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Brecht, ¿un clásico?

Fuentes: Revista Laberinto

Quisiera comenzar reconociendo que yo no soy un especialista en Brecht, ni, mucho menos, un teórico marxista, en una doble faceta -ni teórico ni, por extensión, teórico marxista, salvo devoto de la facción Groucho. Si hay alguna razón para mi presencia en estas páginas, por lo tanto, quizá sea que, dentro de la militancia en […]

Quisiera comenzar reconociendo que yo no soy un especialista en Brecht, ni, mucho menos, un teórico marxista, en una doble faceta -ni teórico ni, por extensión, teórico marxista, salvo devoto de la facción Groucho. Si hay alguna razón para mi presencia en estas páginas, por lo tanto, quizá sea que, dentro de la militancia en algunas religiones laicas que nos defienden de la descreencia generalizada en las posibilidades de cambiar el mundo, el sistema, o como queramos llamarlo, una de mis primitivas creencias, junto con el Real Madrid y la novela negra, es Brecht.

Soy consciente de haber dicho Brecht y no el teatro brechtiano, aunque esta fue la vía de penetración -¡que mal suena esta frase! Modifico:- el ámbito que me permitió conocer la figura del escritor alemán. Declararse brechtiano, en cualquier caso, y en el mío particularmente, es tan tonto como formar parte de una unidad de destino en lo universal; veranear en Quintanilla de Onésimo Redondo o intentar entender los meandros ideológicos de doña Pilar del Castillo. Si algo tiene de bueno militar en una religión laica es que no pecas cuando no comulgas -la mayoría de las veces con ruedas de molino-, y el amigo Bertoldo, compartiría con Groucho el convencimiento de jamás entrar en un club que le admitiese a él como socio. Y yo no soy nadie para corregirle, con lo cual siempre me he trabajado con la posibilidad de no admitir la deificación de su figura, ni como dramaturgo, ni como escritor, ni como intelectual, ni tan siquiera como aficionado al boxeo y a la novela negra, entre otras variadas razones porque esta deificación, nacida en Alemania y extendida posteriormente por amplios sectores de la geografía, ha escogido, en un despiece impúdico, las partes que le interesaba al sanedrín de los intelectuales orgánicos de la burguesía alemana, descartando como despojos los planteamientos ideológicos de clase de Brecht. En resumen, que han convertido -o intentado convertir- a Brecht en un clásico, elevado a los altares de la Literatura, evidentemente con mayúsculas, reconduciendo todo su discurso hacia una serie de normas de obligado cumplimiento en el ámbito dramatúrgico y separando, ocultando, minimizando, el saber y el saber decir -en palabras de Gramsci- de un intelectual desclasado que asumió la revolución como un hecho de conciencia.

Esta separación es reveladora en el caso que nos ocupa: mientras preparaba este artículo, sobre Brecht y la política -lo que demuestra que nadie está libre de contradicciones y que todos caemos en la misma trampa-, consultando la numerosísima bibliografía sobre Brecht constataba que no menos de un 25 % de los estudios brechtianos contienen en su título o subtítulo la palabra «política». Esta proporción sería difícilmente imaginable en cualquier otro autor. «Joyce y la política», «Borges y la política», son títulos posibles de un monográfico; de una tesis doctoral de cualquier universidad estadounidense; de alguno de los artículos que pueden homenajear al desdichado autor en su centenario, pero no podrían suponer jamás una cuarta parte de los estudios sobre el autor y su obra. ¿Por qué, entonces, esta reiteración constante en el caso de Brecht? Acaso por su fama de creador comprometido, pero ¿no está también comprometido Vargas Llosa, o Borges, o Malraux? ¡Ah! bendita ingenuidad: lo importante no es estar comprometido, claro, sino con quién se compromete uno. El compromiso de Vargas Llosa con el concepto de globalización de la explotación, del exterminio, del expolio, del Imperio, en suma, no es tal compromiso para la ideología dominante: es una consecuencia lógica del proceso de expansión del pensamiento único, del fin de la historia, del crepúsculo de las ideologías, en este viaje iniciático que va de Fukuyama a Fernández de la Mora, o viceversa, pasando por Sánchez Dragó y la sección femenina.

He aquí el truco: alejar lo más posible los conceptos de Literatura e Ideología, tratándolos por separado, como si formasen parte de dos mundos, de dos personas diferentes. Por un lado, el gran dramaturgo alemán que revolucionó la escena con un cambio de los conceptos dramatúrgicos, afortunadamente, adquirida ya su condición de clásico, felizmente superado. Por otro, el escritor marxista -pronúnciese como de soslayo-, sometido a los dictados de Moscú y defensor del estalinismo, los gulags, y de Osama Bin Laden, si se hubiese dado el devenir histórico oportuno.

