Dentro del aluvión de series de televisión destacamos The Wire, una producción de género policial con estructuras tomadas de las novelas del siglo XIX, que ha aportado una de las visiones más lúcidas sobre el comienzo de una era de global desastre
Hay dos formas de viajar. Se puede hacer turismo, armado de guía, cámara de fotos y la voluntad de ir visitando sitios como quien va tachando de una lista los lugares que-hay-que-ver. Otra exige tomárselo con calma. Llegar a un lugar y permanecer un tiempo, conocer a sus gentes, abrirse a otra percepción del mundo. «Eso es lo que buscamos: hacer que la televisión sea un viaje así, intelectualmente hablando. Traer esos pedazos de América oscurecidos o ignorados o segregados de lo corriente y argumentar con eficacia su relevancia y existencia al americano común. Decirles: en efecto, esto forma parte del país que habéis creado. Esto también es quiénes somos y lo que hemos construido. Pensadlo de nuevo, cabrones».
Esa declaración de intenciones pertenece a David Simon, el creador de The Wire, en una entrevista con el escritor Nick Hornby. Muchos de ustedes no habrán oído hablar jamás de este tipo ni de esta serie, que apenas se ha estrenado en un canal de pago en España. Otros, en cambio, estarán hartos de oír una y otra vez que es una de las mejores series de televisión de la historia. Algunos afortunados incluso la habrán visto. Pero, ¿qué demonios pasa con esta serie? ¿A qué viene tanto revuelo? Quizás conviene hacer una breve introducción para neófitos.
Sobre el papel, The Wire podría parecer una serie -otra más- sobre policías, que en este caso se dedican a perseguir narcotraficantes. Ver unos pocos capítulos desmiente esta impresión. Olvídense de intachables y macizos defensores de la ley y el orden que resuelven casos como churros. De lo que aquí se trata es de hacer el retrato de una ciudad -la poco glamourosa Baltimore, con altos índices de pobreza y violencia-, de sus habitantes y sus instituciones. La serie cuenta con una nómina de unos 30 personajes estables que pertenecen a distintos estamentos, y dedica cada una de sus cinco temporadas a examinar una faceta de la ciudad: el tráfico de drogas, el puerto, el poder político local, la escuela y los medios de comunicación. O más bien deberíamos decir: las desastrosas consecuencias sociales de la guerra contra las drogas; la decadencia de la clase trabajadora industrial; los entresijos de un poder político marcado por la corrupción, la especulación urbanística y la lucha de intereses; el fracaso del ideal de la igualdad de oportunidades en la educación; y la farsa de unos medios de comunicación más preocupados por las ventas y los beneficios que por la información. Casos policiales que se atascan y embarullan, conversaciones anodinas entre camellos mientras esperan en la esquina la enésima borrachera en un oscuro pub… a veces parece que en The Wire no pasa nada y, sin embargo, todo un mundo se despliega ante nuestros ojos. Como dice Lester Freamon, uno de los personajes: «La vida, Jimmy, ¿sabes lo que es? Es la mierda que pasa mientras esperas los momentos que nunca llegan».
The Wire abraza el formato serial con todas sus consecuencias, para ofrecer el retrato de un mundo y de unos personajes con múltiples aristas, a los que vemos equivocarse, cambiar, volverla a cagar; a los que a veces odiamos y otras no podemos evitar cogerles cariño. Antes de dejarles con nuestro particular recorrido por las calles de Baltimore, permítannos un breve apunte sobre sus creadores. David Simon fue reportero del Baltimore Sun, y durante trece años se dedicó a recorrer sus calles como cronista local. Así es como conoció a Edward Burns, un atípico policía aficionado a la lectura que dejó el cuerpo para trabajar en una escuela pública. Esta extraña pareja decidió plasmar sus obsesiones comunes sobre los males que asolaban a su ciudad junto con un equipo de guionistas formado por antiguos periodistas y escritores como Richard Price o Dennis Lehane. Todos ellos tipos ajenos a los despachos de Hollywood, pero capaces de darle a la serie la estructura literaria y con múltiples puntos de vista que convierten a The Wire en una apasionante novela audiovisual. Bienvenidos a Baltimore.
«Si mataran a 300 hombres blancos cada año en esta ciudad, enviarían a la 82 División Aerotransportada.»
(Freamon)
Tal día como hoy las estadísticas policiales de la ciudad de Baltimore registrarán un asesinato, dos incendios provocados, 16 agresiones graves, 17 vehículos robados, 20 allanamientos y 87 delitos contra la propiedad. Siete veces mayor que la media nacional, el crimen es uno de los factores que determina la vida y acciones de individuos e instituciones en este escenario. La segregación económica es otro elemento clave en el devenir de esta ciudad, que en los últimos 40 años ha visto emigrar a 350.000 de sus habitantes hacia zonas más prósperas del estado de Maryland. Hoy, más de un 20% de su población vive por debajo del umbral de la pobreza. De estas 127.000 personas, una cuarta parte son niños y ocho de cada diez son de raza negra. Para David Simon, Baltimore está en «los últimos círculos de una economía donde el capitalismo tiene carta blanca. Es una ciudad sistemáticamente desindustrializada, hipersegregada, inhabitable para la clase trabajadora, donde las minorías alienadas económicamente encuentran su única salida en el negocio de las drogas».
