Una versión preliminar se publicó en El Colectivo, No. 73, abril de 2022.
Dos hechos aparentemente distantes y sin ningún tipo de conexión que se presentan en dos lugares del mundo son reveladores del racismo que predomina en las sociedades actuales y que es característico del “nuevo-viejo espíritu del capitalismo”. Esos hechos suceden en Ucrania y en Colombia. En el primer país mencionado no se ha ocultado el tratamiento racista y discriminatorio en concordancia con el color de la piel de los que huyen de Ucrania, puesto que en Polonia son acogidos los refugiados blancos, rubios y de ojos azules, mientras que son devueltos a patadas los que no tienen tales rasgos fenotípicos y especialmente si su color de la piel es negro. Mientras tanto, en Colombia Paola Ochoa, una periodista que fue fugaz precandidata vicepresidencial de un vocero de extrema derecha, en un programa de radio salió a decir sandeces y estupideces sobre Francia Márquez, designada como candidata vicepresidencial por el Pacto Histórico, quien recibe insultos y agravios por su doble condición de mujer de origen humilde, por no ser de “estrato seis” y por el color negro de su piel. En el mismo sentido, se enmarcan las declaraciones de la cantante de música arrabalera Marbelle, con unas exacerbadas muestras de racismo y desprecio por Francia Marqués.
Estamos ante dos sucesos que revelan el racismo dominante en el mundo actual y tiene manifestaciones a escala planetaria. Lo que sucede es que ese racismo cotidiano, estructural, enquistado en el tejido social, y convertido en una de las banderas políticas de las extremas derechas del mundo, muestra su verdadero carácter en momentos álgidos, como una guerra o como una campaña electoral en la que por primera vez es escogida una candidata que no porta los rasgos de la blanquitud.
Blanquitud es el concepto que debe ser usado para referirse al racismo realmente existente. No significa tener blanco el color de la piel, es algo más profundo e interior: quiere decir que una persona o una comunidad determinada se comportan con criterios de autoproclamada superioridad de raíz eurocéntrica y supuestamente universal, no solo por la blancura de su piel, sino porque esa blancura encarna a su vez el individualismo de los exitosos y los triunfadores en el nuevo orden capitalista mundial ‒que se está deshaciendo hoy como el agua entre los dedos‒ implantado hace tres décadas. La blanquitud proclama como modelo el American Way of Life que salió triunfante de la guerra fría y cuyos rasgos distintivos son el éxito, la ganancia, la fama individual, el culto al mercado y al Dios Consumo, el egoísmo, la competencia exaltadas como condición natural de los seres humanos y la violencia contra los perdedores e “inferiores”.
En esa lógica se asocian la riqueza a la blancura, al progreso, a la alta modernidad, a la sofisticación y a la superioridad, mientras que la pobreza se vincula con la negrura, al atraso, al mundo exótico, bárbaro e inferior. Para la blanquitud los pobres y desposeídos apestan y son un estorbo, y mucho más por supuesto si son de “razas oscuras”, aunque hoy se da el caso que los rusos ‒cuyo color de piel es blanca‒ estén soportando un racismo renovado, porque, aunque vivan en una sociedad capitalista, como lo es la Rusia actual, a este país se le considera como un invitado indeseable al nuevo desorden mundial, hegemonizado por los Estados Unidos. De ahí que la rusofobia hoy sea la expresión del viejo racismo con otro ropaje, en donde se pide la eliminación de los rusos por su origen nacional y en el metro de Londres se pegan calcomanías, para nada graciosas, en las que se dice que “El único ruso bueno, es el ruso muerto”, una máxima que no es original, puesto que ya la había anunciado Teodoro Roosevelt, para justificar el etnocidio en Estados Unidos a finales del siglo XIX, cuando afirmó que el “único indio bueno era el indio muerto”. En este caso particular, a los rusos se les discrimina a nombre de una blanquitud pura, por así decirlo.
A partir de los antivalores mencionados antes, interiorizados en gran parte del mundo y por gran parte del mundo ‒incluyendo, por supuesto, también a muchos pobres y de color no blanco‒ la blanquitud se ha impuesto como norma, práctica y comportamiento, siendo su símbolo por excelencia, con todo lo degradante que es, el de Michael Jackson, un claro ejemplo de la mentalidad colonizada que Frantz Fanón denominaba con el apelativo de “piel negras, mascaras blancas”.
Quienes, aunque no tengan la piel blanca, son acogidos en el seno de la blanquitud son aquellos que asumen los antivalores del éxito y de la mercantilización, como lo comprueban vedettes de piel negra del espectáculo farandulero o futbolístico, pero cobijados por la blanquitud de la cabeza a los pies: son la clara expresión del consumo, del hedonismo, del egoísmo, del culto a la riqueza, de la ostentación, del individualismo y, políticamente, por supuesto son defensores incondicionales del capitalismo.
Pero dentro de la blanquitud estos son casos excepcionales y admitidos porque comparten las lógicas de la desigualdad propias del capitalismo realmente existente en todos los lugares donde se ha implantado. Para las mayorías sociales, que encarnan los migrantes negros que llegan a Europa, o Francia Márquez en Colombia, la blanquitud no es una marca de ascenso social, sino una brutal forma de opresión, de persecución, que evidencia el racismo dominante, que resulta siendo un componente central, aunque se le trate de ocultar, de ese nuevo desorden mundial capitalista que se impuso luego de la caída del Muro de Berlín, porque la blanquitud es otra forma de proclamar el fin de la historia. Es decir, que en una dudosa ecuación en que la suma de capitalismo (mercado), democracia parlamentaria y blanquitud sellan el cierre de la historia. Es el éxtasis triunfal del capitalismo al estilo estadounidense, con el Dios Mercado al frente, los blancos anglosajones como superiores y una democracia de baja intensidad en donde solo caben los ganadores y exitosos que, por definición axiomática, son los excelsos representantes de la blanquitud.
