Autor de «Balada para un loco» y «Chiquilín de Bachín», entre tantas otras letras de canciones, fue poeta, compositor, recitador, uno de los primeros historiadores tangueros y férreo difusor del género. Creó y presidió la Academia Argentina del Tango.
Fue el creador de algunos de los versos más reconocidos del tango, el expresivo pintor de postales con marca de tiempo y lugar como «Chiquilín de Bachín» o «Balada para un loco». El que volvió tanguero al barrio de Recoleta plantándole para siempre una luna rodando por Callao, y también el que describió al angelito con bluyín que vendía rosas unas calles más allá. Fue poeta, compositor, recitador, uno de los primeros historiadores del tango y férreo difusor del género hasta sus últimos días, creador y presidente de la Academia Argentina del Tango. Horacio Ferrer, el poeta del tango, murió ayer, a los 81 años, por una complicación cardíaca, tras haber permanecido internado durante varios días en el Sanatorio Güemes de la Ciudad de Buenos Aires. Sus restos son velados en la Legislatura porteña.
Ferrer vivió escribiendo versos, y sobre todo manteniendo al tango como bandera, hasta sus últimos días, con esa pinta de poeta que también llevó con elegancia, casi como una declamación, hasta el final: sus trajes cruzados, el moñito al cuello, el pañuelo de seda asomando desde el bolsillo. El aura se completaba con su lugar de residencia: el último piso del Alvear Palace Hotel, su «bulín de la calle Ayacucho», como lo solía llamar bromeando, donde vivía con su compañera desde hacía más de treinta años, la pintora Lulú Michelli. «El tango es un conjunto de artes y una manera de ser, de vivir. Ser tanguero es una forma de transitar por la existencia, aun sin tocar un instrumento, sin cantar ni bailar. Es una forma de vivir, que mezcla bohemia, trabajo, ilusiones y formas de amar, y que tiene un lugar importante para la amistad», definía en la última entrevista que dio a Página/12.
Había nacido el 2 junio de 1933 en Montevideo, de padre uruguayo y madre argentina, en un hogar impregnado de arte. Su padre era profesor de Historia; su madre manejaba varios idiomas y era sobrina biznieta de Juan Manuel de Rosas. Ella, que había conocido a Rubén Darío, Amado Nervo y Federico García Lorca, le transmitió el amor por la poesía, le enseñó a recitar como a su vez Alfonsina Storni le había enseñado a ella. Un tío porteño, a quien la familia visitaba frecuentemente, le transmitió la fascinación por la noche de Buenos Aires, con toda su galería de personajes bohemios, y por supuesto el tango como fondo inevitable para esa magia que lo atrapó. Su primer oficio tuvo que ver con el tango, pero más como historiador, periodista y difusor que como poeta: durante siete años redactó ilustró y dirigió la revista Tangueando, mientras guardaba inéditos sus versos y sus tangos. Mientras tanto, con algo más de veinte años, estudiaba bandoneón y se sumaba a una pequeña orquesta.
A fines de los ’50 publicó su primer libro, uno de los primeros en abordar el género con alguna pretensión historiográfica: El Tango. Su historia y evolución. Pero fue su labor como letrista la que lo ubicó en un lugar definitivo en el tango. En 1967, con 34 años, publicó su primer libro de poemas, Romancero canyengue, en el que mostró su universo poético disruptivo, introduciendo cierto surrealismo, palabras inventadas, y esa galería de personajes a los que dio vida cierta. Entre los versos de ese libro, que fue muy bien recibido por la comunidad artística y tanguera, estaba, por pedido de Troilo, «La última grela». Con ese tango, que terminó musicalizando Astor Piazzolla, inició su trayectoria de letrista consagrado, y también, ya mudado a Buenos Aires, su participación en una dupla que dejó marca propia en el tango.