«Los dioses no te salvarán»
(Burrell)
«Lo que me inspiró es la tragedia griega, en la que protagonistas predestinados y condenados se enfrentan a un sistema que es indiferente a su heroísmo, a su individualidad, a su moralidad. Pero en vez de dioses del Olimpo que lanzan rayos ardientes y joden a la gente por diversión, tenemos instituciones posmodernas. El departamento de policía es un dios, el tráfico de drogas es un dios, el sistema escolar es un dios, el ayuntamiento es un dios, las elecciones son un dios. El capitalismo es el dios supremo en The Wire. El capitalismo es Zeus».
El triunfo de unas instituciones que han fracasado en su labor de servir a la gente y ahora buscan sólo perpetuar el statu quo es uno de los grandes temas de la serie, como revelaba David Simon en The Fader. No hay un individuo responsable de todos los males; en The Wire el villano es la maquinaria institucional, que trasciende a los individuos que la integran y que, como la banca, siempre gana. Todo cambia para que todo siga igual. ¿No deja este retrato de un sistema irreductible al espectador con sensación de impotencia? ¿O es que quizá insinúa que no basta con tímidas reformas y buena voluntad?
«Yo no soy un empresario de traje como tú. Soy sólo un gángster, supongo. Y quiero mis esquinas»
(Barksdale)
«La cuestión es que cualquier cosa a la que llamemos heroína, se va a vender sola. Si es buen material, se va a vender. Si es mal material, vamos a vender el doble». Con esta reflexión de Stringer Bell al comienzo de la serie, se expone la naturaleza peculiar de las calles de Baltimore. La demanda indiscriminada de estupefacientes en la «ciudad interior» genera un mercado casi ilimitado, donde quien quiera conseguir beneficios apenas necesitará inversión, conocimientos o infraestructura comercial en el sentido tradicional.
Aunque en este sistema desregulado y abierto es fundamental adquirir una posición privilegiada desde la que controlar la oferta en el territorio propio y expandirse desplazando a la competencia. Para conseguir este objetivo es casi inevitable militarizar las operaciones comerciales, lo que produce cadáveres y en último lugar lleva a las calles la guerra entre las bandas y las fuerzas de seguridad del Estado. It’s all part of the game.
«No necesitamos soñar más»
(‘Stringer’ Bell)
«El ser humano cada vez importa menos». David Simon registra con esta frase uno de los aspectos más sabrosos de la serie. El individuo, en The Wire, está condenado a una soledad sistémica. En esas calles algunos se aferran a la vida, aquello que ocurre cuando se está dentro del juego, y otros son arrollados sin compasión por un progreso disfuncional. La eliminación es el final del juego y, hasta ese punto, «eso es América, tío». Para algunos, la libertad es una droga adulterada. Si alguien confía en Adam Smith es sacado pronto de un tablero en el que las ideas están neutralizadas por los intereses. Los sueños son caprichos; pocos se obligan a perseguir uno, para no salirse de la senda.
Algunos aspectos en el tratamiento de los personajes remiten a la novela del siglo XIX: el espectador es tentado por los guionistas de la serie, es el único autorizado para conocer a los personajes, mientras que éstos, en muchas ocasiones, no se reconocen entre sí, pululan por la ciudad en busca de autor. Los encontramos y se esfuman una y otra vez, hasta que el espectador puede sentir la atmósfera por la que ha recorrido cada personaje mientras la trama le mantenía oculto.
El espectador adquiere una responsabilidad cuando se planta en esas calles: en The Wire no funcionan las fórmulas. Hay que comprobar una y otra vez que sólo hay una que no pierde vigencia: sólo los más fuertes sobreviven. Pero, a diferencia de otras series más convencionales, en ésta la debilidad forma parte del juego, «todas las piezas importan», dice Freamon, para llevar la contraria.
David Simon se marcha a Nueva Orleans
David Simon pasó más de una década en la redacción del Baltimore Sun. Durante ese tiempo escribió dos libros de crónicas que serían llevados a la pequeña pantalla: con Homicide se pasó un año recorriendo las calles junto con una unidad de policía; con The Corner se bajó del coche patrulla para acompañar a una familia de adictos. El libro, escrito con el que sería su futuro compañero de fatigas televisivas, Edward Burns, se convirtió, de la mano de ambos, en la miniserie The Corner, una suerte de preámbulo de The Wire.
Tras The Wire, Simon y Burns acometieron la miniserie Generation Kill, que retrata la invasión de Iraq de la mano de una unidad de élite de marines con altas dosis de realismo y miserias bélicas. Pero el proyecto con el que Simon nos ha puesto los dientes largos es Tremé, la historia de un músico en el Nueva Orleans post Katrina que promete ser otra apasionante radiografía marca de la casa.