Vargas Llosa, uno de mis enemigos íntimos predilectos, nos ofrece un estupendo ejemplo escribiendo para El País, con motivo del centenario brechtiano, un extenso artículo en el que, entre otras muchas escogidas perlas, nos habla sobre su admiración por el escritor alemán, pero su profunda antipatía moral por el personaje. El peruano demuestra su sutileza discriminando, en lo moral, al autor y a la persona; yo, mucho menos sutil, más burdo y menos versado, siento, para con él, una antipatía idéntica, tanto por el autor como por el personaje.

Pero no es el único, evidentemente. La mayoría de los estudios sobre Brecht abunda en las múltiples variantes del vocablo «partidario». Veamos otro ejemplo: Ilse M. de Brugger, cuando habla de Brecht en Teatro alemán del siglo XX, nos comenta:
«Gran parte de su teatro es eminentemente político, basado como está en su credo marxista. Esto no obstante, su producción ha superado las fronteras del concluyente credo partidario»
«Esto no obstante» y «…concluyente credo partidario», un alfa y un omega para mostrar como se puede llegar de la nada a la más absoluta miseria moral.

¿Por qué esa obsesión sobre la necesidad que tendría Brecht de «superar el credo partidario» en su producción? Para poder cumplir una de las normas básicas de la ascensión al cielo de los clásicos: su valor «literario» fuera de época y contextos. Aquí se haría obligada una cita de Juan Carlos Rodríguez sobre el concepto de radical historicidad de la literatura, pero me he propuesto huir de este tipo de citas canónicas y he optado por cambiarla por otra de «El escriba sentado» de Vázquez Montalbán en el que, comentando la polémica entre Lukacs y Brecht, dice
«[…] el embrión de ese compromiso estético explicitado ya, está presente en la reflexión teórica de Plejánov o Lukacs, y el debate sobre el realismo entre Lukacs y Brecht implica el de la función social revolucionaria de la creatividad. […] de vuelta ya de la creencia de que existe pautas universales y eternas de creatividad»
Efectivamente, a mediados de los años veinte, cuando Brecht comienza a escribir las obras de su madurez, Julien Benda publica «La traición de los intelectuales», reflexión sobre el compromiso de los intelectuales y el papel histórico de los poseedores del lenguaje. Gramsci, por esos años, un poco más abajo -geográficamente- escribía las palabras que citábamos arriba y, pocos años después, el 1933, Jean Guéhenno, en la revista Vendredi, utilizaba por vez primera la palabra engagement, que tendría su desarrollo a partir dos años después en los congresos de escritores soviéticos y antifascistas.

Y es que, volviendo a Vázquez Montalbán y su Escriba…
[…] El siglo XX hereda la polémica sobre el subjetivismo o el objetivismo del compromiso intelectual con el movimiento obrero, sujeto contemporáneo del cambio histórico; para unos es una toma de posición populista y redentorista; para otros, un acto de racionalidad por cuanto el intelectual se realiza en viaje hacia el progreso y ese viaje sólo lo garantiza el salto cualitativo que representará la revolución socialista y el nuevo protagonismo histórico de la clase obrera. Es decir: un populista se resigna a ayudar a la nueva clase ascendente, aún a costa de perder sus propios privilegios; un intelectual socialista establece ese compromiso porque su propia realización como intelectual depende de esa nueva verdad que establecerá la clase ascendente.»

Este es el compromiso que asume Brecht, con todas sus contradicciones y su evolución posterior. Este es el conflicto que subyace en toda la corriente crítica que estigmatiza a Brecht, como después de tanto tiempo seguirá haciendo nuestro ex presidente de Gobierno y su cohorte con una parte de la oposición -hay cosas que tienen difícil arreglo-, con la denominación «marxista», o su variante «comunista».
Pero esto tiene una base sólida en los textos brechtianos, y a ellos no dirigimos.

Esta disensión mantenida a partir del conflicto ideológico tiene una razón de ser fundamental: Brecht -pero no sólo Brecht- subvierte el concepto de dramaturgia, en sus distintos sentidos. La configuración de la escena establecida como norma a partir del XVIII, fundamental para la burguesía en su establecimiento como clase dominante, no sirve para los explotados. No sé si esto puede utilizarse como resumen pero, de momento, juguemos con estas cartas -obviamente, marcadas-. Todo esto, infinitamente mejor expuesto, lo cuenta Juan Carlos Rodríguez en «Lenguaje de la escena: Escena árbitro/Estado árbitro», uno de los capítulos de La norma literaria, con lo que puedo eximirme de dar detalles abrumadores.

Brecht concibe otra escena, y otros actores, y otra forma de re-presentar, porque parte de otra lógica interna; lo expone claramente en una extensa cita del Pequeño Organón:
«Si el actor no quiere ser un simple loro o un mono, tendrá que apropiarse el saber de su época acerca de la convivencia humana, participando en las luchas de las clases. Para muchos esto puede parecer una humillación, en virtud de que colocan el arte […] en las más altas esferas; ello no obstante, las decisiones más categóricas para el bien de la humanidad son debatidas sobre la tierra, no en los aires; en lo `exterior’, no en las cabezas. Nadie puede estar por encima de las luchas que libran las clases, porque nadie puede estar por encima de los hombres. La sociedad carecerá de un vocero común mientras esté dividida en clases. De ahí que, en el ámbito del arte, ser imparcial sólo significa pertenecer al partido dominante.»
Él, desde luego, no es imparcial, ni tan siquiera lo pretende. En Me-ti, el libro de las mutaciones, alguien pregunta al filósofo: «¿Como puede exigirse a alguien que sea objetivo y partidista al mismo tiempo? Me-ti respondió: Cuando el partido es, objetivamente, lo acertado, no existe diferencia entre objetividad y partidismo».

