Asturias vive hoy en el marasmo dentro de un mar agitado de comunidades revueltas. El estado español bulle en revisiones estatutarias, históricas y federalistas. Pero la paz de Asturias es la paz patológica de quien ha sufrido pasadas castraciones y sometimientos. Las reconversiones –manu militari – asolaron la nación asturiana desde los años 80, y […]
Asturias vive hoy en el marasmo dentro de un mar agitado de comunidades revueltas. El estado español bulle en revisiones estatutarias, históricas y federalistas. Pero la paz de Asturias es la paz patológica de quien ha sufrido pasadas castraciones y sometimientos. Las reconversiones –manu militari – asolaron la nación asturiana desde los años 80, y fueron ordenadas por los mismos gobernantes que se dicen «socialistas» y «obreros», los mismos que también ahora se han hecho con el patio en Madrid y en Oviedo. A esos gobernantes socialistas los asturianos les debemos el haber enflaquecido nuestro potencial industrial para facilitar el triunfo aplastante de la Globalización. A esos enemigos de la clase obrera les debemos la bajada imparable del nivel de renta y de vida de la comunidad asturiana, que pasó de estar entre las primeras del estado español, a engrosar la cola de las más pobres en poco más de una década. Del goteo incesante de emigrantes asturianos que siguen regando todas las provincias españolas, y algunos países extranjeros, apenas se nos dice nada. Gran parte de esa emigración es juvenil, valiosa y muy bien preparada. Un futuro incierto o, simplemente, vedado les impulsa a huir hacia mercados laborales foráneos donde la cualificación y las ganas de trabajar siguen siendo importantes. La clase obrera asturiana, diezmada y obligada a jubilarse prematuramente, pudo mandar a sus hijos a la universidad y, en ocasiones, alcanzar altos niveles de vida y de formación. Pero una reconversión sin alternativas, en puridad una extinción de la industria y la minería, no dejó escapatoria a cientos de miles de jóvenes que debieran ser la clave del futuro de ese pequeño país que es Asturias. Nos hablaron mucho del turismo y del autoempleo. Pero ya va siendo hora de ajustar cuentas con quienes nos han venido engañando durante largos años, porque una comunidad como ésta no puede sobrevivir sólo con casas rurales y pequeños despachos y «chamizos» dedicados al sector servicios. No da para todos.
El marasmo de Asturias, su parálisis y sometimiento, en medio de la gran revisión del modelo de estado y del concierto de los territorios del estado español, como el que sucede estos días, es una patología de orden estrictamente político. No podrá decirse lo mismo en otras manifestaciones culturales y sociales en las cuales Asturias siempre ha demostrado ser nación, y no simplemente un territorio administrado. Es cierto que ese dinamismo de los asturianos en cuanto toca a la fibra de su patria chica no ha sido nunca encauzado debidamente, y que más bien parece una reverberación: corazones y cerebros que se conmueven por cosas que sienten suyas, aunque del Pajares (o del Huerna) hacia debajo de esto casi nadie sepa, y a casi nadie le interesa. A los gobernantes de Madrid, tanto como a sus esbirros de Oviedo, les debe parecer estupenda esta situación. Tener allí al norte un cero a la izquierda, un sumando nulo en voz y reclamaciones, pero un sumando positivo cuando se trata de contabilizar votos dentro de unas siglas estatalistas y -¡por supuesto!- constitucionalistas.
No se sabe cuánto tiempo la parálisis seguirá arraigada en este suelo verde, tras de estas altas montañas que esconden una realidad social que muchos españoles se niegan a ver, o apenas pueden intuir en sus escasas visitas de turistas veraniegos. El político «de Estado», sospecho, no tendrá otra óptica muy diferente de la del turista de estampas. Paga por obtenerlas, y el Principado se las da. Solamente eso: estampitas típicas y folclóricas, pueblos escenográficos, maquetas de vida tradicional con muñecos de cera que resultan ser de carne y hueso, tocados con la montera, con gaita y tambor. Pero por detrás de la estampa a todo color, predominando el verde y el azul, se ha arrancado de cuajo la conciencia nacional, la cual los propios asturianos, muy urbanizados y trance de ser «globales», ya ignoran e incluso menosprecian.
