Sólo pueden oponerse a negociar con ETA el cese de su existencia como organización terrorista quienes o bien no desean su desaparición, por las razones que sea -puede haber varias-, o bien ignoran cómo se resuelven los conflictos armados. Incluso cuando se logra la victoria en una guerra, hay que tratar con el derrotado sobre […]
Sólo pueden oponerse a negociar con ETA el cese de su existencia como organización terrorista quienes o bien no desean su desaparición, por las razones que sea -puede haber varias-, o bien ignoran cómo se resuelven los conflictos armados. Incluso cuando se logra la victoria en una guerra, hay que tratar con el derrotado sobre las condiciones de su rendición y, en el caso de que conserve todavía parte de su capacidad de hacer daño o pueda recuperarla a corto o medio plazo, conviene ofrecerle una salida aceptable, no excesivamente humillante. Así lo enseña la Historia. Siempre se recuerda -el ejemplo es casi de manual- que las condiciones draconianas que el Tratado de Versalles impuso a Alemania tras la guerra del 14-18 se volvieron como un bumerán contra sus promotores, actuando como un poderoso acicate para el desencadenamiento de la II Guerra Mundial.
Sabido lo anterior, el problema no estriba en dilucidar si se debería o no negociar con ETA, sino en la imposibilidad de hacerlo mientras sus dirigentes no adquieran un mínimo sentido de la realidad y se hagan cargo de cuál es su verdadera situación. Tal como se expresan en la entrevista que ayer publicó Gara, es obvio que no asumen algunos hechos muy elementales, sin los cuales no tiene sentido negociar, porque el entendimiento es imposible.
Para empezar, está claro que no son conscientes de lo inútil que resulta que hablen de su disposición a asumir «compromisos firmes». Deberían darse cuenta de que sus promesas carecen ya de credibilidad, porque su palabra saltó por los aires con el atentado de la T-4. Afirmaron que estaban en «tregua permanente» y a continuación pusieron una bomba. O no calibraron sus promesas o son unos falsarios: cualquiera de las dos posibilidades los inhabilita como interlocutores.
Pero eso, con ser grave, ni siquiera es lo peor. Más decisivo es su empeño en seguir dictando a las fuerzas políticas lo que deben hacer o dejar de hacer. Según el planteamiento que Batasuna expuso públicamente en 2004 en su tantas veces mentado mitin de Anoeta, los problemas políticos deberían ser tratados en el ámbito civil, sin armas de por medio, entre partidos políticos y fuerzas sociales. Conforme a ese esquema, ETA habría de limitarse a negociar con el Estado su propio futuro; no el de Euskal Herria. Los dirigentes de la organización armada dijeron que estaban de acuerdo con ese planteamiento, y quizá los de entonces lo estuvieran, pero a la vista está que los de ahora no. Mantienen su absurdo empeño en actuar como portavoces de un pueblo que no sólo no les ha elegido para esa función, sino que ha elegido directamente a otros que defienden planteamientos muy divergentes. Si realmente quisieran, como dicen, que se encuentre «una salida verdaderamente democrática al conflicto», lo primero que tendrían que hacer es demostrar algún tipo de respeto, siquiera fuera mínimo, por lo que la mayoría del pueblo de Euskadi viene expresando desde hace años en las urnas. ¿A que me refiero cuando hablo de un respeto mínimo? A no considerar que matar electos sea un título de gloria, por ejemplo.
Vuelvo al comienzo: el problema no es si se debe o no se debe negociar con ETA, sino cómo negociar con alguien que no sabe ni qué terreno pisa, ni cuál es su situación real, ni qué ofrece, ni qué garantías proporciona de que lo va a cumplir, ni qué línea sigue, ni quién la marca. Así no hay manera.