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Cambio de paradigma

Fuentes: Rebelión

Filosofía y ciencia Hace unos años, le pregunté a Stephen Hawking cómo veía la relación actual entre filosofía y ciencia, y me contestó: «Ahora los filósofos solo se dedican al lenguaje, y los científicos tenemos que ocupar el lugar que han dejado vacante». Los antiguos filósofos fueron los primeros científicos. Los nuevos científicos son los […]

Filosofía y ciencia

Hace unos años, le pregunté a Stephen Hawking cómo veía la relación actual entre filosofía y ciencia, y me contestó: «Ahora los filósofos solo se dedican al lenguaje, y los científicos tenemos que ocupar el lugar que han dejado vacante». Los antiguos filósofos fueron los primeros científicos. Los nuevos científicos son los últimos filósofos.

En Dialéctica de la naturaleza, dice Engels: «Los científicos creen librarse de la filosofía ignorándola o despreciándola. Pero puesto que sin pensamiento no pueden avanzar y para pensar necesitan pautas de pensamiento, y toman dichas pautas, sin darse cuenta, del sentido común de las llamadas personas cultas, dominado por los residuos de una filosofía ampliamente superada, o de ese poco de filosofía que aprendieron en la universidad, o de la lectura acrítica y asistemática de textos filosóficos de toda índole, no son en absoluto menos esclavos de la filosofía, sino que la mayoría de las veces lo son de la peor; y los que más desprecian la filosofía son esclavos precisamente de los peores residuos vulgarizados de la peor filosofía».

A primera vista, Hawking parece contradecir a Engels; pero, en última instancia, está señalando el mismo problema –la misma dicotomía– desde un ángulo y un momento diferentes.

Los «intelectuales» (con las comillas quiero señalar que me refiero a lo que habitualmente se entiende por tales) suelen ser gente de letras. Y, viceversa, los científicos no suelen ser considerados (ni considerarse a sí mismos) intelectuales. Sin embargo, hablar de los problemas económicos, políticos y sociales sin saber matemáticas (sin conocer, por ejemplo, la teoría de la información o la teoría de juegos), es, hoy más que nunca, una impostura. Una impostura tan grande –y tan frecuente– como arrogarse el título de filósofo sin un profundo conocimiento de la física del siglo XX y de la lógica posterior a Gödel. La vieja advertencia platónica –«Que no entre aquí quien no sepa geometría»– sigue en la puerta de la Acadenia. Solo que ahora la geometría ya no es euclídea y la advertencia está en un idioma que la mayoría de los «pensadores» no entienden.

El anaritmetismo (la incapacidad de leer el lenguaje de los números) es uno de los grandes problemas de nuestra cultura, y afecta de forma alarmante a la mismísima élite intelectual. Y el discurso sociopolítico se resiente gravemente de ello.

Marxismo y ciencia

Decía Popper (cuyas contribuciones a la epistemología no se pueden ignorar, a pesar de su lamentable deriva hacia la derecha) que el marxismo, en el que creyó en su juventud, lo había decepcionado por sus infundadas pretensiones científicas y la falta de rigor de sus «profecías». Venía a decir sir Karl (como se hacía llamar al final de su vida) que él, junto a tantos otros ingenuos, había luchado contra el capitalismo creyendo que su caída era inevitable, como asegura Marx. Al comprender que el pronóstico carecía de base suficiente, se había sentido profundamente decepcionado y había abandonado la lucha. Le escribí, al respecto, lo siguiente: «Su argumento parece sugerir que solo hay que luchar si la victoria está asegurada de antemano, cuando lo ciero es más bien lo contrario: si el capitalismo llevara en su seno el germen de su propia destrucción, como afirma Marx, y su caída fuera inevitable, entonces podríamos relajarnos, como puede relajarse el médico cuando la curación del enfermo es segura o el bombero que sabe que el fuego va a extinguirse por sí solo. Precisamente porque la caída del capitalismo no es inevitable (mejor dicho, no sabemos a ciencia cierta si lo es o no), porque la victoria no está asegurada de antemano, tenemos que luchar con todas nuestras fuerzas». (Nunca me contestó.)

