Aznar Ahora resulta que, después de casi cuatro años, finalmente, José María Aznar llega a la conclusión de que no existían armas de destrucción masiva en Iraq. En su alegato manifiesta que «en aquel tiempo todo el mundo lo creía», lo que ya de por sí demuestra lo restringido que es para Aznar el mundo, […]
Ahora resulta que, después de casi cuatro años, finalmente, José María Aznar llega a la conclusión de que no existían armas de destrucción masiva en Iraq.
En su alegato manifiesta que «en aquel tiempo todo el mundo lo creía», lo que ya de por sí demuestra lo restringido que es para Aznar el mundo, antes de concluir su defensa apelando a su habitual sentido del humor… «cuando yo no lo sabía, nadie lo sabía…yo no fui tan listo».
Nunca lo ha sido.
Tampoco lo será cuando reconozca que no era ETA la que estaba detrás de los atentados del 11 de marzo del 2004 en Madrid. «En aquel tiempo todo el mundo creía que la primera línea de investigación era ETA» dirá probablemente. «Cuando yo no lo sabía, nadie lo sabía…yo no fui tan listo».
No lo ha sido nunca.
No lo fue cuando su gobierno condecoró a Sadam Hussein con la orden de Isabel la Católica. «En aquel tiempo todo el mundo lo creía» alegará en su favor mañana. «Cuando yo no lo sabía, nadie lo sabía… yo no fui tan listo».
Y no lo fue tampoco cuando el Prestige y su incompetencia llenaron de chapapote las costas gallegas. «En aquel tiempo todo el mundo creía que no era una marea negra y que a una profundidad de 3,500 metros y a dos grados de temperatura, el fuel estaría en un estado sólido por lo que, en principio, el combustible no se vertería». Claro que «cuando yo no lo sabía, nadie lo sabía… yo no fui tan listo».
Ni siquiera se le recuerda un momento de patética lucidez.
Pero yo, al menos, que no fuera tan listo se lo perdono porque, siempre que lo escucho y que lo veo, asomada a su hermética sonrisa o loco carcajeo, descubro las maneras de infante consentido que nunca ha abandonado, y le perdono sus apagadas luces infantiles porque todos fuimos niños algún día, incluso malcriados.
Le perdono los imperiales aires de campeador que arrastra, aunque ya que no con laurel coronara sus augustas sienes con perejil, porque todos hemos sido, alguna vez, piratas a bordo de un bajel.
Y le perdono su fascinación por el Oeste, esa pena pendiente de no haber sido nunca el sheriff del condado para, con las espuelas encima de la mesa, disparar la última palabra o pronunciar el último disparo y soplar, después, el cañón de su amenaza, porque también nosotros hemos sido cornetas del Séptimo de Caballería.
Le perdono todas las manifestaciones de su agudo cretinismo porque, en definitiva, lo que se discute no es su mayor o menor grado de estulticia, si es tonto a secas, tonto hasta la saciedad, tonto del culo o, simplemente, gilipollas, sino el momento en el que se le pueda conducir a un tribunal de justicia como criminal de guerra. Que si hoy se ríe de su escasa listeza y es aplaudido por ser un bobo, se debe, exclusivamente, a la impunidad de su ejercicio.
.