«Creador de una obra incesante, aplaudida o rechazada, ha sido y es el letrista más resuelto a escribir versos nuevos cuando ya todos los versos del tango parecían haber sido escritos», lo definió Julio Nudler. Y es que el esplendor de Ferrer, en su dupla con Piazzolla, surge cuando el esplendor del tango estaba comenzando a apagarse, en una fase descendente marcada por un contexto social particular. Era la década del ’60, momento de Nuevo Cancionero para el folklore y también de surgimiento del rock, momento en que las orquestas de tango dejan de ser viables y las agrupaciones que sobrevivían se iban reduciendo cada vez más.
El primer gran hito de la dupla consagrada con Piazzolla fue la operita «María de Buenos Aires», y también la primera participación de Amelita Baltar junto a esta dupla. Lo estrenaron en 1968, en la sala Planeta de Buenos Aires; tocaba Piazzolla con su orquesta de diez músicos y Ferrer recitaba, en el papel de El Duende. Inicialmente, fue un rotundo fracaso comercial. Trascendió, sobre todo, por sus piezas instrumentales, y en particular por «Fuga y misterio».
Ya durante aquellas primeras presentaciones de María de Buenos Aires, Piazzolla y Ferrer comienzan a componer canciones juntos. Entre ellas, componen en 1969 «Chiquilín de Bachín», inspirada, según marca la leyenda, en Pablo González, un nene de 11 años que vendía flores en el bodegón de Bachín, en Sarmiento casi esquina Montevideo, a tres cuadras de la casa de Ferrer. Aquí aparecen elementos novedosos para la poesía del tango: la temática social, la utilización de un neologismo en inglés como bluyín, las figuras usadas por Ferrer.
En 1969 aparece «Balada para un loco». Ferrer contaba que primero le llevó Piazzolla una frase: «ya sé que estoy piantao…». «Después me dice: ‘¿y cómo seguimos?’. Le digo ‘bueno, hacé vos una segunda que diga loco, loco, loco’, e hizo esa hermosura. Y después dice: ‘¿cómo seguimos?’. Mirá, le digo, a mí me gustaría hacer un recitativo en el medio, y también uno al principio…» Así surgió la canción que devendría emblema, una balada con ritmo de valsesito, marcada por el recitado, esa gran innovación de Ferrer en la canción rioplatense. Conocida es la anécdota de la presentación de este tema en el Primer Festival Iberoamericano de la Danza y la Canción que se realizó en el Luna Park de Buenos Aires ese mismo año, en el que concursaron y perdieron, con mala recepción del público presente (terminó ganando la hoy desconocida «Hasta el último tren», de Julio Ahumada y Julio Camilloni). Pero, pese a perder el festival, la canción se instaló en el gusto popular. Su grabación en un simple, cantada por Roberto Goyeneche y con «Chiquilín de Bachín» como lado B, terminó de consagrarla. Por esa época la dupla siguió un camino fértil, con obras como «Balada para mi muerte», «Canción de las venusinas», «La bicicleta blanca», «Juanito Laguna ayuda a su madre» y «Fábula para Gardel», grabadas en el disco Astor Piazzolla y Horacio Ferrer en persona, de 1970. Compusieron juntos más de cuarenta tangos.
Con su marca poética de estilo, Ferrer celebró el tango hasta sus últimos días. Al frente de la Academia del Tango siguió trabajando en conciertos, homenajes y proyectos como los «seminarios de cultura tanguera», junto a colaboradores y difusores del género como Gabriel Soria y Cecilia Orrillo. Allí funciona también la Biblioteca del Tango, el Liceo Superior del Tango, el Museo Mundial del Tango, en el llamado palacio Carlos Gardel, en la Avenida de Mayo, sobre el mítico Café Tortoni. «La bohemia es esto que ves acá, esta Academia que, a pesar del edificio paquete que tiene, es una institución pobre -decía a este diario-. La presido ad honorem, como debe ser, y toda la gente que colabora aquí pone su forma de bohemia. Esta es la bohemia que se ha transmitido de generación en generación, nosotros la ejercemos de esta manera.»
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/17-34316-2014-12-22.html