Como no vamos a hacer una charla interminable sobre las variantes teóricas de la dramaturgia brechtiana, voy a referirme a los elementos fundamentales, o más extendidos de la misma; los que han conformado el sagrado advenimiento de su conversión en clásico, comenzando por el término Verfrendung, habitualmente traducido por distanciación. Vamos a ello:
Brecht no inventó nada nuevo con el «efecto de distanciación». Este ha existido y existirá siempre. Brecht lo reconoce; no ha hecho más que tomar a su cargo, y con fines precisos, una técnica muy común. Uno de sus textos teóricos más conocidos «Efectos de Distanciación en el arte dramático chino». cita como ejemplos de Verfrendung la dicción de los clowns, el empleo de «panoramas» en las escenas y cuadros presentados en las ferias, y también los procedimientos que usaron los dadaístas y los surrealistas, pero, añade, objetos tan «distanciados» permanecen alejados de nosotros, nos son completamente ajenos, escapan a nuestra aprehensión, incluso los trucos y los tics de los actores que acostumbran hacer su número de composición… Pero éstos no son los efectos que Brecht propone a sus actores ni a los nuevos dramaturgos. «Distanciar», según Brecht, no consiste en mantener a distancia cualquier cosa (una palabra, un gesto, un personaje), de cualquier manera, ni tampoco permanecer frío ante lo que es cálido, oponer la razón a la pasión y, en vez de interpretar un personaje, comentarlo y desmontarlo con fingida impasibilidad. La distanciación brechtiana es un método riguroso; exige, para ser comprendido y utilizado de manera creadora, una visión de conjunto de la concepción que Brecht tenía del teatro y, más ampliamente, del arte como medio específico de representar la vida de los hombres. Quizá aquí jugó un papel determinante la traducción de la palabra. Distanciación se ha convertido en una mayoría abrumadora de montajes pretendidamente brechtianos -salvando al mágico Streler del Piccolo Teatro de Milano- en un horrible sufrimiento de actores que deambulan por la escena como si su función primordial consistiese en demostrar lo lejos que están -lo distanciados-, no sólo de las emociones, sino, y sobre todo, del concepto de inteligencia.

La reflexión teórica de Brecht no es aprehensible en su integridad nunca, en ningún momento de su obra. Incluso en La compra del cobre, inacabada, por otra parte, no nos proporciona la suma total de esta reflexión; de la misma manera que tampoco lo hace en el Pequeño Organon para el teatro. Su pensamiento no considera nunca a los resultados obtenidos como definitivos. Está fundado en una constatación: la de los constantes cambios de la sociedad; por lo tanto, admite el cambio como una ley propia. Además, no se ha desarrollado más que en una relación muy estrecha con la práctica teatral. La mayor parte de los textos teóricos de Brecht surgieron de experiencias directas del dramaturgo o del director de escena, y constituyen su comentario. De esta manera, práctica teatral y reflexión teórica están en Brecht relacionadas por referirse al mismo objeto, y son las dos caras inseparables de un mismo trabajo. Es imposible aislar una de otra. Las dos constituyen la actividad teatral brechtiana.

