe». Sarastro, sin pensarlo, en apenas un nanosegundo del espacio-tiempo masónico, le corrige con coraje ilustrado: «¡Más todavía! ¡Es un ser humano!».

Acaso el recuerdo de esta oportuna corrección de Sarastro no sea del todo improcedente. En la cargada mochila vital de Sacristán, nada principesca por lo demás pero neta y explícitamente mozartiana («si aquí ganara Líster y hubiera que perder la nacionalidad por disidente […] muy probablemente lo primero que se me ocurriría sería ser austriaco para poder tener que ver con Mozart«), pueden hallarse multitud de haceres y haberes intelectuales y, desde luego, no todos ostentan atributos metacientíficos. Sin duda. Pero el autor de Lógica elemental, además de ser un recordado profesor de metodología y autor de un libro tan decisivo por tantas razones como Introducción a la lógica y al análisis formal, fue también, como el plus humano del príncipe Tamino en la «La flauta mágica», un informado, singular y agudo filósofo de la ciencia con intereses centrales en los ámbitos anexos de la sociología y de la política de la ciencia. Pretendo justificar estas afirmaciones sin aspirar, lejos de mí, a una prueba sin réplica, señalando ya de entrada que si se revisan la Introducción a la lógica a la que hacía referencia verán magníficos ejemplos de reflexión epistemológica y no sólo en los cuatro capítulos de la parte primera o en los apartados finales del volumen. Tengo para mí que las páginas que Sacristán dedicó a la significación del teorema de incompletud de Gödel para la teoría de la ciencia y a su consistencia, o inconsistencia, con el programa metamatemático de Hilbert siguen siendo impecables.

De entrada, lo primero que creo puede afirmarse, sin riesgo de error, es que Sacristán fue un epistemólogo libre, muy libre, que leyó de una forma crítica y nada usual a los clásicos de la gran filosofía de la ciencia de la parte del siglo XX que pudo alcanzar: a Russell, Wittgenstein, Carnap, Neurath, Kuhn, Popper, Quine, Feyerabend, Suppe, Bunge, a los estructuralistas, a Levi-Strauss, Scholz, Holton, Georgescu Roegen. Etcétera no vacío

No es de extrañar. Este estilo intelectual, esta ausencia de papanatismo, es netamente consistente con la forma no cegada con la que cultivó siempre su propia tradición político-filosófica. Basta trazar un arco, un amplio arco de conocimiento, entre uno de sus primeros escritos marxistas, «Para leer el Manifiesto del Partido Comunista«, que circuló básicamente entre los abnegados y admirables militantes del PSUC de aquellos años cincuenta y el que fuera su último escrito publicado en vida, de mayo de 1985, su sentida presentación a la traducción de Miguel Candel del undécimo Cuaderno de la Cárcel de Gramsci, para admitir que los numerosos puntos destacados del gráfico corroboran sin atisbo posible de duda mi anterior sugerencia.

Pero, por si fuera necesario, por si alguno de ustedes tuviera muy presente la figura y función de aquel Genio omnipotente y maligno, déjenme añadir dos ejemplos breves pero muy significativos para esta contrastación positiva. A inicios de los años ochenta, Sacristán empezó a preparar cursos de posgrado y de doctorado sobre «Inducción y dialéctica». Una parte del seminario estaba dedicada a presentar y discutir las posiciones que en ese ámbito mantuvo en su momento Lucio Colletti, el que fuera posteriormente, y de forma incomprensible para mí, diputado en las listas de Forza Italia. Uno de los trabajos que Sacristán estudió y anotó fue un artículo que el autor de La superación de la ideología había publicado en L´Expresso con el originalísimo título, estén atentos, de «La crisis del marxismo». En uno de los pasajes, Colletti señalaba: «Respecto de otras filosofías o concepciones del mundo o se digan como se digan, es indudable que el marxismo ha derivado su fascinación y su fuerza del hecho de poder aducir la corrección de la realidad. Era una teoría que (…) se estaba realizando» (p. 30). Éste es el error, apunta Sacristán en sus notas de lectura, una teoría no se realiza sino que modela realidad a posteriori, aunque sea realidad presente. Por eso, matizaba, era esencial saber que el marxismo no era teoría, sino intento de programa, sobre un deseo que se intenta fundamentar en crítica y en conocimientos positivos. Y, cernudianamente, finalizaba su comentario señalando: «No se debe ser marxista (Marx); lo único que tiene interés es decidir si se mueve uno, o no, dentro de una tradición que intenta avanzar, por la cresta, entre el valle del deseo y el de la realidad, en busca de un mar en el que ambos confluyan».

No creo que Cernuda hubiera pasado por alto este aforismo de Sacristán pero reparemos en este punto casi paradójico. El marxista más importante, o uno de los más importantes, que ha generado la cultura y la política hispánicas en la segunda mitad del siglo XX sostenía como principio central que no se debía ser marxista y que lo que realmente contaba era la decisión de moverse, dentro de una tradición de política transformadora, no de mera gestión sin menosprecio de ésta claro está, hacia un espacio en el que confluyeran armoniosamente realidad y deseo.