La blanquitud implica que, en mundo dependiente y colonial, como en Colombia, algunos proclamen su grandeza por unos supuestos rasgos raciales de superioridad y eso los lleve a despreciar a los pobres, a los negros, a los indígenas, a los habitantes de las barriadas humildes, a los migrantes venezolanos o a los colombianos que regresaron de Venezuela. Y eso lo dicen sin desparpajo, con todo el descaro y la impunidad del caso, como lo hace esa periodista que se pretende superior que se llama Paola Ochoa. Pero muchos de esos que descalifican a los pobres colombianos y a los venezolanos de a pie, son los mismos que cuando llegan a los Estados Unidos son expulsados y soportan discriminación. Esto indica que la blanquitud no puede ocultar la desigualdad real que caracteriza al capitalismo y al imperialismo, donde existe una gradación, en la que unos, a la larga, terminan siendo más blanquitos que el resto, y esos son, sin duda alguna, los poderosos, los dominantes, los triunfadores en el mercado capitalista.
Esto lo ejemplifica en Colombia la cantante Maureen Belky Ramírez Cardona, conocida como Marbelle. Esta mujer es la clara representación de la blanquitud dominante, porque ella no es precisamente un modelo de belleza blanca; sus rasgos fisonómicos son los opuestos, ya que es de baja estatura y de contextura robusta, que son comúnmente despreciados. Por eso, aparte de que es la reina de la carrilera (por el género musical que difunde), es también la “reina del bisturí” si se tiene en cuenta que su cuerpo ha soportado decenas de operaciones y cirugías plásticas con la intención inútil de transformarse en una blanca pura. Incluso, su propia madre, murió durante una cirugía plástica. Por más que Marbelle haya querido blanquearse racialmente no lo ha podido hacer porque hay cosas de la naturaleza que no pueden ser modificadas, por más cirugía plástica que se practique.
Su público es de origen humilde y popular por el tipo de canciones que interpreta y, en contra de su base musical de índole pueblerina y de su configuración anatómica, Marbelle es portadora de la blanquitud, de los exitosos, de los que están convencidos que son superiores al resto de mortales del común, porque no forman parte del reducido mundo de los triunfadores del capitalismo realmente existente. Marbelle exhibe su ignorancia, su patanería, su clasismo y su racismo como si fueran características meritorios de las cuales cabría enorgullecerse. Y en las últimas semanas ha emprendido una vulgar campaña racista contra Francia Márquez a quien ha calificado de “King Kong” y a Gustavo Petro de Cacas. Después lo ha repetido casi a diario a través de sus redes antisociales, agregando que King Kong se va a subir en el edificio Colpatria y que por su pinta física (mujer negra y humilde) “me da asco FARC IA” y como buena patrona le mandó que le preparara unos huevos pericos (para referirse al trato que una “colombiana de bien” le da a su criada). Y en otro Twitter sostuvo que Petro y Francia Márquez son un “par de monstruos”.
Marbelle es el grado cero de la blanquitud, porque expresa los antivalores propios del capitalismo triunfante y con ellos quiere aplastar, y hacer desaparecer, a quienes considera inferiores, inferioridad que compagina el clasismo y el racismo que se ha convertido en el rasero a partir del cual se determina quien es humano y quien no y, por supuesto, lo humano es lo blanco, lo occidental, el rico, el poderoso, el famoso…mientras que subhumano es aquel que no se ajusta a ninguno de esos criterios. No nos debe sorprender en esa dirección el lenguaje despreciativo que se usa hoy contra los negros, los pobres, los migrantes indeseables (la mayoría de ellos), los rusos… todos los cuales son calificados de animales, alimañas, monstruos y linduras por el estilo, que indican bien a las claras el racismo endémico de la blanquitud imperante en el desorden capitalista mundial.
Cuando ese desorden capitalista hace aguas por todos los costados, el miedo de los poderosos y dominantes se manifiesta a través del racismo, donde la blanquitud se expresa con todas sus miserias, como está sucediendo desde hace décadas en toda Europa, pero la guerra de Ucrania lo hace patéticamente actual y evidente. No sorprende, en esa dirección, que los voceros de Vox en España lo digan sin aspavientos: los ucranianos blancos son refugiados que deben ser acogidos, los africanos que llegan a Europa son invasores que deben ser expulsados violentamente del suelo europeo. Mientras tanto, en Colombia ese miedo de clase se manifestó claramente en el Paro Nacional, cuando los colombianos de bien salieron a matar con sus propias armas y manos, junto con la policía, a negros, indios y pobres que hicieron ese paro y hoy ese odio y ese miedo, propios de la blanquitud endémica de nuestras clases dominantes, sale a relucir cuando una mujer humilde, digna, luchadora emerge como una figura de raigambre nacional, que la ha llevado, y eso no ha sido ningún regalo, a ser candidata vicepresidencial luego de haber obtenido casi un millón de votos.
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