Y ahora entra en escena en otro gran concepto, el teatro épico. Volvamos de nuevo al punto de partida de la teoría brechtiana. Cuando en 1926 (es decir, con más de cinco años de práctica teatral), Brecht declara: «Soy partidario del teatro épico» y se decide por un arte que «depende mucho del entendimiento» («No escribo para la chusma que busca únicamente la emoción»); cuando, más tarde, opone esta dramaturgia épica («Es más necesario dilucidar la consecuencia de los acontecimientos históricos que el hombre») a una dramaturgia aristotélica basada, según él, en «la propensión del espectador a identificarse con los personajes y a abandonarse al espectáculo», semejante toma de posición no tiene nada de hipótesis de escuela. Fue su misma experiencia teatral y de la lucha política quien condujo a Brecht al teatro de Piscator, a enriquecerlo y desarrollarlo. No ha dejado de constatarlo desde que abordó el teatro: en una época en la que los enfrentamientos entre los hombres no son los de «grandes individualidades», sino de grandes masas, y en la que lo económico domina sobre lo «psicológico», la dramaturgia tradicional, aunque repleta de sentimientos izquierdistas, en el sentido más populista de la palabra, ha perdido toda su eficacia. «A la profundización de nuevos temas corresponde una forma dramatúrgica y teatral nueva»; la forma épica, precisamente. La reforma que Brecht preconiza hacia el año 1930 es total. Afecta a todos los sectores de la actividad teatral. Sustituye el drama por el discurso: porque se trata menos de «hacer ver» sentimientos que de describir comportamientos y relacionar las opiniones; rompe con la organización armónica de la progresión dramática (el dramaturgo o el director de escena «monta» conjuntos de fragmentos y a él corresponde subrayar las contradicciones en vez de establecer la graduación); rechaza como falaz cualquier conclusión definitiva: la obra no se cierra sobre la conciliación final que reclamaba Hegel, sino que permanece abierta sobre varias posibles soluciones. La noción de conflicto se sustituye por la de contradicción. Y es al espectador, y no a los personajes, a quien confía Brecht la última palabra. Entre la escena y la sala, la separación (y, en consecuencia, la identificación imaginaria) no es absoluta. Como lo apuntaba Walter Benjamin: «el teatro épico da la mayor importancia a algo despreciado hasta ahora: llamémosle el relleno del hueco de la orquesta. (…) También al realce de la escena. Pero la escena no surge de una insondable profundidad: se ha vuelto pódium. Teatro didáctico y teatro épico son una tentativa para instalarse en este pódium» .
Uno de los puntales de este teatro nuevo, es la teoría de la distanciación, o, por seguir con la polémica de las traducciones, la desalienación. Las traducciones argentinas y mejicanas insistían en denominar al efecto V, distanciamiento, distanciación. Pero ¿de qué había que distanciarse? ¿de Brecht, de la ideología, de la emoción, de la estética…? La respuesta nos la dio hace veinte años, Juan Carlos Rodríguez, quien, con el apoyo de Kim Vilar, discutía con Bernard Dort y Juan Antonio Hormigón sobre la corrección de las distintas traducciones de la palabra Verfremdung. Mientras estos últimos defendían la utilización de `no alienación’, la que parece la traducción correcta del término, Juan Carlos Rodríguez reivindicaba el uso de «distancia». Como de costumbre, Juan Carlos sacaba punta al lenguaje y nos mostraba el envés de un término. Esa `distancia’ nos marcaba con claridad la distancia política que traslucía el teatro de Brecht. Si Althusser empleaba para explicar los aparatos ideológicos del Estado una metáfora arquitectónica, bien podemos usarla nosotros, como reivindicaba el cartero de Skármeta, para este concepto de la distancia: si los pisos de la superestructura ideológica se sostienen sobre los cimientos de la infraestructura, la `distancia política’ se sostiene sobre la realidad de la `distancia física’ del espacio teatral. Si la creencia de que el escenario es un espacio neutro -como explica Juan Carlos Rodríguez- donde se representa la `verdad humana’, su `verdad’ privada, nos sitúa en el plano ideológico de la burguesía, la distancia física que la escena reproduce es la concreción espacial de la `distancia política’ y no basta suprimir o modificar el escenario isabelino para eliminarla: es la distancia entre el Estado y las clases sociales -todas las clases sociales-. Habría, entonces, que concebir otra escena, otro Estado, para concebir otra lógica interna, otro tipo de relaciones sociales. Eso es la Verfremdung.

La expresión no aparece hasta más tarde en el vocabulario brechtiano. Exactamente en 1936, después de un viaje a Moscú durante el cual Brecht (traducido e interpretado en esta época en la URSS: en 1930, Taïroff había montado La Opera de dos centavos en Moscú y Tretiakoff había dado a conocer algunos de sus textos teóricos sobre el teatro épico) se entrevistó con los principales hombres de teatro soviéticos, como Meyerhold. Sin duda, fue en este momento cuando Brecht puso a punto esta expresión: ésta podría proceder, en efecto, de la fórmula Priem Ostrannenjia empleada desde 1917 por Sklovski para designar un procedimiento específico del arte, el «procedimiento de singularización», que consiste «en oscurecer la forma, en aumentar la dificultad y la duración de la percepción» de manera que pueda liberarse «el objeto del automatismo perceptivo» (de esta manera no se llamará al objeto por su nombre, pero se le describirá como si fuera la primera vez que se le viese, y se tratará cada incidente como si sucediese por primera vez…). También Meyerhold había utilizado en el teatro técnicas parecidas; por ejemplo, recomendaba a sus actores practicar lo que él llamaba la «pre-interpretación» («Antes de abordar la situación propiamente dicha, el actor (…) interpreta una pantomima (…) que sugiera al espectador la idea del personaje que encarna y prepararlo para recibir de una determinada manera lo que va a seguir») y la «interpretación invertida» («Dejando de repente de figurar su personaje, el actor interpela al público directamente para recordarle que no hace más que interpretar y que, en realidad, el espectador y él son cómplices»).