Otro ejemplo que transcurre por el mismo camino. En 1983, durante su estancia en la UNAM mexicana, el corresponsal de Argumentos, una revista próxima al PCE que dejó de publicarse a mediados de los ochenta si no recuerdo mal, en un día que seguramente no fue su mejor día, preguntó a Sacristán de forma altamente confusa sobre la universalidad del marxismo y sobre si la crisis de esta tradición era o no definitiva. Les ahorro la primera parte de la respuesta pero no la parte final: «En cuanto a la crisis del marxismo -respondía Sacristán- todo pensamiento decente tiene que estar siempre en crisis; de modo que, por mí, que dure». No sé si la duración de esta crisis es ya excesiva, pero no intentaré probar lo que me parece una verdad asegurada: el pensamiento de Sacristán tuvo la virtud de la decencia y, por consiguiente, transcurrió en la permanente crisis que es, o debe ser, el humus, como solían decir los amigos de mientras tanto, de todo gran pensador, de toda tradición que no pretenda situarse en las parmenídeas aguas de un modelo bíblico-coránico.

Pues bien, esta libertad de pensamiento, de interpretación, puede también observarse en otra cuestión que preocupó centralmente a Sacristán en sus últimos años, y que enlaza con anteriores inquietudes sobre el irracionalismo anti-científico contemporáneo. Fue en la segunda semana de enero de 1982 cuando Sacristán se reincorporó al curso de metodología de las ciencias sociales que entonces impartía en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona. Antes, hacia mediados de noviembre de 1981, Sacristán había viajado a México para impartir un seminario en un curso de estudios básicos de la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM e intervenir en Guanajuato, en un Congreso Iberoamericano de Filosofía, con una comunicación, posteriormente publicada en mientras tanto y recogida como magnífico broche final en Papeles de Filosofía, el segundo volumen de sus Panfletos y Materiales, que llevaba por título -respiren hondo- «Sobre los problemas presentemente percibidos en la relación entre la sociedad y la naturaleza y sus consecuencias en la filosofía de las ciencias sociales. Un esquema de discusión». Si el oxígeno de esta amplia aula no les ha fallado, no les extrañará que Dialéctica, una revista mexicana dirigida por Gabriel Vargas Lozano y Juan Mora Rubio, publicara en 1982 este mismo texto pero, eso sí, con un título más compendioso: «Sociedad, naturaleza y ciencias sociales. Un esquema de discusión».

Que aquella comunicación fuera un simple esquema de discusión no es una obviedad tautológica, o, como mínimo, no es una afirmación que se presente con claridad y distinción ante mí, o, si lo prefieren, no tiene en mi opinión la misma fuerza apodíctica que pueda tener cualquier demostración de los Elementos euclidianos. Aun más, con aquel texto a algunos nos pasó en su momento, y acaso hoy mismo, aquello que Borges señaló en una de sus Norton Lectures en la Universidad de Harvard respecto a un poema de Keats, y en general respeto a todo buen poema: lo sentimos antes de comprenderlo. De la misma forma, algunos sentíamos la importancia de los papeles de Sacristán, concretamente, el de este supuesto esquema de discusión, antes, mucho antes de tener una comprensión aceptable de su contenido. Se lo confieso: si en la entrada de una moderna Academia platónica hubiera regido alguna afirmación del tipo «nadie entre aquí que no sepa dar cuenta sin balbucir, y en tiempo limitado, de tal o cual escrito de Sacristán», muchos no hubiéramos superado con nota el examen introductorio. Corolario didáctico: hay que perseverar en su lectura, no hay que desanimarse ante las primeras dificultades que todo escrito presenta.

Sea como fuere, en los compases iniciales de esta comunicación para este congreso de Guanajuato, Sacristán formuló un argumento, básico en sus últimas reflexiones, contra las epistemologías emparentadas con el segundo Heidegger o con las tesis, de menor exquisitez académica pero acaso con tanta o mayor realidad social, de la filosofía contracultural que en aquel entonces tenía en los ensayos y artículos de Theodor Roszak un socorrido punto de engarce, corrientes ambas que Sacristán designaba con la ajustada denominación de «filosofías de la ciencia de inspiración romántica».

