El espectador emancipado Jacques Rancière ( traducción de Ariel Dilon y revisión de Javier Bassas Vila) Ellago Ediciones, 2010, 132 páginas
Jacques Rancière (1940) es un filósofo francés contemporáneo mucho menos reconocido en nuestro país de lo que merece su potencial teórico. Pero afortunadamente han aparecido últimamente en nuestro país varias traducciones en castellano, tanto en editoriales latinoamericanas como españolas. Los temas de Rancière son variados pero coherentes porque forman parte de un proyecto político radicalmente emancipador. A éste lo define como la creación de un nuevo espacio común en el que pueden desarrollarse las capacidades de cualquiera. Parte de la igualdad de las inteligencias, que es la realidad humana que todos los planteamientos elitistas, conservadores o progresistas, quieren negar. Porque todos estos planteamientos son, cómo viene denunciando desde hace tiempo, diferentes formas de odio a la democracia.
Desde la publicación de «El Maestro ignorante» Rancière reivindica que el que enseña no debe partir de la desigualdad de las inteligencias sino del de las voluntades. Considerar que la diferencia entre el que aprende y el que enseña está en esta desigualdad de inteligencias implica mantener una jerarquía en la que el maestro siempre va por delante, ya que es el único que se supone que sabe la ignorancia del otro y desde este saber marca siempre una distancia con respecto a él. El maestro es, en una concepción emancipatoria, el que es capaz de mover al otro a aprender por sí mismo. Cualquier ser parlante, es decir pensante, es capaz de aprender, ya que siempre lo hace a partir de la propia experiencia, que es la única que vale y en la que integramos lo que tiene para nosotros un valor real. No se trata de eliminar la distancia entre humanos, imprescindible para nosotros como animales simbólicos, sino de eliminar las fronteras que separan para clasificar y jerarquizar
Rancière recurre a su propia experiencia generacional para analizar el gran error que cometieron al querer emanciparse manteniendo la frontera entre el intelectual y el obrero. Era la relación entre un supuesto poseedor del saber teórico( el estudiante-intelectual) y un supuesto del saber empírico ( el obrero). Muchos jóvenes estudiantes franceses del mayo del 68 vivieron este fracaso, el de intentar aprender con los obreros lo que era la explotación mientras pretendían enseñarles lo que sería la revolución. La cuestión, dice Rancière, era más sencilla: eliminar la frontera entre estudiantes y obreros y plantear que es cada cual el que habla desde su experiencia, sin clasificaciones previas. ¿Y porqué no eliminar también la frontera entre actor y espectador, entre narrador y traductor. Porque todos somos traductores, ya que lo que hacemos es transformar lo que nos viene dado en experiencia propia.
Éste y otros temas son los que son el caldo de cultivo para las originales reflexiones de Jacques Rancière. Mantienen un hilo conductor absolutamente consistente aunque sean resultado de una serie de conferencias dadas entre el 2004-2006 en diferentes lugares del mundo, desde Moscú hasta Sao Paolo. Su tema general: arte y política y más específicamente la emancipación del espectador. Pero para hacerlo Rancière debe comenzar cuestionando las diferentes maneras sistematizadas para hacerlo, desde el teatro de la distancia de Brecht, hasta su contrario, el de la identificación de Artaud. ¿porqué no dejamos en paz al espectador? sugiere Rancière, ¿ porqué considerar que su posición inmóvil? Porque considerar que el espectador del teatro debe hacer algo interactivo y no considerarlo igual que al espectador de la televisión? ¿y no será también un prejuicio considerar a éste pasivo y acrítico ?
Es un auténtico placer seguir al filósofo francés en el cuestionamiento del tópico de los que supuestamente tienen una superioridad intelectual cuando desprecian las imágenes en nombre de las palabras. ¿No será justamente el problema atribuir la palabra y la lectura al ciudadano crítico y las imágenes a la masa consumista ?. El sistema, continúa Rancière, no nos proporciona imágenes para anular la capacidad crítica que encierran las palabras, como nos advertía hace unos años de manera apocalíptica Giovanni Sartori. Lo que hacen los mass media es reducir, seleccionar y manipular imágenes en el marco de un discurso que les da sentido. Aunque las imágenes no son armas para el combate, como ingenuamente pensábamos al considerar que algunas imágenes impulsarían a la acción combativa, sí pueden ser maneras de trastocar lo visible.
Sería un error considerar a Rancière un postmodernista porque justamente forma parte del grupo de filósofos que como Badiou o Zizek quiere recomponer el espacio crítico para un proyecto político emancipatorio. Porque el problema de la tradición crítica es que ha sido fagocitada por su propia dinámica.. El mismo arte crítico, por ejemplo, se ha utilizado para desmantelarse a sí mismo como proyecto transformador. Se trata de los artistas que presentan a los mismos revolucionarios como formando parte del espectáculo de la sociedad que critican. Surge así la izquierda melancólica que denuncia tanto al sistema como a la ilusión de transformarlo. Esto lleva a un callejón sin salida porque el trabajo crítico queda así anulado, integrado.
Rancière analiza el cine, la fotografía, el teatro y el video a través de ejemplos concretos que nos permiten visualizar su discurso, muy denso conceptualmente y con una retórica a veces difícil. Reivindica una vez más el desacuerdo porque el consenso no sólo introduce una manera falsa de solucionar antagonismos irresolubles a partir de la negociación y el arbitraje sino porque homogeneiza discursos que son radicalmente heterogéneos. Ahora bien, hay dos cosas que no debemos olvidar. La primera es que no podemos intentar llevar al arte al mundo real, porque éste sencillamente no existe. Nos movemos, en el arte y fuera de él, en construcciones en el espacio, con unos cuerpos que ven, sienten y actúan de una determinada manera. Hay que plantear otro marco de lo visible, lo enunciable y lo factible. Pero sabiendo que los efectos son imprevisibles, no son manipulables. Lo que sí hay que hacer es desplazar el equilibrio de los posibles y la distribución de las capacidades. Es la acción y no sus efectos futuros lo que debe ser transformador. Rancière se refiere a la propia experiencia del movimiento obrero para señalar cómo esto fue posible en algunos momentos.
Al margen de todas estas reflexiones, que son un material imprescindible para entender hoy el arte y la experiencia estética desde una perspectiva de izquierda alternativa, el autor entra también en unos análisis que nos lleva a otro tema fundamental, que es el del imaginario. Lo hace a partir del tratamiento de lo que es una imagen intolerable y una imagen pensable. Lo que sorprende de Rancière es que hoy, que parece que ya todo está dicho, sea capaz de pensar de una manera tan creativa y rigurosa al mismo tiempo. Muy interesante es la ruptura entre la dicotomía entre el lenguaje y la palabra, que da mejor salida a la relación entre lo imaginario y el lenguaje que la que le dan un Lacan (que las separa radicalmente) o un Castoriadis (que integra la segunda en la primera). De entrada Rancière es mucho más humilde, nos da herramientas sin pretender dar la solución teórica global como hacen los anteriores. Las imágenes comportan siempre figuras retóricas y poéticas, es decir lingüísticas. Y el lenguaje comporta imágenes y la misma fonética lo es.
Me parece que nos encontramos delante de una de los libros más importantes de uno de los grandes filósofos vivos. Nos proporciona herramientas muy útiles para entender la relación entre arte, estética y política sino pasar por los textos de Rancière. A cualquiera que le interese el tema le invito, sin reservas, a esta difícil pero gozosa lectura.
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