Hace muchos años que la palabra progreso comenzó a perder el significado que desde la Revolución Francesa se le había venido dando. Si para los revolucionarios franceses y para los demócratas de los dos siglos siguientes el término progreso iba indisolublemente ligado a la prosperidad material y cultural de la sociedad en su conjunto, para […]
Hace muchos años que la palabra progreso comenzó a perder el significado que desde la Revolución Francesa se le había venido dando. Si para los revolucionarios franceses y para los demócratas de los dos siglos siguientes el término progreso iba indisolublemente ligado a la prosperidad material y cultural de la sociedad en su conjunto, para los deformadores del mismo, que no son otros que los adalides del neoconservadurismo más pacato y desalmado, la palabra progreso se relaciona exclusivamente con el crecimiento económico depredador de un individuo, un grupo de individuos o una comunidad cualquiera en un momento dado, es decir con una carrera interminable para ver quien es capaz de situarse en los primeros lugares del escalafón aunque sea a costa de la explotación de continentes, países y ciudadanos del mundo entero, aunque ese crecimiento ponga en riesgo el equilibrio ecológico del planeta, aunque haga inviable la vida a medio plazo. En ese sentido, la palabra progreso, desposeída de su carácter igualitario, esperanzador y utópico, que incluía la creencia en que el hombre sería capaz algún día de construir una sociedad justa, amable y bienhechora, cobra un nuevo significado que la hace desagradable al oído y al intelecto, pues sustituye la natural aspiración del género humano a vivir en un mundo mejor por la posibilidad de que los más afortunados se lleven, gracias a la fortuna, a su falta de escrúpulos y a su dudable capacidad, la mayor parte del pastel sin intención alguna de repartirlo con nadie, más bien con el deseo de quedarse con no sólo con la mayor parte, sino con todo él.
Entre los que piensan así -el verbo pensar asociado a este personaje también puede carecer de sentido-, está José María Alfredo Aznar López, presidente del Gobierno de la Moncloa hasta hace cinco años, inventor junto a Rodrigo Rato de la política económica del ladrillazo -que cómo todo el mundo sabe consistía en hormigonar toda la Península Ibérica en menos de lo que canta un gallo para forrarse en el día: Después de mí, el diluvio-, padre putativo de la actual crisis, conferenciante para sordos, franquista, devoto de José Tomás y de María Santísima, íntimo de Bush y Berlusconi, lector empedernido de Roberto Alcázar y Pedrín y eminente economista de la famosa Escuela de los Macabeos, conocida en todo el mundo por los concienzudos análisis macroeconómicos que desde que Sansón arrasó los campos de cereales de los filisteos atando bojas encendidas a las colas de cien mil zorros, publican anualmente las revistas más acreditas del sector y Ana Rosa Quintana.
Teniendo en cuenta el contexto político-social del momento, es indudable que a Aznar López hay que reconocerle muchos méritos, pero sobre todo uno que por su reciente descubrimiento nos atrevemos a comunicarles en rigurosa primicia. Es el siguiente: En la escala de dureza de los minerales elaborada por Frederic Mohs hace doscientos años ocupaban los tres primeros lugares el diamante, el corindón y el topacio. Ha pasado el tiempo y esto tampoco es así ya, ahora la caradura de Aznar ocupa el primer puesto porque se ha demostrado que ni el más puro y aquilatado de los diamantes es capaz de arañarla, mientras una arista de la caradura de Aznar puede partir en dos al mejor de los diamantes. Aclarado este particular, dado a conocer por el laureado profesor S. G. Piagget de la Universidad de Denver en The Lancet, trataremos de analizar las propuestas económicas que para el bien de la humanidad -¡¡¡siempre pensando en el bien ajeno!!!- puso a disposición del público en general, y de los alféreces provisionales en particular, nuestro ínclito político en concurrida rueda de prensa celebrada en Quintanilla de Onésimo Redondo y de las JONS hace tan sólo unas semanas.
Hace años, en un conocido programa de televisión, La Clave, se produjo un debate sobre el pensamiento político de Franco. Los contertulios se enzarzaron acaloradamente sin que el moderador -José Luis Balbín- interviniese más de lo necesario. Cuando la polémica estaba en su cenit, Juan Diego, que había permanecido en silencio, hizo sonar su voz ronca y dijo: «El pensamiento político de Franco está en este libro». Se hizo un silencio expectante. Con parsimoniosa lentitud, Juan Diego enseñó el voluminoso libro a las cámaras procediendo a abrirlo. Era un libro decorativo, vacío, no tenía ninguna página, por tanto ningún pensamiento. Sólo servía para guardar un revólver o una petaca de güisqui, que en el caso del genocida sería un vasito de leche. Pues bien, el pensamiento político y económico de José María Alfredo Aznar López cabe en el mismo libro que enseñó Juan Diego en La Clave, es el vacío, una mezcla de primitivismo hispánico y de internacionalismo cazurro de Chicago. Dice Aznar López, que es el verdadero responsable de la parte española de la crisis con su política económica especulativa, con su construya usted cuanto quiera y dónde quiera, con su desregularización del mercado financiero y su sometimiento a los dictados de la Administración yanqui, que si él hubiera estado en el gobierno jamás se hubiera producido esta crisis, porque esta crisis es responsabilidad exclusiva de la política económica izquierdista del gobierno Zapatero. Pero no se queda ahí, va mucho más lejos después de haber propiciado la destrucción paisajística y urbana de media España: Yo, y sólo yo, tengo las recetas para salir de esta situación en un plazo corto, porque yo tengo amigos poderosos, porque yo sé lo que no está escrito en los libros. Para salir de la crisis, dice el profesor magnífico de la Universidad de Georgetown lo mismo que decía un mi abuelo: Que los empresarios, los emprendedores tienen que estar con las manos libres para hacer lo que les venga en gana y que sólo así, confiando en ellos, que fueron quienes trajeron el vendaval actual, saldremos del agujero. Bueno, bien, vale.
Aznar López, cómo un troglodita para el que ni la historia ni la evolución ni el progreso verdadero tienen valor alguno, cree que la única receta válida es más de lo mismo, más política neocon y claro a estas alturas ese cuento huele que apesta. Por supuesto que si eliminamos las cuotas de las seguridad social, los impuestos directos, el impuesto de sociedades, las leyes urbanísticas y paisajistas decentes, permitimos a los emprendedores contratar y despedir a los trabajadores en diez minutos e implantamos un salario máximo de doce euros al día para los obreros, se saldrá de la crisis momentáneamente, y digo momentáneamente porque al cabo de muy poco tiempo las empresas no tendrán a quién vender sus productos; por supuesto que si volvemos, como él quiere, al modo de producción esclavista, habrá muchos esclavistas dispuestos a tener esclavos. Todo eso se sabe desde la noche de los tiempos, todo eso es un insulto a la inteligencia de cualquier persona, pero además, todo eso demuestra el infantilismo y la perfidia de un hombre mezquino y mediocre que inexplicablemente llegó a presidir un gobierno y a colocar a su ministro de Hacienda, que nunca demostró mérito alguno como rector de sus empresas, al frente de ese antro de la explotación que es el Fondo Monetario Internacional.
¿Para cuándo el procesamiento de Aznar y sus colegas de las Azores por delitos contra la Humanidad, por el genocidio de iraquíes a cambio de petróleo? ¿Cuándo seremos capaces los seres humanos de desterrar para siempre de la cosa pública a tipos de esta calaña? Sólo es cuestión de tiempo, y de dignidad social.