Empecé con eso. ¿Se oía? Prepárense que empezamos con un solo de batería. Ba-dum-dum-dum-tschh-dum-dum-ba-dum. Una pantalla en negro y letras separadas que aparecen a cada golpe de la caja y el bombo y el tom y el charles y el crash. Poco a poco, sonido a sonido, las letras van formando palabras. Y las […]
Empecé con eso. ¿Se oía?
Prepárense que empezamos con un solo de batería. Ba-dum-dum-dum-tschh-dum-dum-ba-dum. Una pantalla en negro y letras separadas que aparecen a cada golpe de la caja y el bombo y el tom y el charles y el crash. Poco a poco, sonido a sonido, las letras van formando palabras.
Y las palabras encajan.
Dum-dum-ba-dum-tschh. Son los créditos y son una declaración de intenciones. Hablando de declaración de intenciones, deberías decir lo de los spoilers. No voy a decir nada de los spoilers; da igual que los lectores conozcan la trama. Para comprender, incluso para disfrutar la película, tienen que verla. Además, la trama podría contarse en cuarenta y cinco palabras. Si no lo dices, se van a enfadar. Está bien.
LA SIGUIENTE RESEÑA CONTIENE SPOILERS QUE NO DESENTRAÑAN LA TRAMA
Porque, ¿tiene trama el último filme de Alejandro González Iñárritu? Sí, claro que la tiene. Y es muy sencilla, ni siquiera es especialmente original: una antigua estrella de cine quiere redimirse de su pasado hollywodiense montando, dirigiendo y protagonizando una obra de teatro seria. Los preparativos de la obra servirán para que, en una serie de catarsis, el protagonista se comprenda a sí mismo y la vida que le rodea. ¿Ven? cuarenta y cinco palabras. Han sido cuarenta y seis, y eso no es una trama, ni siquiera es una sinopsis. Es apenas un esbozo. Dum-tschh-dum-tschh-tschh-ba-dum.
El protagonista es Riggan Thomson, un antiguo actor de Hollywood que, cumplidos los sesenta, quiere demostrar al mundo que no es solamente la estrella de una serie de películas de superhéroes de hace veinte años -el epónimo Birdman-, sino que es un actor de verdad. Un actor de teatro. De Broadway. Y la obra que adapta es, ni más ni menos que De qué hablamos cuando hablamos de amor de Raymond Carver. Intimista, profunda, seria. Sin artificios ni concesiones; alejada una galaxia de los blockbusters que Thomson ha interpretado. Una obra que habla de los Grandes Temas. ¿Y no hablan todas las obras de los Grandes Temas? Dum-dum-tschh-tschh-dum. A su lado, un actor joven de los de verdad. Tan de verdad que solo es de verdad cuando está en el escenario. Tan de verdad que la crítica nunca ha podido encontrarle una mala interpretación. La primera actriz de la obra es una actriz de Hollywood en plenitud, pero que está tan emocionada como aterrorizada por actuar en las tablas de Broadway. La segunda actriz es la nueva pareja de Thomson, a quien el protagonista trata como un molesto mosquito. Tschh-tschh-ba-dum-dum. Algo parecido puede decirse de la hija de Thomson, adicta recién rehabilitada que hace las veces de su asistente personal; o incluso del productor teatral, prácticamente el único amigo del protagonista y que hará todo lo posible para que la obra llegue a buen puerto. O a cualquier puerto.
Y Birdman. La imagen del superhéroe que persigue al actor hasta el punto de que nadie le reconoce por otro papel. Hasta el punto de que solo le reconocen los que vieron sus películas hace veinte años. Ni sus hijos ni sus sobrinos ni la gente que tiene Twitter o Facebook o Instagram, porque Thomson no tiene ni Twitter ni Facebook ni Instagram porque no quiere vivir en el pasado pero no sabe vivir en el presente. Ba-dum-dum-tschh-dum. Birdman le persigue y, cuando están solos, le habla y le concede poderes sobrenaturales. No se los concede. Iñárritu no lo llega a dejar claro. No del todo. Birdman le persigue en el camerino y por las calles de Nueva York. Thomson no está preparado para ser un actor de teatro. No está preparado para ser un actor de verdad. Pertenece a los blockbusters de Hollywood. Pertenece a su pasado. Pertenece al público. Pertenece a Birdman. Tschh-tschh-dum.