Brecht no se contenta con la expresión tomada del vocabulario de los formalistas rusos ni tampoco con los procedimientos meyerholdianos. Recarga el neologismo de Verfremdung, forjado de este modo, con toda su teoría del teatro épico. Lo instala en el corazón de su método. Provocar una Verfremdangseffekt no es solamente proceder a una «operación de singularización» con fines exclusivamente artísticos, liberando «el objeto del automatismo perceptivo», ni tampoco «hablar de lo viejo y habitual como de lo nuevo e inacostumbrado» . Es justamente lo contrario del proceso de Entfremdang, es decir, del proceso de alienación del hombre en la sociedad de la explotación y según las leyes de ésta; es, literalmente, entablar un proceso de «desalienación» dando «a los acontecimientos en los que los hombres se encuentran frente a frente el aspecto de hechos insólitos, de hechos que necesitan una explicación, que no existen porque sí, que no son simplemente naturales». Y tal «distanciación-desalienación», que interviene en todos los niveles de la representación: el de la interpretación de los actores, el de la dramaturgia, el de la música, el de los decorados…, debe conducir al espectador a adoptar una actitud crítica desde un punto de vista social sin que se destruyan la vitalidad, el carácter concreto y el dibujo histórico de los acontecimientos y los personajes».

A fin de cuentas, lo que Brecht nos propone es «una nueva organización de las relaciones entre la sala y la escena» que anticipa una transformación de las relaciones entre el teatro y la sociedad.
Estamos lejos de considerar la «distanciación» como un procedimiento cual quiera o como un conjunto de recetas y técnicas teatrales que no tengan otro fin que promover un estilo-Brecht. Este método, que consiste en «hacer histórica la descripción de los acontecimientos que ponen a los hombres en relación» y que, por lo tanto, es «una tentativa (…) de revelar las contradicciones en la descripción de los acontecimientos de manera que, al mismo tiempo, los acontecimientos y las condiciones históricas que los preceden puedan dar lugar a un conocimiento» , constituye una elección fundamental en lo que respecta a la estructura y a la función de la actividad teatral. En primer lugar, prosigue y amplía al mismo tiempo las transformaciones producidas en la vida del teatro desde hace casi más de medio siglo. Aprovecha todas las consecuencias de la intervención de la puesta en escena moderna: hay obra teatral en el ámbito exclusivo de la representación. Poner en escena una obra no es traducir, más o menos fielmente, en un lenguaje escénico un texto que ya tiene plena existencia sobre el papel: es conducir este texto a la existencia, una existencia diferente para cada espectáculo. El trabajo teatral -el que se fundamenta precisamente en la Verfremdung- se hace sobre las tablas. Y el actor juega en ellas un papel fundamental: no es solamente un intérprete: es un mediador. Es, precisamente, el lugar y el medio de la toma de conciencia histórica. Este método nos propone también una nueva concepción de las relaciones entre la sala y la escena, y sitúa de nuevo la actividad teatral en la sociedad. En este punto es en donde la reflexión de Brecht nos aporta algo completamente nuevo. Un sistema de obra y espectáculo, de edificio teatral cerrado sobre sí mismo (pensemos en un teatro a la italiana) y sobre imágenes acabadas de nuestra vida, este microcosmos, lo sustituye por una serie de intercambios entre el teatro y la realidad, por una verdadera colaboración entre ellos, por una representación abierta.

Precisamente esto es lo que callan u olvidan todos aquellos que se proclaman a grandes voces que Brecht está superado. Como escribió Wekwerth: «Se fijan en los procedimientos de la puesta en escena, no en su realismo; examinan sus efectos sobre el teatro y no sobre la realidad. Siendo mundial la influencia de Brecht, son muy numerosos aquellos que -consciente o inconscientemente- intentan privar a Brecht de su influencia propia: la acción de vuelta del teatro sobre la realidad. Porque toda reflexión de Brecht sobre el teatro tiene como punto de partida y como punto de llegada la productividad social de su teatro» . Podemos con ello acusar la imitación servil de los procedimientos y el estilo de algunos de los espectáculos del Berliner Ensemble (no hay un estilo Berliner Ensemble, como no hay un estilo Bertold Brecht); igualmente legítimo me parece interrogar también la temática de las obras de Brecht (su obra está fechada y conviene tratarla históricamente). En resumen, conviene romper con una pseudo-ortodoxia brechtiana que consistiría en beatificarle como un clásico o como el poseedor de una visión del mundo acabada. Pero es Brecht quien nos proporciona el mejor instrumento para realizar semejante superación: un método de reflexión y de trabajo artístico válido para todos aquellos que desean un «teatro comprometido con la realidad».