El punto de vista crítico de Sacristán podría formularse en los siguientes términos: los peligros de la relativamente creciente y grave desorganización de la relación entre la especie humana y la naturaleza -y esto, antes, mucho antes, del Katrina y del Rita, y de las certeras previsiones de Mark Fischetti, publicadas en Scientific American ya en 2001, relación fuertemente mediada por saberes y haceres científico-tecnológicos, habían facilitado un renacimiento de esas concepciones que, como decía, Sacristán agrupaba bajo el rótulo de epistemologías románticas. Apreciando algunas emociones que subyacían en su crítica, y aun reconociendo el valor teórico-político de algunos de sus análisis y descripciones, Sacristán rechazaba, por una parte, su negativa valoración e incluso menosprecio del mero conocimiento operativo e instrumental, y sostenía, por otra parte, que no representaban ni podían representar un transitable sendero que permitiera salir del espeso bosque contaminado en el que nos encontrábamos inmersos, entre otras razones por el peligro de «impostura intelectual» que en ocasiones les afectaba. Disertaban y sentenciaban, sobre todo sentenciaban, sobre el conocimiento positivo hablando de asuntos y desde perspectivas que apenas recogían la práctica científica realmente existente en cualquiera de sus variantes, ni manejaban información mínimamente veraz sobre los resultados conseguidos por las diversas disciplinas científicas.

En términos parecidos se había manifestado Sacristán en las deslumbrantes páginas que dedicó en la que fuera sus tesis doctoral, Las ideas gnoseológicas de Heidegger, a Hebel der Hausfreund. El ex-rector de Friburgo en años peligrosamente turbulentos sostenía, en este ensayo de 1957, que la humanidad seguía errando por una casa del mundo a la que faltaba el Amigo del Hogar, un personaje a caballo de los méritos racionales y de la poesía esencial suprarracional, un individuo que se inclinaba de igual modo y con igual fuerza ante el edificio del mundo construido por la técnica y ante el mundo como casa de un habitar más esencial, aquel Ser -con mayúsculas, por supuesto- que, en definitiva, conseguiría, Sacristán citaba ahora a Heidegger, «volver a cobijar la calculabilidad y la técnica de la naturaleza en el abierto misterio de una naturalidad nuevamente vivida de la naturaleza».

Ante esta consideración, el pensador racional que fue Sacristán señala, en primer lugar, que la armoniosa proclama de Heidegger es sumamente demagógica ya que pasa por alto inevitables consecuencias del pensamiento esencial que seguramente determinarían una política cultural mucho menos equilibrada, y, en segundo lugar, que de hecho el pensamiento racional debería responder a Heidegger, y a sus afines, que todo intento que, como ocurre en su caso, reduzca la razón a un muñón empobrecido al que se contrapone, como figura opuesta, la «naturaleza», la realidad, la vida, la poesía, la esencia, ha hecho ya imposible incluso una aproximación correcta al problema, porque, cito yo ahora a Sacristán, «operará sobre una «razón» en la que el pensamiento racional no se verá representando».

Más aún, estas posiciones metacientíficas neorrománticas estaban de hecho afectadas por un notable paralogismo que dañaba su comprensión de la situación al confundir el plano de la bondad o maldad política, moral, social, con el de la corrección o incorrección epistémica. Pero era precisamente la potencial peligrosidad práctica de la tecnociencia contemporánea la que estaba directamente relacionada con su bondad cognoscitiva. La trágica maldad política de la bomba atómica había sido netamente dependiente de la calidad gnoseológica de los saberes físicos que le subyacían. Si los físicos del proyecto Manhattan, si el gran Oppenheimer hubiera dirigido a un conjunto de simples ideólogos obnubilados, incapaces de pensar correctamente, no estaríamos hoy justificadamente preocupados por los peligros de la energía atómica ni por las terroríficas (y conocidas) consecuencias de las armas nucleares.

Finalmente, nuevo plano de crítica de Sacristán, en el supuesto no admitido de que existiera, tal como estas corrientes filosóficas parecían defender, un saber gnoseológicamente superior y alternativo al inesencial y cosificador conocimiento positivo, los peligros señalados no sólo no se disolverían sino que se incrementarían exponencialmente por la mayor exquisitez epistémica de ese saber emergente. Recordando la versión kantiana del mito del Génesis sobre el árbol de la ciencia, insistía Sacristán en que era precisamente el buen conocimiento el que era peligroso moral, prácticamente, y, con toda probabilidad, tanto más amenazador cuanto mejor fuera epistémicamente. Las concepciones criticadas caían, interseccionaban o se aproximaban a las peligrosas aguas de la falacia naturalista: si la bondad teórica no llevaba forzosamente implícita ninguna bondad práctica, la maldad moral no llevaba inexorablemente adherida la etiqueta de la invalidez teórica. No era, pues, inmediato aceptar la sentencia bíblica sobre verdad y libertad, no era una simple tautología que la verdad nos haga inexorablemente libres, no es ningún postulado more geometrico que del acierto teórico emanen con fuerza deductiva, sin más mediaciones, la libertad humana y la adecuación en nuestro hacer.