Pero Riggan Thomson quiere acabar su viaje y demostrar que es más que Birdman. Que no es Birdman. ¿Y a quién se lo quiere demostrar? ¿Al público? ¿A su público? ¿A su exmujer que le abandonó porque Thomson fue un imbécil con ella como lo es con todos los demás? ¿A Birdman? ¿A él? A él, claro. El viaje del protagonista es un viaje a través del ego de un hombre que solo tiene ego. De un hombre que solo ve el mundo detrás de sus propios ojos. Todos vemos el mundo detrás de nuestros propios ojos. Un hombre que confunde el amor con la admiración y que solo respeta a quien admira o a quien teme. ¿No lo hacemos todos? No.
El protagonista es Michael Keaton, un actor de Hollywood que hace de actor de Hollywood que quiere ser actor de teatro, que tiene sesenta y tres años y al que casi todos conocemos por haber sido Batman hace ya dos décadas. El segundo actor es Edward Norton, uno de los intérpretes mejor considerados por la crítica mundial. De los pocos de su generación que es un actor de verdad, y que hace de un actor de verdad; pero que, por otro lado, fue El Increíble Hulk. Ba-dum-dum-dum-ba-tschhh. La primera actriz es Naomi Watts, con las arrugas de la plenitud. La hija es Emma Stone, cínica y descreída. Demasiado autoconsciente para la edad que tiene, demasiado dolida como para creer en padres ni mucho menos en superhéroes. ¿Hablas de Stone o de su personaje? De su personaje, Stone ha sido la novia de Spiderman hace nada. Y el productor es Zach Galifianakis, tantas veces tarado y resacoso pero que aquí es el único personaje sensato y centrado del filme. Dum-tschh-tschh-dum-ba-dum.
Y los asistentes, los sastres, los tramoyistas, la gente que pasea por Times Square, incluso la despiadada crítica del New York Times se balancean y gravitan y se arremolinan y revolotean alrededor de Riggan Thomson, que corre y salta y pelea y llora y rompe y se emborracha y camina en calzoncillos bajo las alas de Birdman, en busca de la verdad que está en fondo de lo más falso. Del teatro. Siempre bajo las alas de Birdman. Ba-dum-dum-tschh-dum.
Y todos ellos gravitan y revolotean alrededor de las arrugas de Michael Keaton, que juega a su antojo con lo falso y con lo verdadero, y hace creíble un personaje que es falso en cuanto se sube al escenario. Las arrugas de los calzoncillos de Edward Norton, que nos convence de que es falso cuando es hombre y verdadero cuando es actor. Las arrugas de Naomi Watt, cuarenta y seis años de plenitud y de miedo escénico. Las onduladas arrugas en el alma de Amy Ryan, compasiva con su exmarido, pese a todo. Las arrugas en los ojos de Emma Stone, cansados de mirar apenas cumplidos los veinticinco. Y las feroces arrugas de Lindsay Duncan, implacable con quien quiere usurpar la verdad del teatro, visceral y sanguínea, desde la brillantina de Hollywood: «Eres una celebridad, no un actor».
Y todos ellos se balancean en diálogos que flotan como avispas y golpean como mariposas. Tan leves y tan corpulentos que han necesitado ocho manos para emerger. Las del propio Iñárritu y las de Nicolás Giacobone, Alexander Dinelaris y Armando Bo.
Y todos ellos revolotean alrededor de la música del formidable baterista Antonio Sánchez, que bombardea desde el primer al último minuto del metraje sin que nunca sepamos si es diegética o extradiegética. Sin que terminemos de saber si solo la escuchamos en el cine mientras vemos a Keaton o golpea desde el decorado que envuelve el viaje de Thomson y Birdman. Tschh-tschh-dum-ba-dum.