Es significativo que desde las primeras páginas de los Escritos sobre literatura y arte, Brecht elogie el humor definiéndole como un «sentimiento de la distancia» y confiese que se siente casi «prisionero» del vicio de escribir. Señala así que su obra no podría estar dividida en compartimentos estancos. No están de un lado los poemas, las obras, los relatos, y de otro sus escritos teóricos. Y, en estos últimos, no hay tampoco separación alguna entre aquellos que tratan sobre el «teatro» y los que tratan de «literatura y arte», como tampoco la hay en lo que respecta a los escritos que se refieren a la «política y la sociedad» Ahora, la edición de sus obras completas, los diferencia. A1 comienzo de los años treinta, Brecht publicaba sus obras en folletos del tamaño de un cuaderno de escuela que titulaba Versuche (Ensayos) y que generalmente se asemejaban a un conjunto formado por obras, fragmentos de relatos, algunos poemas y algunas reflexiones teóricas.
Pese a todo, los tres volúmenes de los Escritos sobre literatura y arte que engloban los textos en continuidad a lo largo de toda la vida de Brecht, de 1920 a 1956, no dejan de impresionar. Para Brecht, todo era motivo para escribir. Que leyese un libro o fuese miembro de un jurado literario, redacte un panfleto destinado a la difusión clandestina en la Alemania hitleriana: Cinco dificultades para decir la verdad, o aporte su contribución al debate sobre el realismo que tuvo lugar desde 1936 a 1939 en Das Wort, una revista literaria alemana publicada en Moscú… Brecht no dejó nunca de comentar su propia actividad de escritor ni de interrogarse sobre los medios y la función del arte en nuestra sociedad.

Le era válido cualquier pretexto o registro. Los escritos sobre la literatura y el arte van del aforismo a la disertación pedantemente agresiva, de la respuesta desenvuelta a un cuestionario de periódico al discurso (casi) académico, y también escritos concernientes al cine, la radio, la arquitectura o la pintura. Un cierto gusto por la provocación está siempre presente: a Brecht le gusta intervenir de la forma y en el lugar menos esperado. No retrocede ante ninguna contradicción. Pero, como él mismo dice, «la ligereza de tono con la que hago estas constataciones no debe engañar a nadie respecto a la seriedad de la cosa». También podríamos añadir que lo contrario suele ser verdad verdad. A través de los Escritos puede verse un auténtico retrato de Brecht. Y una historia de las actitudes y las posiciones brechtianas, que en algunos puntos (su comportamiento respecto a los expresionistas o sus objeciones a la política cultural de la RDA) rompen con muchas leyendas.

A través de la diversidad y disparidad de estos Escritos se afirma la coherencia y la amplitud teórica de sus reflexiones sobre el arte y la literatura. Sin embargo, Brecht no se propone elaborar un sistema de la obra de arte. Después de haber elogiado, cuando todavía era escolar, «el sonido de flauta de la belleza eterna», a propósito del Jardinero, de Rabindranaht Tagore, se aferra en primer lugar a la noción misma de obra de arte. Rechaza considerarla fuera de las condiciones de producción y difusión: «Cualquiera que sea la manera de estar concebida, la obra de arte es, de ahora en adelante, algo que se vende, y esta venta juega un papel importante en el sistema global de las relaciones humanas y cuya importancia es completamente nueva. No solamente la venta, que se ha vuelto cuantitativamente muy fuerte, regula las antiguas relaciones en el medio de los usos adaptados a la época (han continuado), sino que introduce finalidades «completamente nuevas en el consumo y, por consiguiente, en la fabricación». La transformación es, pues radical: «De hecho, es todo el arte, sin excepción, lo que ha entrado en una nueva situación, el arte como totalidad y no como si estuviese cortado en mil pedazos, es lo que está confrontado, como totalidad se convierte o no en una mercancía» Brecht no permanece en semejante posición, que podríamos llamar «sociologista». Al igual que en su teatro pasó de la glorificación del hombre-mercancía (era el tema central de la primera versión de Un hombre es un hombre) a la descripción del proceso mediante el cual el hombre se convierte en mercancía; y pronto se pregunta, en sus Escritos, cómo la nueva obra de arte puede convertirse en un arma entre las manos de aquellos que esperan transformar el mundo. Pero el postulado fundamental permanece invariable: esta obra no se define solamente por sus formas o por sus tendencias ideológicas, sino por su modo de producción. Esto es lo que conviene analizar y sobre lo que es necesario actuar. De esta manera, Brecht rechaza por igual una crítica de las formas y una crítica de los contenidos. La nueva crítica que desea tendrá que «estudiar las representaciones que los artistas se hacen del mundo, de la acción de los hombres, etc. (…), y cuáles son las falsificaciones de la verdad que resultan de la utilización de determinadas formas estéticas (antiguas). Debe ser materialista y deducir tal forma de arte de tal fin práctico».

Sobre esta base es sobre la que en 1936, hasta 1939, emprende una gran polémica con los defensores oficiales del realismo socialista, concretamente con Georg Lukacs. Los muy numerosos textos constituyen el centro de los Escritos sobre literatura y arte y, desde muchos puntos de vista, un ejemplo de esta nueva crítica brechtiana.

Brecht no renuncia al concepto de realismo, pero rehusa definirlo estéticamente a partir de procedimientos formales establecidos de una vez por todas y según modelos anteriores. Invierte los argumentos de Lukacs: ni Joyce o Doblin, por ejemplo, le parecen formalistas, sino que Lukacs lo es en la medida en que para juzgar las obras de arte de hay utiliza procedimientos del pasado (los del «realismo burgués»). La novela de nuestros días no podría conformarse con el modelo balzaciano porque «Balzac escribía en un mundo completamente diferente del nuestro, con medios perceptivos y procedimientos de representación que no corresponden para nada a nuestro nivel (en lo que respecta a la economía, la tecnología, la biología, etc.) y para una clase que empezaba a servirse del código de Napoleón» .