(Aunque sea dicho sea entre paréntesis, en esa misma comunicación pueden verse también interesantes y matizadas consideraciones sobre las relaciones entre las ciencias sociales y las naturales. Sacristán, que había abogado desde muy atrás por una mayor naturalización de las ciencias humanas, discutía aquí el llamamiento concreto a la fundamentación biológica de las ciencias sociales lanzado desde la sociobiología, programa que ya en aquel entonces suscitaba un fuerte consenso en amplios sectores. Empero, en su opinión, la casi unanimidad acerca de afirmaciones generales no debía ni podía evitar desacuerdos al descender a una mayor concreción. Una cosa era aceptar que las ciencias biológicas fueran el fundamento próximo de la investigación social y otra muy distinta que, como defendía Wilson, la sensualidad y el claroscuro del mundo emocional religioso o artístico no se pudieran estudiar dignamente más que desde el punto de vista biológico. Una posición así llevaba implícita una merma sustantiva de la autonomía categorial de las ciencias sociales en detrimento de la comprensión del objeto de estudio).

Decía, pues, que esta consideración crítica respecto a las filosofías románticas de la ciencia, sin discontinuidad perceptible con posiciones anteriores, fue uno de los ejes básicos de los escritos y conferencias de Sacristán en sus últimos años y en las clases de metodología a las que hacía referencia anteriormente. La presencia de corolarios políticos, de esta atmósfera moral-política anexa, lateral si quieren pero no inesencial, no fue un caso extraordinario. Cabe exponer aquí otro ejemplo muy distinto. Sacristán, en aquel enero de 1982, al describir brevemente las posiciones de rechazo global o de aceptación entusiasta de la ciencia sin sombra de duda, sin temblor alguno, y de advertir que casos puros de esta naturaleza eran muy infrecuentes, pasó a ilustrarlos con dos ejemplos muy notables. En el ejemplo de entusiasmo puro situó a Condorcet; el segundo, muy conocido, era el caso de anticientificismo, de regresismo en materia científica, que podía representar el Frankenstein de Mary Shelley, que era además una de las primeras manifestaciones -el Frankenstein es de 1818- del sentimiento de rechazo vital de la ciencia en función de sus temidas consecuencias prácticas.

La complejidad del cuadro cultural, intelectual, filosófico, en que se enmarcaba esta reacción, estaba perfectamente ilustrado por la personalidad de Mary Shelley y por su libro. Ella, comentó Sacristán, fue la esposa de Shelley, el poeta, y se podía estar casi seguro de que también él coincidía con las reflexiones de la novela. Entre otras cosas, señaló, porque Mary Shelley la había escrito en Roma, en uno de esos encuentros en los que estaban los Shelley, los Keats, esa primera división, la expresión es del propio Sacristán, de la poesía inglesa de la época. Era inverosímil, proseguía, que no estuvieran todos ellos de acuerdo con lo que allí estaba escribiendo Mary Shelley, su Frankenstein. Pues bien, este libro, que leído por una persona ingenua, por un progresista sin matices de la segunda mitad del XX, o de la primera década del XXI, parecería fruto de una mentalidad tradicionalista o reaccionaria, provenía de un ambiente que era, prácticamente, el de «la extrema izquierda intelectual» de la época. Shelley era seguramente el poeta más de izquierda de la tradición romántica inglesa. Hasta extremos conmovedores, añadió Sacristán. Una vez, comentó, al bajar a unos calabozos de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, donde ser alojaba la temida «Brigada político-social» del régimen, la DINA del franquismo, al cabo de un rato de estar allí, «me di cuenta que en una de las paredes algún preso había arañado, con las uñas, un verso de Shelley precisamente, y en inglés. No sé qué raro preso sería éste pero el hecho es que allí estaba. No sé si con la democracia lo habrán quitado cuando habría habido que ponerle un marco».

El poema, los versos arañados, en traducción del propio Sacristán, dicen así:

La luz del día,

después de un estallido,

penetrará

al fin

en esta oscuridad

 

No estoy seguro que el poema sea realmente de Shelley (el mismo Sacristán tuvo finalmente dudas sobre la autoría), pero, en todo caso, como ustedes ya han supuesto, no hay marco ni poema ni reconocimiento alguno, y, sin duda, por otra parte, el giro temático de la exposición de Sacristán fue netamente inesperado. No era previsible que una de las primeras derivadas de su comentario sobre Frankenstein nos llevara a calabozos de presos políticos, a residencias de torturadores y a la poesía de Shelley.

Déjenme darles un testimonio personal. Yo me movía en aquellos años en un atmósfera densa, estricta y casi sectariamente analítico-metacientífica, y les aseguro, pueden confiar en que mi memoria no ha acuñado mal su moneda en este punto, que las preocupaciones sustantivas de orden político-moral no eran alimento asiduo de la mayoría de los agradables componentes de aquel poblado conjunto. No, no era frecuente que un epistemólogo hiciera calas de este orden o tuviera su mirada atenta a consecuencias de orden normativo o de crítica política como en el caso de su comunicación al congreso de Guanajuato.

