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Avanzar en democracia

Fuentes: Rebelión


Representantes que no representan al electorado, sino a sus intereses personales, los del empresariado internacional y los del partido, esta es la realidad de la llamada democracia representativa y, pese a ello, se sigue insistiendo en que esto es democracia. A la clase política no le interesa plantear que se trata de un arreglo provisional que cada día, en virtud de las distintas experiencias, viene pidiendo ser renovado. Sin embargo, pese a las demandas de la ciudadanía que exige tomar parte en la política, la elite del poder —a la que va muy bien para sus intereses la democracia ficticia— no otorga los permisos correspondientes para avanzar en democracia.

Un producto político como lo es la democracia basada en la representación debe tener fecha de caducidad, no solo porque se ha quedado a medio camino en las expectativas políticas de las masas, sino porque hoy es obsoleto. Instituido el sufragio como elemento de seducción burgués y fórmula de control de la ciudadanía, pese al tiempo transcurrido, no ha superado su condición de método provisional para señalar a la minoría dirigente y sigue facturándose como si tratara de auténtica democracia. Empeñado el sistema capitalista dominante a nivel general en hacer del voto ciudadano, dirigido a legitimar la partitocracia, algo que se asemeje a la democracia, es, si no simple falacia, un intento de generar confusión sobre el término. No obstante, pese a su inconsistencia, se sigue insistiendo en hablar de democracia por el simple hecho de que se pueda elegir al grupo o grupos encargados de gobernar a la ciudadanía, deslumbrados los electores por la ilusión de creer dirigir la política.

La democracia representativa no pasa de ser una fórmula sutil para encandilar al pueblo, que permite dar a entender que es dueño de su destino político, cuando resulta que tal función se la arroga una minoría grupal encargada, primero, de gobernar conforme a la legalidad —si es posible— y, en la práctica, de mandar a tenor de los intereses del momento. Su finalidad no es otra que tratar de prolongar la distancia establecida entre la elite y las masas a perpetuidad, adaptándola a los tiempos, pero, pese a las nuevas fórmulas, el elitismo actual, propio de la época de los mercaderes, no es diferente en el fondo al de la época de los viejos guerreros, ya que en lo sustancial continúa siendo elitismo. La fórmula empleada es indiferente, lo fundamental es que una minoría gobierna a la mayoría. Efectivamente, en términos especulativos, resulta avanzado que exista la posibilidad de que los gobernados elijan a sus gobernantes como vendedores de ideologías por las que se sienten atraídos, pero ya no lo es tanto cuando en realidad están contribuyendo a fabricar elites.

Hablar de elites es hacerlo de distinción, de desigualdad, de privilegio, de distanciamiento del principio de lo común, y a tal fin contribuye la democracia representativa. Una fórmula de representación de la que quedó claro desde sus orígenes que no está sujeta a mandato imperativo. Lo que quiere decir que el llamado representante actúa políticamente conforme a su criterio, que suele estar a la sombra de lo que el gobernante entiende como interés general, que acaba siendo el suyo propio y el de unos pocos. Que una minoría decida políticamente por todos solo tiene sentido cuando estos son incapaces de hacerlo por si mismos, pero no es este el caso actual, una vez superada la incapacidad tradicionalmente asignada a los gobernados. Sin embargo hoy, cuando la ciudadanía es apta para el mercado, resulta que no parece serlo para gobernarse políticamente. Y es aquí donde juegan los respectivos papeles impositivos tanto el sistema capitalista como la clase política, defendiendo sus respectivos intereses de mercado totalitario y de clase dominante.

A la elite del poder económico, que es efectivamente quien manda, y no los políticos que sitúa de pantalla en en panorama global, no le conviene asumir que los ciudadanos ya no están en disposición de que se les manipule, y lo demuestran cuando se les presenta la ocasión. Puede servir de ejemplos, por citar algunos recientes, los movimientos sociales de los chalecos amarillos en Francia o los derivados de la violencia policial USA, aunque en uno y otro caso se disfracen con otros argumentos como las pensiones o el racismo. Pese a la anestesia del mercado, por un lado, y las llamadas políticas sociales, como modelo de caridad avanzada, la ciudadanía no se deja convencer y reclama su cuota de poder político real a nivel nacional, sin renunciar a los beneficios económicos derivados de lo global. Pero el capitalismo se empeña en mantenerlos unidos en interés del mercado, pese a que no son compatibles, aunque sí armonizables. De ahí que, como barrera de contención, se transmitan imágenes virtuales de ciudadanos creyentes en las bondades del sistema, así como de sus ocurrencias lúdicas, para tratar de rebajar el nivel de racionalidad adquirido. Sin embargo, apartando la parte propagandística y el peso de la publicidad comercial, se mueve la realidad del ciudadano que, pese al peso del consumismo, trata de superar la alienación política.

Inspirado en la doctrina capitalista, el empresariado ejerce una fuerte presión para contener al rebaño dentro del cercado con lo que llaman innovación, mientras los políticos juegan con fuegos de artificio, o sea, medidas de divertimiento para entretener al auditorio. Tal situación de dominio minoritario no puede mantenerse eternamente en precario, porque la racionalidad reclama soluciones. Pese a los muros de contención artificialmente construidos a base de ideologías elaboradas por una intelectualidad asalariada del sistema,la democracia está obligada a avanzar. Sin duda hay que modernizar el edificio político desde la base con menos elites que manden y más gobierno de lo común, es decir, democracia de los ciudadanos frente a democracia de las elites.