De esta manera, el realismo tiende a la adecuación entre un proyecto político comprometido en una práctica (la que apunta al dominio de la naturaleza y la sociedad) y la utilización de técnicas literarias adecuadas (estas últimas en tanto que son procedimientos de representación de la realidad). Sin cesar hay que considerar que sus «criterios» son siempre relativos. Brecht va más lejos todavía en su crítica: «E1 slogan Realismo socialista no tiene ningún sentido, ninguna utilidad práctica, ninguna virtud productiva más que con la condición de ser especificado según el tiempo y el lugar».

A fin de cuentas, no es solamente la obra lo que conviene interrogar, sino toda la práctica artística de la que la obra es un producto. Brecht vuelve aquí a la sociología. Pero no pretende reducir a la obra a un simple material.

Lo que él lee a través de sus formas y contenidos, en sus figuras y sus tendencias, es la relación del autor con el proceso de producción: su aceptación de los antiguos modos de representación de lo real o su voluntad por descubrir nuevos modos de representación, su afinidad con un determinado orden artístico (que es también un orden social) o su voluntad por transformarlo. Walter Benjamin lo señaló: «Brecht ha elaborado el concepto de transformación de la función. Fue el primero en señalar a los intelectuales esta exigencia de gran alcance: no entregar nada al aparato de producción sin cambiarlo al mismo tiempo todo lo posible y en un sentido socialista».

Por encima de los criterios ideológicos o estéticos, Brecht designa la responsabilidad política. En los Escritos sobre literatura y arte, así como en los Escritos sobre el teatro, que redacte una respuesta adecuada a Lukacs o esboce unas líneas a propósito de un poema o un cuadro, que analice «los ritmos irregulares en la poesía lírica sin rima» o que evoque a las artes y la revolución», lo que siempre habla es el trabajo, trabajo en el sentido de la puesta en práctica de técnicas particulares (precisamente, las del arte), pero también trabajo en tanto que medio de transformación de aquello que se hace.

La novedad y la fecundidad de la reflexión brechtiana tiende todavía, por lo general, a considerar fundamental esta relación del arte con el trabajo y definirlo como «una práctica social humana con propiedades específicas, historia propia, pero, sobre todo, como una práctica entre otras, relacionada con las otras prácticas». Tomando algunas proposiciones de los formalistas rusos (de Tynianov concretamente, que se preocupó en estudiar las «funciones de la serie literaria en relación con las series sociales más próximas» ) y anticipándose a las actuales investigaciones críticas, Brecht no dejó de trabajar en la elaboración de una teoría marxista del arte.

El método de Brecht ha sido demasiado a menudo reducido a un conjunto de recetas o procedimientos; se ha convertido en un estilo-Brecht. Por eso su obra puede ser asimilada por lo que Brecht llamaba «el aparato» y perder así toda su eficacia crítica. Esto es lo que sucede en la mayor parte de las representaciones que se hacen en Occidente (y, sin duda, en otras partes…). La forma épica es suplantada por una especie de «naturalismo» brechtiano basado en la imitación de los espectáculos del Berliner Ensemble. Se empieza con la realización de un arte povera o populista (vestidos usados y roídos, maquillajes pálidos, multitud de objetos…) y se llega hasta una interpretación de actores fría y desangelada que no tiene nada que ver con la Verfremdug de Brecht, sino que se limita simplemente a una interpretación distanciada que revela estilización. Semejantes espectáculos no son más que aparentemente brechtianos, formalmente brechtianos; tratan las obras de Brecht como si fuesen reflejo de un orden establecido.

Quizá sea necesario ir más lejos y preguntarse sobre la tendencia a considerar a Brecht como un clásico y sus obras como la imagen de una totalidad histórica, exactamente como Lukacs ve las grandes novelas del siglo XIX como obras que nos transmiten procesos históricos concluidos.
¿Es conveniente elegir una solución opuesta y, privilegiando la actualización sobre la historización, interpretar el teatro de Brecht como si se tratase de un teatro de acción política inmediata, de provocación? Es cierto que, a propósito de Grandeza y miseria de la ciudad de Mahagonny, Brecht habló de la provocación como de «una manera de tratar la realidad», pero la daba como medio y no como fin. Creer que las obras son en primera instancia provocadoras es contundir el teatro y la realidad. No es un azar si precisamente el Living Theatre, por ejemplo, no deja de repetir lo que dice Julian Beck, es decir, «el teatro es la vida». Sin embargo, Brecht ha mantenido siempre que el teatro no es la vida; el teatro no hace más que reproducirla, representarla, y nunca se confunde con ella. Su función consiste en permitir al espectador una intervención en la vida, pero en tanto que teatro no sabría hacerlo, no podría tomar una posición frente a la vida. E1 teatro es esencialmente mediación, mediación en vistas a una activación del espectador.