No puede sorprender por ello que, aun admitida esta peculiaridad, esta mirada informada y atenta a la filosofía académica de la ciencia pero también, y a un tiempo, a las derivadas políticas y sociales anexas, pueda situarse destacadamente a Sacristán en el ámbito hispánico de la filosofía de la ciencia, aunque fuera también muchas otras cosas: el autor de una tesis doctoral sobre, recuerden, la gnoseología de Heidegger, ensayo que Lledó ha considerado el mejor trabajo de Sacristán y uno de los mejores escritos hispánicos sobre el ex-rector de Friburgo; el laborioso y obligado traductor de clásicos de la filosofía analítica (Quine es el ejemplo más sobresaliente, pero también Hasenjäger, Hull o Schumpeter) o de la historia de la ciencia (así, su traducción de los tres primeros volúmenes la Historia general de las ciencias de René Taton); un decisivo colaborador editorial en la Barcelona de los años sesenta y setenta (pensemos, por ejemplo, en SIGMA, en las obras de Lukács o en el proyecto OME); el director o colaborador de varias revistas de calado en la cultura barcelonesa, catalana y española (Qvadrante, Laye, Nous Horitzons, Materiales, mientras tanto) y de varias colecciones inolvidables (Hipótesis, por ejemplo); un lógico y metalógico de importancia central en la reintroducción de la disciplina en nuestro país, como Luis Vega Reñón, Paula Olmos y Christian Martín han probado y demostrado; un crítico literario y teatral que habló en el erial cultural de los años cuarenta y cincuenta, o algo más tarde, de Wilder, de O’Neill, pero también de Moravia, Menotti, Sánchez Ferlosio, Vitoria, Mozart, Heine, Goethe o Brossa; un joven letraherido que, junto a Gabriel Ferrater, escribía documentadas reseñas de las obras de la entonces desconocida Simone Weil para Laye; un metafilósofo realista y con programa institucional anexo; un marxista sin parangón; un dirigente político no sólo de gran altura práctica sino de elaboración teórica destacadísima y, me atrevo a decir, única, y etcétera, etcétera no vacío. Si Putnam habló de las mil caras del realismo, no muchos menos rostros tuvo el filósofo materialista y realista Manuel Sacristán.

No hay aquí inconsistencia observable. No era, no es contradictorio que un marxista que amaba a Goethe, Heine y Brecht fuera también un exquisito epistemólogo un lógico destacado. Pero, por si fuera necesaria alguna confirmación biográfica sobre este punto, vale la pena recordar aquella carta que Sacristán dirigió a Félix Novales, entonces preso político en la cárcel de Soria, el 24 de agosto de 1985, pocos días antes de su fallecimiento.

En ella, después de aceptar críticamente el irrealismo y sectarismo de las izquierdas españolas, argumentando eso sí que entre el irrealismo y el enlodado el segundo era de más difícil superación (como los tiempos posteriores confirmaron de forma probatoria), Sacristán acababa señalando:

Tu mención del problema bibliográfico en la cárcel me sugiere un modo de elemental solidaridad fácil: te podemos mandar libros, revistas o fotocopias (por correo aparte) algún número de la revista que saca el colectivo en que yo estoy. Pero es muy posible que otras cosas te interesen más: dilo. Por último, si pasas a trabajar en filosofía, ahí te puedo ser útil, porque es mi campo (propiamente, filosofía de la ciencia, y lógica, que tal vez no sea lo que te interese. Pero, en fin, de algo puede servir).

 

Además y por si fuera necesario para algún sector de ustedes que no estuviera aún convencido de lo que intento sugerir, el interés de Sacristán por temas de filosofía o de sociología de la ciencia no fue tardío. Y no sólo porque él ya había sido, antes de su expulsión de la Universidad de Barcelona en 1965, un profesor de Fundamentos de Filosofía, con neta y destacada preocupación epistemológica como puede comprobarse en sus apuntes editados de 1956 o de 1957, ahora conservados en Reserva, fondo Sacristán, de la Biblioteca Central de la Universidad de Barcelona, o de metodología de las ciencias en la Facultad de Económicas sino porque si recordamos rápidamente algunas de sus conferencias, traducciones o presentaciones es inmediato deducir el interés de Sacristán por estos temas desde su estancia en la Universidad de Münster, o incluso antes.

Permítanme que dé algunos ejemplos: si releen ustedes el apartado final de su tesis doctoral sobre la gnoseología de Heidegger verán in fieri a un epistemólogo que, con la mirada puesta en la defensa documentada de la racionalidad científica, se enfrenta al pensamiento irracionalista más importante del momento; si se repasa el comentario que Sacristán hizo en 1967 de El asalto a la razón de Lukács, se verá en acción no sólo a un marxista que se enfrenta sin venda en los ojos a la propia tradición sino a un cuidadoso epistemólogo que no deja pasar ni una a su, por lo demás, admirado autor de Historia y consciencia de clase, sobre todo cuando éste habla desde abismos insondables de desconocimiento sobre «logicidad» o lógica formal.

