En 1986, la muerte de Simone de Beauvoir fue recogida por ‘Le Nouvel Observateur’ con un sonoro titular: «Mujeres, ¡se lo debéis todo!». Adorada por unos y denigrada por otros con la misma ceguera fundamentalista, su muerte terminó de soldar una figura mítica. El mecanismo de la ausencia funciona siempre eliminando el último obstáculo hacia […]
En 1986, la muerte de Simone de Beauvoir fue recogida por ‘Le Nouvel Observateur’ con un sonoro titular: «Mujeres, ¡se lo debéis todo!». Adorada por unos y denigrada por otros con la misma ceguera fundamentalista, su muerte terminó de soldar una figura mítica. El mecanismo de la ausencia funciona siempre eliminando el último obstáculo hacia la leyenda.
Al desaparecer, Simone de Beauvoir dejaba de interferir con las filmaciones de ficción que las manos ajenas podían elaborar sobre su vida y su persona. Beauvoir se había convertido en un mito y aún le quedaba por acometer una empresa espectacular en su afán por reivindicar la autenticidad de la existencia y por rechazar las imposturas. Precisamente, cortocircuitar ese mecanismo que pretendía instalarla en la fábula.
Cuando después empezó a hacerse pública una vastísima correspondencia que ella había dejado dispuesta para ese fin, el escándalo fue mayúsculo. Sus cartas desvelan a una Simone nada evidente que desborda el marco de los retratos que se habían volcado de ella. En su vocación de autenticidad, no se oculta nada a sí misma, no pretende disfrazarse ante su corresponsal, ni ante sus lectores.
Para todos aquellos que se habían afanado en acotar su complejidad en una imagen nítida, compacta e impermeable, tan útil para ser venerada como denigrada, el golpe resultó intolerable. La evidencia de la empresa existencial de Simone de Beauvoir excedía, con mucho, el mito.
Las señales de orientación en el recorrido intelectual y el compromiso político de Beauvoir comparten un código generado por una certeza que la asaltó muy pronto, a cuya elaboración teórica dedicó su vida, y que pasaría a integrar de forma fundamental el corpus existencialista. Si creemos lo que vierte sobre sí misma en Memorias de una joven formal, el asalto se produjo tan pronto como a los ocho años, momento en el que constata la falibilidad de sus venerados padres y profesoras, y que fue seguido, muy poco después, por el desvanecimiento de su fe en dios.
No existe una determinación esencial inmutable que dirija las subjetividades, los cuerpos y el destino de los seres humanos. Si la existencia precede a la esencia, Beauvoir no puede concebir la vida sino como eterno proyecto, pura trascendencia. Éste es el principio que determina su apuesta por una absoluta autonomía individual inmersa en una ética relacional y entretejida con el imperativo de la responsabilidad colectiva. Beauvoir exige un compromiso del sujeto con su libertad, una libertad situada y encarnada que incorpora un importante matiz en la tendencia existencialista a admitir la existencia de una libertad individual total. Si «la libertad es lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros», la única forma de trascender la situación es comprometiéndose en una acción.
Tales premisas, que marcan su discurrir teórico y vital, empapan cada uno de sus escritos y sus acciones, y explican su oscilación durante la Guerra Fría entre la ilusión y el desencanto con las apuestas comunistas, su oposición al régimen gaullista, su compromiso con la lucha anticolonialista, su denuncia de la ilegitimidad de la guerra en Argelia, su rechazo del matrimonio convencional como una institución que autoriza la dominación de los maridos sobre las mujeres, su empeño en deshacer la tradicional unión de los conceptos de sexualidad y procreación, su exploración de formas de familia que respondieran únicamente al deseo de sus integrantes, y su decidida vindicación del aborto y del derecho a decidir sobre el propio cuerpo.
En El segundo sexo, sin duda una obra muy ambiciosa, pretendió ofrecer una perspectiva total -a través de un análisis histórico, antropológico, social y cultural- de la situación de la mujer y la estructuración relacional del género. Tamaña empresa, que incurre inevitablemente en algunas imprecisiones, encierra algo más que una intuición genial. Simone de Beauvoir se atrevió a poner en cuestión lo que hasta entonces era indudable, la diferencia esencial de género. Al defender que el género es una construcción cultural, no un factor de determinación biológica, arroja un diagnóstico implacable: el modo de construcción social de la feminidad la estructura como alteridad pura frente al principio masculino normativo.
La construcción de las individualidades impone roles diferentes, géneros, sobre una aparente verdad del sexo. Esta separación que establece entre el peso de la biología y el de las variables históricas y culturales que son el marco de construcción de subjetividades encarnadas, de conciencias y autoconciencias dentro de cuerpos, supone un verdadero salto cuántico no sólo para la teoría feminista. Con El segundo sexo diseñó una herramienta extremadamente incisiva para el desmontaje por piezas de un sistema relacional que tiende a producir subjetividades jerarquizadas y enquistadas.
Con su compromiso durante los ’70 con el Mouvement de Libération des Femmes (MLF) se lanzó a un rescate activo de los cuerpos de las mujeres de su secuestro eclesiástico, moral e institucional. Impulsó el Manifiesto de las 343, un sonado ejercicio de desobediencia en el que 343 mujeres se autoinculparon de haber abortado, y fundó junto a Gisèle Halimi el movimiento Choisir, que se concebía precisamente como plataforma de defensa y apoyo a las mujeres que abortaban.
De la misma convicción ética parte su compromiso con las luchas anticoloniales y su estupor ante el comportamiento inhibido de sus contemporáneos durante la guerra de Argelia. La indiferencia y la ceguera voluntaria ante las atrocidades cometidas por el Ejército francés, que legitimó el uso de la tortura como un mal necesario en su ofensiva contra el brazo armado del Frente de Liberación Nacional argelino, la escandalizaron especialmente.
Mediante sus escritos, su impulso al Manifiesto de los 121 «por el derecho de insumisión a la guerra de Argelia», y su defensa pública de Djamila Boupacha, una joven argelina de 22 años torturada por los soldados franceses, intentó hacer visible la responsabilidad compartida de la ciudadanía francesa ante estos hechos. Al privarles del refugio de la ignorancia, para los franceses no podría dejar de ser evidente el compromiso en una acción que su responsabilidad exigía.
Son elementos, todos ellos, demasiado familiares como para que una lectura contemporánea, situada y problemática de Simone de Beauvoir no pueda permitirnos aprovechar los resultados del experimento que elaboró con la materia de su propia vida.