Según la concepción tradicional del teatro, la escena nos ofrece imágenes acabadas, concluidas, de la realidad; realiza la conciliación de lo individual y lo general. Aristóteles consideraba la tragedia superior a la historia, y Hegel proponía que la conclusión del conflicto dramático debía proponernos la imagen de un orden acabado (ya fuese de un restablecimiento del orden antiguo o del establecimiento de un nuevo orden), es decir, la instauración de lo «verdadero y lo racional». De esta forma la escena mostraría a la sala la verdad, una verdad que la sala debe, por definición hacer suya. El edificio teatral lograría una perfecta unidad entre actores y espectadores, sería el microcosmos del mundo. En última instancia, la realidad y la representación coincidirían, el príncipe se casa con leticia y Rajoy se convertiría al islam.

Brecht, por el contrario, introdujo en el teatro una división fundamental. Acusa a esta unidad de astucia ideológica y pone el acento sobre sus diferencias y sus articulaciones. De esta manera establece las bases para una nueva concepción de la estructura de la actividad teatral. Escena y sala no coinciden respecto a una verdad revelada. Sus relaciones están reguladas por el juego de la Verfremendung que identifica a la vez que distancia, aliena y desaliena. La escena no está cerrada sobre sí misma, sobre una verdad válida para todos, sino que permanece abierta sobre la sala y es esta sala quien decide, a fin de cuentas, el verdadero sentido de la representación. No es el reflejo de una realidad aceptada por todos, sino que habla su lenguaje escénico propio, y corresponde a los espectadores comprender este lenguaje. De esta manera puede llegar a instituir un trabajo común entre la escena y la sala, un trabajo cuyo objeto es la sociedad, que precisamente está fuera del teatro. La representación brechtiana está sin concluir, queda por hacerse, pero no puede llevarse a cabo más que en la vida, y no sobre la escena ni en la sala; se deja a la elección del espectador considerado como miembro activo de la sociedad (revolucionario o productor).

Semejante concepción de la «división» brechtiana no carece de consecuencias. Deberá conducir a revalorizar las nociones de fábula y de parábola (opuesta, de hecho, a la de obra o drama histórico entendido en el sentido tradicional). También sería conveniente -podemos recurrir a Meyerhold- volver a definir lo que en cada caso preciso puede ser lenguaje escénico brechtiano, un lenguaje abiertamente teatralizado (el que, por ejemplo, imponen las obras didácticas). Pero lo esencial sería plantear con claridad, a cada representación de una obra de Brecht, la cuestión del «cuándo» y el «cómo» y el «porqué» de esta representación. Interpretar una obra de Brecht por interpretar una obra de Brecht, porque se ha convertido en un «clásico moderno» o porque forma parte de nuestra herencia cultural, me parece literalmente un contrasentido. La obra de Brecht no puede y no debe -excepto si se la vacía de todo aquello que constituye su importancia- funcionar sola. Pertenece al espectador, de igual modo que pertenece al actor o al director de escena. De ahí la ambigüedad de la noción de «modelo». E1 «modelo» es, en efecto, ejemplar tanto en cuanto nos propone una organización coherente de los diferentes elementos de una representación teatral de tal o cual obra, un cierto número de relaciones entre lenguaje literario y lenguaje escénico, pero es equívoco en la medida en que nos deje creer que podríamos encontrar la misma organización en cualquier otra representación de la misma obra con condiciones sociales y políticas diferentes, para otro público. Del «modelo» debemos partir para alcanzar el método, y es este método el que se debe seguir, y no el «modelo». Cada representación de Brecht debe obligarnos a plantear de nuevo el problema de las relaciones entre todos los elementos de la representación, entendida ésta en un sentido amplio, y no sólo del espectáculo (comprendiendo también las relaciones escena-sala). Querer salvaguardar una tradición escénica brechtiana es una contradicción en sus términos -o se niega aquello que Brecht nos aportó en su aspecto más nuevo y fecundo: no una obra acabada en ella misma, que refleja una visión del mundo cerrada y establecida de una vez para siempre, sino un método de representación crítica de nuestra realidad que se sirve de unas técnicas y un lenguaje específicamente teatrales. Únicamente la utilización de este método radical es susceptible de provocar este trabajo en común de la escena y la sala tomando posición frente a una realidad que le es común a las dos, trabajo en el que Brecht veía la función del teatro. Podríamos entonces hablar de la productividad social del teatro de Brecht y no de su eficacia inmediata, intentar superar la pseudo-oposición entre un teatro de cultura pura y un teatro de acción directa, y denunciar esta falsa alternativa como una producción ideológica de la sociedad capitalista controlada, ni poca ni mucha para su colada, como decía un antiguo anuncio de la televisión española, que no la de Merimé, que no la de Merimé…

Y lo dejo aquí, antes de que todos, yo el primero, caigamos en un profundo sopor, acabando con el lema que Brecht tenía escrito en un cartel que colgaba de su habitación: La verdad es concreta.
Muchas gracias a todos.

*Director Teatral
http://laberinto.uma.es