No tienen culpa, hoy, los de fuera. La ignorancia y amalgama que sufre Asturias con respecto de todos los demás territorios administrados, directa o indirectamente, por Madrid es debida en lo fundamental a los sectores dominantes nativos. Sus intelectuales orgánicos, los primeros. Muchos procedían de la burguesía pudiente, católica y tradicionalista, que de forma idéntica a la vieja burguesía de las demás provincias españolas habían apoyado a Franco y en consecuencia habían disfrutado de todos los privilegios de la Victoria. Por más que algunos mostraran alguna inclinación foclórica y asturianista, su orgullo patrio consiste en esa broma que se da en llamar «Covadonguismo». Don Pelayo sería el primer rey de España, y desde ahí hasta Juan Carlos de Borbón, etc. Asturias detendría el avance de los moros, y gracias a ello España es cristiana, valdría decir, occidental, etc. El Covadonguismo de estos asturianos es un orgullo gratuito: no hay que pagar un canon por disfrutarlo, y sirve para sentirse importante incluso en aquellos momentos en que nadie re-conoce esos títulos de nobleza. Por debajo de todo ello, hay un deseo explícito de vincularse a una unidad suprema, España, que todos niños del franquismo asociaron a no sé qué Imperio.
Los covadonguistas siempre vivieron muy cómodamente instalados en la prensa regional. Este «difusor» de ideología trató de vender papel entre los asturianos, hablando en parte de sus cosas de la tierra, pero al mismo tiempo vinculándolos a las grandes corrientes políticas del estado, defendiendo a capa y espada la españolidad y la aquiescencia del «sentir mayoritario» por todos los cambios que fueron viniendo desde el franquismo: aceptación del rey y del principado de Asturias, aprobación de la constitución de 1978, el estatuto de autonomía, etc.
Muchos intelectuales orgánicos coparon la universidad. Allí había puestos cómodos para cierta burguesía que ya no podía limitarse, en los nuevos tiempos, a ser simplemente rentista. Había que conseguir puestos y sueldos pero, por supuesto, nada de trabajar. Muchos cargos académicos se transmitieron de padres a hijos, por no hablar ya de nietos, esposas y sobrinos. La valía importó siempre muy poco, y en Oviedo se conocían varias sagas de «académicos ilustres». A esto había que sumar la endémica endogamia que aquejaba a cualquier universidad española. Este ambiente -hoy por hoy no superado- permitió una gran docilidad hacia las exigencias intelectuales, criterios y pautas que marcaban los sumos pontífices de Madrid en las diversas especialidades. Muy poca cosa hizo la universidad de Oviedo por el resurgir de la conciencia nacional, por el apoyo a la lengua asturiana, por impulsar los estudios históricos, etnológicos y lingüísticos pertinentes para que este patrimonio no se perdiera definitivamente.
La más alta institución académica y cultural, la Universidad asturiana, se permitió el lujo de bloquear durante largos años los estudios de lingüística asturiana, reduciéndolos a una posición marginal incluso en tiempos en que la democracia traía nuevos aires y en los que por todas las regiones de España simples dialectos del castellano y del catalán gozaban de una mayor protección y reconocimiento oficiales. Las elites políticas se obstinaron en negarle la co-oficialidad a la lengua asturiana y los dos partidos mayoritarios hicieron su caldo en aquella fracción sociológica de asturianos que se burlaban de su propia lengua, y la asociaban mentalmente con el atraso y la ruralidad.
Los grupos políticos y culturales de orientación más nacionalista, que en Asturias gravitan desde el centro hasta la izquierda, pero nunca hacia el conservadurismo -católico o tradicionalista- típico de otras nacionalidades, se vieron siempre sumidos en una incomprensible desunión. Hubo, y hay, una selva de siglas y de grupos minúsculos, algunos muy activos, pero electoralmente impotentes. Entre el mimetismo por la acción propia de formaciones foráneas, y la pose exclusivamente estética y en parte también mimética (v.gr. el celtismo mal entendido), está por ver si algún día limarán sus diferencias, cuando no rencillas, y apostarán por un verdadero bloque no ya electoral, sino verdaderamente político en el sentido grande de la palabra, el cual incluye la acción cultural y social pertinente para romper con el bipartidismo vigente, que permite a Madrid administrar externamente sus territorios como si fueran feudos y colonias, y que hace del Principado una institución provincial y provinciana a la antigua usanza, una especie de Diputación.
Asturias vive hoy en el marasmo dentro de un mar agitado de comunidades revueltas. Este revoltijo de naciones, nacionalidades históricas y otras que no lo son, regiones y estados asociados, todo este bullicio de diferencias que se llama España está a punto de entrar en una senda abierta por los oportunistas, los privilegiados y los que no se quieren quedar atrás. Asturias no ha pasado por esta puerta, y se aferra al bloque centralista, que ningún bien le ha hecho, porque no se siente privilegiada, no se permite el lujo de ser oportunista ni chantajista, y depende de sus comunidades hermanas para sobrevivir. Somos pocos, estamos lejos, y hemos dejado liquidar nuestro gran patrimonio «nacionalista». ¿Tendremos lo que nos merecemos?
Carlos Javier Blanco.
Profesor de Filosofía