Como el vino de Jerez y el vinillo de Rioja,son los colores que tiene la banderita española Las corsarias, Pasodoble de la bandera Eterna, sempiterna y neoeterna, el pulcro estandarte rojigualda de la humillación y la victoria, de los cortes de pelo y el aceite de ricino, reaparece impulsado tanto por necesidad estratégica como por […]
Como el vino de Jerez y el vinillo de Rioja,
son los colores que tiene la banderita española
Las corsarias, Pasodoble de la bandera
Eterna, sempiterna y neoeterna, el pulcro estandarte rojigualda de la humillación y la victoria, de los cortes de pelo y el aceite de ricino, reaparece impulsado tanto por necesidad estratégica como por necedad ideológica. Necesidad de recordar su cercano origen y leyenda, los tercios de Flandes y el abuelo que era procurador, la tía soltera con sus tapetes de ganchillo -ahora single proactiva de crucero por el Mediterráneo- y los periódicos con grapa (en la actualidad El Mundo cumple la función/misión santa); se trata, según el think tank del PP, esos pensadores de la nada y gaviota -pájaro de la basura- que se reúnen en Génova a la hora de maitines (hasta el nombre clave invita a la desconfianza) de aglutinar a los suyos -cerrar filas, escuadrones leales- dispersos entre tanta algarabía consumista, segundas y terceras residencias, playas de Levante, paellas, televisión basura, sangría con denominación de origen y golf. El medio, decían, es el mensaje y el mensaje es frío, gélido, aterrador. También producen escalofríos las artes escénicas del PSOE, jugando -sin decirlo- a que la declarada reacción españolísima concentrará el voto en su programa electoral. Están jugando con fuego, un fuego falso de chimenea y salón-comedor que puede reavivar el verdadero rescoldo cristofascista que anda por ahí. La política de la bandera, de sábado de romería y peluqueros reconvertidos en estrellas mediáticas, de la exhibición y los fueros navarros (vuelve el siglo XIX) consiste en ordenar -según su cartografía de crucifijo y correajes- el espacio de lo público, delimitar los movimientos morales del personal, marcar las fronteras, volver a las tertulias de casino y cretona (ahora radiofónicas), merendar picatostes con chocolate en los cafés, cantar montañas nevadas y agitar. El ciclo del capitalismo y la política económica española -la misma desde el Plan de Estabilización de 1959- favorece, en este caso, al partido en el poder. El ciclo es el mensaje. El CIS dice que la gente vive bien. Sería curioso analizar con detalle la muestra y las preguntas. A Alfonso Guerra, poeta y prosista, Fouché de sacristía, le gustaba –illo tempore– jugar con los datos y las encuestas. Eran otros tiempos.
Llevaban la banderita en el reloj, en los pasadores del pelo y se sentían, son, patriotas. Defensores de la Fe, de la tradición, de todos los valores posibles y los inexistentes. Totus tuus. Ahora, renacen o reaparecen, salen de las catacumbas, Con flores a María (gran novela del olvidado Alfonso Grosso), de los consejos de administración y las porterías, de los ministerios, las oficinas bancarias y las fincas. España eterna, neoeterna y sempiterna. Son los mismos, pasean por las manifestaciones con sus banderitas, la calle siempre fue suya, sus mástiles y sus heladoras sonrisas. Sólo por edad -incluso los jóvenes- yo los hacía a todos muertos y sin embargo aquí están, como si nada, como si alguna vez se hubieran ido, con sus voces y su desprecio. Creen que Rodríguez Zapatero es un rojo. Y aunque sus mentores no lo crean, les da igual. Ellos, enhiestos, pasean todavía sus inexistentes galones de alférez provisional, las oposiciones y las pasantías en los despachos; ellas, delicadas y coquetas, sus licenciaturas en farmacia, en comunicación audiovisual o marketing, el polvoriento piano arrinconado, los aperitivos en el Club de Campo y su ardor guerrero de falda tableada y amante por las calles más elegantes de las ciudades, de todas las provincias de su España, de las villas, concejos y capitales imperiales. Ganaron la guerra, ganaron la posguerra, ganaron el silencio y el miedo, ganaron la transición con la complicidad (traición histórica) de las fuerzas de la izquierda antifranquista -nunca el PSOE, manos blancas no ofenden- y ganaron la paz de los cementerios civiles y militares. Llevan ganando desde el siglo XVI, desde el oro americano, desde que construyeron un estado nacional-católico a imagen y semejanza de sus vírgenes y dioses de barro y cepillo. La iglesia unificó -bajo palio y terror- el territorio sagrado y hoy, siglos después, sigue unificando el sentimiento de lo español, eso tan español, lo españolazo, la bandera, los colegios y unas tapas. Su aguerrido movimiento, el PP y la COPE de vanguardia consciente, capote de paseo, fajín y guirnalda, fallas de Valencia, barrera del siete, feria de abril, señoritos de vermút, apolíticos de varia especie, vestigios, fósiles y alienados, corta la respiración. Agitan la rojigualda al viento del desconcierto, Joseantoniopresente, Francopresente, Aznarpresente, como si la izquierda -una simbólica derrota más- no hubiera aceptado ya la enseña franquista (aunque tenga otro origen) en 1975, o en 1977, sábado 9 de abril, sábado de gloria, cuando legalizaron al PCE (y el PCE se «dejó» legalizar) y aquello fue una nueva y definitiva rendición. La agresión está en los colores. En sus malditos colores.