No hay poder más total que el de la creación, sacar algo de la nada. Es oficio de dioses. Pero junto a él, existe otra potestad no menos absoluta, que es la destrucción, hacer nada de algo. Quizá por eso el gran economista austriaco-norteamericano Schumpeter definió el capitalismo como un «vendaval perenne de destrucción creadora». […]
No hay poder más total que el de la creación, sacar algo de la nada. Es oficio de dioses. Pero junto a él, existe otra potestad no menos absoluta, que es la destrucción, hacer nada de algo. Quizá por eso el gran economista austriaco-norteamericano Schumpeter definió el capitalismo como un «vendaval perenne de destrucción creadora».
Tal es la capacidad de aglutinar a íncubos y súcubos que vio en el sistema el sabio de la «ciencia lúgubre». Y de eso se trata, de crear y destruir a través de la herramienta del Estado. Lo que en estos tiempos de crisis se ha venido conceptuando como «regular» y «des-regular», dos formatos bisagra que sirven lo mismo para un roto que para un descosido. Se regula creando normas que condicionan acciones de personas e instituciones. Se des-regula destruyendo esas mismas normas. Una especie de don de la ubicuidad teo-ideológica, como José Bono, triplemente pio por socialista y cristiano, presidir la sede de la soberanía nacional y además tener el riñón blindado.
Pero como esa destrucción creadora, por definición, es un «vendaval perenne», y todo lo que sube baja, por la ley de gravedad, regulación y des-regulación son a la postre capacidades del poder para legislar a favor de los ocultos intereses que representan. Unas veces se necesita la operativa de la mano invisible, afirmando la hipotética autorregulación de los mercados como bálsamo de Fierabrás, y otras se echa mano al intervencionismo estatal con idéntico santo y seña. El primer caso es el de las subprimes que originaron el crac hipotecario y el segundo remite a la operación rescate con recursos públicos para salvar de la hecatombe a sus protagonistas. En ambos extremos, lo único seguro es que se trata de mecanismos que trabajan para el mismo amo y objetivo : refundar el capitalismo para hacerlo perenne.
Pero en el siglo XXI, el capital tiene otras muchas caras, y una de las más eficaces para lograr el fin de la explotación global sin respuesta general es el empleo a discreción del capital simbólico que amordaza a los damnificados e incluso les manufactura como acólitos de su propio funeral. Para que el espíritu de la necesaria dominación impere. ¿Por quién doblan las campañas, con Ñ intencionada, que promueve el capitalismo en tiempo real con sus armas de destrucción masiva ? A las pruebas diarias nos remitimos. El re-dios capital simbólico tiene la misión de decir a la gente lo que existe y lo que no existe, lo que vale y lo que no vale, creando una realidad de usar y tirar que le permite poner en la agenda social su escalafón de valores como caballo de Troya de conciencias baldías que impidan a los individuos madurar como personas. Por eso, la única forma decente y eficaz de cortocircuitar esa escuela de resignación es la dinamita cerebral : la acción directa del imperativo moral que implica la propaganda por el hecho.
Este fin de semana, España entera asistió a uno de esos eclipses de la realidad a que nos tienen acostumbrados los hombres del tiempo de la política-mantra. La milla de oro financiera del centro de Madrid, desde Cibeles a Puerta del Sol, fue okupada el 16-M por miles de ciudadanos para denunciar la política antisocial del gobierno socialista y del «terrorismo financiero» internacional. Trabajadores, mujeres, jóvenes, emigrantes, inválidos, familias y ciudadanos sin collar expresaron su rabia y su radical oposición ante las medidas dictadas por el gran capital con el apoyo disimulado de la derecha, la patronal y el silencio cómplice de las cúpulas de las centrales sindicales oficiales y la Iglesia. Por no hablar de una corriente de opinión de la «rive gauchista» que a última hora intenta convencernos de que la auténtica mala es la madrastra banca (falta añadir la sinarquía, como los peronistas) y que el gobierno que ejecuta su programa terminator no tiene otra salida.
Un clamor popular, insistimos, que cegó durante las cuatro horas que duró el recorrido de la manifestación desde Atocha, donde campaba la columna confederal de la CGT, el único sindicato que pide la huelga general como respuesta a la agresión y cuyas banderas rojinegras hegemonizaron la marcha, hasta el kilómetro cero, donde estaban los representantes de las 400 organizaciones de la contra-cumbre UE-América Latina. Pero para casi todas las televisiones, públicas y privadas, y para la prensa, toda privada o privatizada, esos insurrectos y sus recalcitrantes gargantas no existieron. Fueron borrados del mapa por el capital simbólico en ejercicio de sus atribuciones como medios de destrucción de masas. Ni fotos, ni dial, ni casi carta de ajuste. Cero Zapatero.
Mientras, el melifluo ministro José Blanco, portavoz calificado del partido socialista, elegía el púlpito basura del programa La Noria de T5 para perdonar la vida a los pensionistas españoles porque «podríamos haberles descontar la deflación». Un día llegará en que el volcán irrumpa y entonces nadie sabrá cómo ha venido de tanta ceguera voluntaria acumulada, tanto autismo moral y tanto cuéntame cómo pasó para seguir mudo. Una cosa es borrarlos del mapa y otra muy distinta fumigarlos de mala manera. Porque, ojo, cómo dijo una vez el antropólogo Gregori Bateson a los que imponían la realidad representada sobre la vivida, «el mapa no es el territorio».