Y todos se arremolinan delante de la lente de Emmanuel Lubezki, hipercromática, profunda y descarnada. Desde el cielo blanco de Manhattan y las guindillas multicolores de una licorería hasta el último milímetro de la última arruga de la cara de Michael Keaton.
Y la cámara. Tschh-tschh-ba-dum-dum. La cámara de González Iñárritu gravita alrededor de todos y de todo en un único plano-secuencia continuo. Ni es un único plano-secuencia ni es continuo. No, no lo es, pero Iñárritu nos hace creer que lo es diciéndonos a la cara que no lo es. Corta el plano cuando no debería haber cámara y fluye suavemente en días y noches como si fueran fracciones de segundo. Enlaza el paseo con la catarsis sin solución de continuidad. Sí que hay discontinuidades. Es verdad, cuando corta el plano y pone la cámara donde no es posible que hubiese una cámara: en una playa llena de medusas. Quizá así transcurre la vida a través de nuestros ojos, en un plano-secuencia donde todo es real incluso cuando no lo es.
Quizá de eso van todos los actos creativos: de convencer de que algo es algo mientras decimos que no lo es. Quizá Birdman habla de Iñárritu, de rodar en Hollywood con estrellas de Hollywood hablando de Hollywood sin estar en Hollywood y alejándose lo máximo posible de Hollywood. De la dificultad de convencer a todo el mundo. De la dificultad de contentar a todo el mundo. De la dificultad de convencerse a uno mismo. Dum-ba-dum-tschh-tschh.
Quizá de eso van las Grandes Obras: de tomar una idea libre y fresca y llevarla a sus últimos extremos. Con la abrumadora consciencia de lo que se hace. Con la exactitud milimétrica de un torrente desbocado verdaderamente difícil de explicar en una reseña. Esto no es una reseña. No es más que una mala imitación, una copia barata. Es una paja mental ininteligible. Te ha encantado la película y ni siquiera sabes contarla. Ni siquiera sabes cómo decir que te ha encantado. Pero sí que sabes lo que tienes que hacer. Lo sabes perfectamente. Dum-dum-ba-dum-ba-tschh. Dales lo que quieren leer. Lo has hecho muchas veces antes. Solo tienes que chasquear los dedos. Clic.
Si Kurt Vonnegut, padre de la postmodernidad, decía que «La creatividad consiste en estar saltando constantemente desde acantilados y desarrollar alas según caemos», entonces la película de Alejandro González Iñárritu es tan posmoderna, tan metamoderna, tan ferozmente hipermoderna que le da la razón solo en parte. Porque Birdman es temeraria en su idea, pero precisa como un cirujano en su ejecución. Un tour de force por las entrañas del proceso creativo. De cualquier proceso creativo.
Eso es. Una cita de un escritor cool, un par de neologismos y una expresión en francés. Eso es lo que eres. Eso es lo que quiere el lector. Lo que quiere el público. Dum-dum-ba-dum-tschh. Ahí te quedas. Las cosas no se pueden clasificar ni etiquetar porque el mundo no se puede clasificar ni etiquetar. No realmente. Al final, todo son capas que se agregan y se yuxtaponen hasta formar un contorno borroso tan borroso como la realidad. Capas de arrugas. Capas de luz y de color y de movimiento de cámara. Capas de música incidental y diegética. Escritores que hablan de escritura. Directores que hablan de dirigir. Actores que interpretan a actores que quieren ser actores y que se parecen a ellos mismos. Cine que habla de la verdad de la ficción. La reseña de una película que habla de cine que habla de teatro que habla del acto de crear. Todo son capas y las capas se apagan en una pantalla en negro donde aparecen letras separadas que acaban formando palabras.
Y encajan.
——-las
—todas
——–palabras
Clic.