Soy de los que piensan que el papel del Estado es fundamental a la hora de contrapesar al poder económico. Tengo que reconocer, sin embargo, que a veces estoy tentado de admitir que éste termina controlando el poder político y que, tal como afirmaba O’Connor en un libro que fue clásico en su época, La […]
Soy de los que piensan que el papel del Estado es fundamental a la hora de contrapesar al poder económico. Tengo que reconocer, sin embargo, que a veces estoy tentado de admitir que éste termina controlando el poder político y que, tal como afirmaba O’Connor en un libro que fue clásico en su época, La crisis fiscal del Estado, el sector público se convierte en una máquina de subvenciones para los empresarios, tesis que, por otra parte, ya mantuvo Adam Smith en parecidos términos.
Con esto de la crisis, todos los empresarios, con la CEOE a la cabeza, se han vuelto intervencionistas. Pretenden sacar tajada. Eso sí, nunca dirán que persiguen su beneficio, se presentan como benefactores y afirman que las medidas que proponen van orientadas al bien de la comunidad.
El sector del automóvil lleva tiempo detrás de que el Gobierno subvencione la compra de vehículos. Cinco Autonomías se han mostrado ya receptivas. La primera fue Navarra, que goza de una situación privilegiada en materia fiscal y puede permitirse toda clase de lujos. Recientemente, están en proceso de incorporarse a la pedrea de ayudas Valencia, Aragón y Castilla y León. Madrid, fiel a su línea de bajar los impuestos y de ayudar más a quien más gana, ha reducido un 20% el impuesto de matriculación. Todas ellas irán después a extender la mano al papá Estado. Parece que el ministro de Industria se muestra convencido y, puesto que ya no está Solbes, no sería extraño que en el debate sobre el estado de la nación se anunciasen medidas en este sentido. Más tarde se dirá que no hay recursos para las pensiones, la sanidad, la educación, el seguro de desempleo ni para financiar la Ley de Dependencia.
Los empresarios del sector argumentan que se pretende salvar puestos de trabajo, pero, si de empleo se trata, pocas políticas como las señaladas anteriormente -y en general todos los servicios públicos- para crearlo. Además, dado el régimen de libre comercio en el que están insertas las economías, los automóviles que compren los españoles pueden estar fabricados en Alemania o en EEUU, y viceversa. Ocho de cada diez vehículos que fabricamos se dirigen a la exportación. En todo caso, si lo que se quiere primar es la creación de empleo habría que proteger la fabricación y no el consumo.
Pero es que, por otra parte, la verdadera cuestión que se debería plantear es si, entre todos los bienes y actividades que se pueden subvencionar, es el sector del automóvil el más adecuado. No es precisa demasiada reflexión para llegar a la conclusión de que, desde la óptica social, ecológica y en general del bien común, resulta más conveniente incentivar el consumo de multitud de bienes, tanto públicos como privados, que el del automóvil, y que incluso pueden crear mucho más empleo. Sólo los intereses y la presión de un lobby tan poderoso como éste pueden explicar que el sector público de muchos países desarrollados, entre ellos el español, incite al consumo del automóvil. Mientras Solbes se opuso a que se incrementasen los gastos sociales, fue un buen ministro; dejó de serlo cuando también se opuso a las ayudas a los empresarios.