Incluso, si me apuran, también en un texto de filosofía más clásica o tradicional, como fue aquel artículo suyo de 1953 sobre «Verdad: desvelación y ley», puede verse con agrado y sorpresa el atrevimiento de sus comparaciones finales de algunas consideraciones de la semántica heideggeriana con tesis de Russell o de Reichenbach, o con el principio de incertidumbre de la mecánica cuántica. A lo anterior podían sumarse algunas de sus recordadas conferencias como «El hombre y la ciudad (una consideración del humanismo, para uso de urbanistas)», de 1959, una intervención ante la Asociación Humanidades Médicas, en 1966, la lección que impartió en una semana de Renovación científica organizada por el Sindicato Democrático de la Universidad valenciana, en 1968, y que Castilla del Pino ha recordado recientemente en el segundo tomo de sus memorias, sobre «Algunas actitudes ideológicas contemporáneas ante la ciencia», o sus varias intervenciones de los años sesenta sobre Bruno y Galileo, sobre saber y creer.

A todo ello, y aparte de una recordada conferencia de la que no poseemos ninguna grabación ni trascripción pero sí un detallado esquema con fichas anotadas, intitulada, que dirían Antoni Domènech y Cervantes, «En torno a una medición de Galileo», hay que sumar, entre otros valores, numerosos cursos y escritos de sus últimos años, especialmente dos textos que en mi opinión no sólo son dos de los mejores trabajos de marxología publicados en tierras de Sefarad sino que son además, y sin inconsistencia alguna, de las mejores piezas de filosofía y sociología de la ciencia que yo he leído hasta la fecha. Me refiero a «El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia», coloquio incluido, y el que fue inicialmente un curso de doctorado en Económicas, más tarde un curso de posgrado en la UNAM y, finalmente, un largo artículo publicado en México como opúsculo con el título: «Karl Marx como sociólogo de la ciencia», que, por cierto, Albert Domingo Curto, un brillante y tenaz estudioso de su obra, acaba de publicar en Trotta, dentro del volumen Lecturas de filosofía moderna y contemporánea. Sin olvidar, como decía, sus cursos de metodología de la ciencia, o sus seminarios de doctorado sobre Popper, Kuhn, Lakatos, sobre el estructuralismo científico, sobre Mill y la inducción, sobre Bunge, de quien tradujo como es sabido La investigación científica, o sus conferencias, algo más técnicas, sobre lógicas dialécticas o paraconsistentes de finales de los setenta, que prueban que su información sobre estas investigaciones lógicas no estaba tan desfasada como a veces se ha indicado, o como a veces, acaso por modestia, él mismo señaló

Una argumentación más cuidada de mi hipótesis exigiría, como mínimo, dar cuenta detallada de algunas de sus aproximaciones a los grandes filósofos de la ciencia del siglo XX; presentar con detalle algunas de sus tesis sobre política de la ciencia y sobre lo que él llamó, en una conferencia de 1981, «racionalidad completa o completada», y, finalmente, la que consideró una de sus más peligrosas ideas, que diría Daniel Dennett, su concepción de la dialéctica y del saber científico contemporáneo que, como ustedes admitirán, también es forzosamente histórica y, por consiguiente, admite sin irracionalismo alguno nuevos matices y tonos, e incluso discontinuidades de enfoque.

Eso sí, no me resisto a pedirles algo más de paciencia y apuntar brevemente tres consideraciones finales. La primera: la sensatez e información con la que Sacristán se aproximó al tema de la dialéctica evitó que muchos marxistas, barceloneses, valencianos o madrileños, o navarros por lo demás, o de donde fueran o estuvieran, se extraviaran por senderos que, en cambio, fueron recorridos por marxistas europeos muy célebres en aquellos años con resultados casi desérticos o de impuro extravío lógico. Cualquier historia, breve o no, del marxismo español debería situar destacadamente esta contribución en el haber de Sacristán. No me resisto a dejar de citarles un paso de una carta de 1968, escrita unos 15 días antes de aquel trágico e imborrable agosto praguense. Un colectivo de científicos sociales le había invitado a sumarse a un proyecto cuya finalidad era la constitución de una Escuela dialéctica de Sociología en Barcelona. En su larga respuesta señalaba Sacristán:

En conclusión: no se trata de contraponer sin más, en un mismo plano, una sociología «dialéctica» a una microsociología burguesa. Si de verdad hay una actividad científica microsociológica (esta condición es decisiva, naturalmente), entonces tal contraposición es ideológica, falsa. Se trata más bien de saber si lo que hoy se entiende por (micro-) sociología en los ambientes burgueses es ciencia, en algún sentido serio o sigue siendo predominantemente ideología, como lo era en la obra de Auguste Comte. En la hipótesis de que haya realmente una posible actividad científica (micro-) sociológica, entonces hay que precisar que sus raíces de clase son un dato histórico y no ideológico. (Aunque, por supuesto, nunca está excluida su utilización ideológica, como la de la matemática misma).

Esto se puede decir subjetivamente: uno no es reaccionario ni se inserta como comprado en el sistema por el mero hecho de saber hacer psicoanálisis o sociología de grupo, ni por el mero hecho de hacer tornillos para Seat o para Thyessen; no es la condición de especialista -ni de la microsociología ni de la fresadora- lo que hace de un hombre un reaccionario. Sino (mentalmente) el que su condición de especialista se le convierta en filosofía, en personalidad cultural, ya por vía de negación o ignorancia de toda otra problemática, ya por trasposición mística de toda problemática que no sea la de su especialidad. Y (prácticamente) lo que hace reaccionario es la toma de posición material en defensa de los desgraciados beneficios parciales que suelen ir de par con ciertas especializaciones.

 

La segunda tiene que ver con Gramsci y Thomas S. Kuhn, y es un texto sobre el que ya han llamado la atención Toni Domènech y Francisco Fernández Buey. Es un paso de su prólogo «El undécimo cuaderno de Cárcel de Gramsci». Aquí, Sacristán, después de recordar que no fue Gramsci el único ni el primer marxista que destacó la importancia de la evolución histórica de las ideas y de los grupos de intelectuales en la ciencia, el denostado Bujarin visitó los mismos parajes, señalaba que la misma orientación histórica y sociológica de la mirada que a veces hacía caer a Gramsci en ilogicismos historicistas y sociologistas, le permitía también formular criterios que luego han aparecido en la filosofía de la ciencia académica de la cultura capitalista, sobre todo a partir de La estructura de las revoluciones científicas de Kuhn, y continuaba apuntando:

[Gramsci] lo ha hecho con la concreta eficacia de su estilo y con más planos de pensamiento que el internalista «kuhnismo vulgar» gracias a la práctica «dialéctica» de relacionar unos con otros los varios campos de la cultura, en este caso la ciencia y la evolución de las ideologías sociales:

 «La forma racional, lógicamente coherente, la redondez de razonamiento que no descuida ningún argumento positivo o negativo que tenga algún peso, posee su importancia, pero está muy lejos de ser decisiva: puede serlo de manera subordinada, cuando la persona en cuestión se halla ya en condiciones de crisis intelectual, oscila entre lo viejo y lo nuevo, ha perdido la fe en lo viejo y todavía no se ha decidido por lo nuevo, etc. Otro tanto se puede decir de la autoridad de los pensadores y científicos»

Kuhn -comenta Sacristán- no dijo mucho más (filosóficamente) en su best-seller académico, pero la Academia que fue sacudida como por un terremoto por el escrito de uno de sus respetables miembros, ignora a un pensador como Gramsci. Eso tiene, sin duda, explicaciones inocentes, por así decirlo: la costumbre de la lectura especializada… Pero con ideas de Gramsci es posible descubrir también explicaciones un poco más penetrantes.

 

Es inmediato ver en este comentario algunas de los componentes a los que hacía referencia: buen conocimiento de la epistemología académica, mirada atenta en asuntos próximos de sociología de la ciencia y afilada crítica normativa. Tres en uno, y sin mezcla apresurada.

La tercera consideración es una breve nota que puede consultarse también en Reserva, fondo Sacristán, de la Biblioteca Central de la Universidad de Barcelona, donde pueden verse cuadernos anotados de estudio, con comentarios y reflexiones del propio Sacristán. Una de estas observaciones resume muy bien su opinión, su dialéctica opinión en torno a la ciencia, a las tecnologías y a su papel social. Lo dice espléndidamente del modo siguiente en una de sus notas de 1979:

La intención es buena y fundada: es la tendencia a restaurar la contemplación y preservar el ser, la naturaleza. Pero hay que saber que no puede uno ponerse a contemplar por debajo de la fuerza de sus ojos, y que el arte de acariciar no puede basarse sino en la misma técnica que posibilita la tiranía de violar y destruir.

 

Sería injusto considerar estas notas que acabo de leerles de otro modo que no sea la de un pálido reflejo de las aportaciones de Sacristán en este campo. Es posible considerar que algunas de sus posiciones en estos ámbitos sean algo esquemáticas (como él mismo reconocía), estén poco desarrolladas, pertenezcan a una época superada de la historia de la epistemología contemporánea o acaso que no hayan apuntado en la dirección correcta.

No estoy seguro de que sea así, como tampoco estoy seguro de que Sacristán no acertara dónde se suele decir que casi siempre metió la pata, en asuntos políticos no teóricos, en temas de intervención política. Desde mi modestísimo entender, y déjenme desviarme un segundo de temas epistemológicos, Sacristán acertó de pleno en la esfera política cuando vio, mucho antes que la mayoría, lo que significaba para el campo socialista, y para todas las tradiciones emancipatorias, la invasión y aniquilación militar de la experiencia checa; cuando formuló críticas argumentadas a la forma en que estaba transcurriendo la transición política española, más allá o más acá del consabido y algo manido argumento de la correlación de fuerzas existente; también vio, muchos antes que otros, la decisiva importancia de la problemática ecológica y el papel decisivo del movimiento social ecologista, con corolarios políticos que engarzan muy bien con sus propuestas concretas de política de la ciencia, y con consecuencias decisivas para todo ideario emancipador no alocado, y, además, notó con claridad desde finales de los setenta -de ahí el énfasis en admirables valores de la denostada tradición marxista como el internacionalismo, o sus interesantes ideas sobre la nueva alianza entre ciencia y movimiento obrero señaladas en la editorial del número 1 de mientras tanto-, que, como ha señalado Edna Bonacich, la cuestión política de nuestros tiempos, y mucho más, en nuestro tiempo, es la resistencia, digo resistencia, globalizada de los/as trabajadores a un capital global cada vez más seguro de su inmenso poder y con una mochila de impiedad, difícilmente concebible por una mente sana, cada vez más cargada a su espalda y, sobre todo, sobre las espaldas de las gentes más desfavorecidas.

Por si fuera poco, en el plano de la razón pública, Sacristán es autor de uno de los aforismos que explican mejor el asunto central de la política y, en ocasiones, del engaño público:

Ningún individuo ni pueblo tiene más sentido que el de vivir, incluyendo en el vivir la muerte. Todo lo demás, todas las vestimentas patriotas son ideología encubridora de dominio.

*

 

En un texto titulado «Homenaje a Ortega», publicado en el número 23 de Laye, en 1953, Sacristán explicaba la distinción entre el que sabe muchas cosas y el maestro: el sabedor de cosas cumple comunicando sus conocimientos; el maestro está obligado a más: si cumple su obligación, señala fines. El maestro Ortega había señalado fines. No estoy seguro que las finalidades propuestas por Ortega sean totalmente aconsejables hoy, pero sí estoy seguro de que Sacristán no sólo fue un sabedor de muchas cosas, sino un auténtico maestro, y eso en tiempos en que en el erial del franquismo la densidad de ejemplos similares no era muy alta.

En octubre de 1983, en el primer centenario del fallecimiento de Marx, Alfons Barceló presentó una conferencia en la Universidad de Alcalá sobre «Marx y Sraffa». El borrador de esta conferencia de Barceló, que Sacristán estudió y conservó, se iniciaba con una cita de Joan Robinson:

La diferencia entre un científico y un profeta no radica en lo que un gran hombre dice, sino en cómo es recibido. La obligación de los alumnos de un científico es contrastar sus hipótesis mediante la búsqueda de pruebas para refutarlas, mientras que la obligación de los discípulos de un profeta es repetir sus palabras verdaderas.

 

Barceló, en su intervención, quiso argumentar persuasivamente que si bien Marx había tenido muchos discípulos, habían «escaseando los alumnos y que su alumno más aplicado en el campo de la economía política» había sido Piero Sraffa. El autor de «Karl Marx como sociólogo de la ciencia» tuvo mejor suerte: Sacristán fue un alumno aplicado de aquel hombre que consideraba héroes a Kepler y a Espartaco, tuvo numerosos alumnos-discípulos, y, además, muchos de ellos son hoy maestros, auténticos maestros: Paco Fernández Buey, que hace unos años estuvo entre ustedes presentándoles su Leyendo a Gramsci, uno de cuyos capítulos, precisamente, aparece estos días colgado en algunas páginas amigas de la red, Miguel Candel, Joaquim Sempere, Antoni Doménech,…

En el punto final los Agradecimientos de Ciudad de cuarzo, Mike Davis recuerda que en el curso de la redacción del libro había sufrido la pérdida de su primo Jim Stone y de su madre Mary Davis, y finalizaba diciendo «quiero que mi hija sepa que sus espíritus rebeldes mueven la mano con la que escribo». Durante el tiempo en que he escrito este papel, no me ha ocurrido directamente ninguna desgracia -aunque el mundo, visto como se quiera ver, sigue siendo un horror y un error, pero también no lugar de resistencia y de gentes virtuosas- pero quiero que ustedes también sepan que si hay aquí, en lo que les he contado, algún valor los espíritus rebeldes y perfectamente amueblados de muchos discípulos de Sacristán, amigos míos también, mueven directamente la mano con la que yo he escrito.

Para ellos, y, sobre todo, para todos ustedes, me gustaría decirles un poema que Joan Brossa dedicó a Sacristán. Lleva por título «Tramesa» («Remesa») y dice así:

A Manuel Sacristán entre un pou i un sac

de pedres

No em sembla adequat.

A Manuel Sacristán ben cordialment…

És un tòpic.

A Manuel Sacristán amb tot l´afecte…

Un altre tòpic.

A Manuel Sacristán, del seu amic…

No. Escriuré:

A Manuel Sacristán.

 

[A Manuel Sacristán entre un pozo y un saco /de piedras…/ No me parece adecuado/ A Manuel Sacristán muy cordialmente…/ Es un tópico/ A Manuel Sacristán con todo el afecto…/ Otro tópico/ A Manuel Sacristán, de su amigo…/ No: escribiré: / A Manuel Sacristán].

Gracias, muchas gracias por su atenta escucha.

Y, desde luego, hasta la victoria siempre o, si somos más modestos, tal vez haya que serlo, hasta la resistencia permanente.