El marxismo no es una ciencia, y el hecho de que muchos de sus seguidores atribuyeran a sus formulaciones el rango de leyes científicas, ha sido una de las causas del fracaso del llamado «socialismo real». El marxismo no es una ciencia, pero tiene una clara vocación científica y sabe que necesita de la ciencia. Tanto como la ciencia necesita del marxismo para dejar de ser esclava del capital.

Pensamiento y acción

El intelectual rumiante (que come y regurgita papel impreso) es una especie domesticada que solo vive en las granjas, los zoos y los circos del poder.

La «soledad solidaria» de la que hablaba Aranguren (la del pensador preocupado por los problemas sociales, pero aislado en su torre de marfil) ya no es suficiente, si es que alguna vez lo fue. El mero hecho de obtener informaión veraz se ha covertido, en estos tiempos de manipulación mediática global, en una tarea incompatible con el tradicional aislamiento de los cenáculos culturales.

Las movilizaciones y los foros sociales necesitan de la participación de los intelectuales (es decir, de quienes han hecho de la cultura y la comunicación su oficio); pero estos, a su vez, no pueden desarrollarse sin participar activamente en dichos foros y movilizaciones.

La dialéctica teoría-praxis bien entendida empieza por uno mismo. Y no vale decir que la generación de teoría es en sí misma una praxis, en un momento en el que sin verdadera praxis (sin participación directa en los procesos sociopolíticos) es imposible tan siquiera acceder a la información necesaria para generar nueva teoría.

Los intelectuales necesitan más «formación física» en ambos sentidos de la expresión: no solo tienen que aprender física (y matemáticas: sin pensamiento cuantitativo, las posibilidades de predicción y transformación son muy escasas), sino que han de mejorar su forma física y no desdeñar la acción, el movimiento, la lucha.

La colmena utópica

Hay otra razón por la que los intelectuales tienen que salir urgentemente de sus madrigueras. Y de sus países.

Por las características mismas de su trabajo, el intelectual y el artista tienden al individualismo. Y en estos momentos de guerra abierta del poder contra la razón y la cultura, la lucha individual no es suficiente. Los intelectuales (sin perjuicio de otras formas de organización) tienen que organizarse «gremialmente», planear y llevar a cabo empresas colectivas. Las movilizaciones masivas no serían más que clamorosos testimonios si no dieran lugar a la aparición de «propiedades emergentes», de nuevas formas de relación y organización en y entre los diversos estamentos sociales. Y el estamento intelectual no puede ser una excepción.

El pensador-jardinero que cuida su hortus conclusus y ocasionalmente regala (o vende, más bien) sus flores y frutos a los simples mortales del mundo exterior, ha de dejar paso al pensador-abeja capaz de trabajar en enjambre y de defender la colmena con su aguijón. La colmena utópica, tanto en el sentido literal (no está en un lugar concreto ni tiene una realidad física) como en el literario: el laboratorio de ideas donde colectivamente se proyecta y se prepara la utopía (que no es lo imposible, sino lo imposibilitado por unas circunstancias que hay que subvertir, como nos recuerda Alfonso Sastre).

La caída de Constantinopla en poder de los turcos, a mediados del siglo XV, no solo marca el comienzo de la Edad Moderna, sino que la hace posible. La huida de los sabios bizantinos a la Europa occidental (sobre todo a Florencia, Venecia, Bolonia y otras ciudades italianas) dio un impulso decisivo al Renacimiento, pues con ellos –con sus bibliotecas– volvieron, para reinar en las universidades y en las cortes ilustradas, Platón y Aristóteles, Pitágoras y Euclides (que los árabes ya habían empezado a introducir por Andalucía).

Ahora que la vieja Europa es una gran Bizancio de decadente cultura sometida a los nuevos depredadores imperialistas, los intelectuales europeos tienen que viajar espiritualmente (y también físicamente, cuanto más mejor) a Latinoamérica, donde un nuevo Humanismo y un nuevo Renacimiento han encontrado en Engels y Marx su Sócrates y su Epicuro. (La Historia no se repite: simplemente, permanece. Lo que describe círculos –aunque solo aparentes: en realidad son los ciclos abiertos de una espiral en expansión– es nuestra mirada; nuestra memoria, que constantemente recuerda y olvida las lecciones del pasado.)

Desde que la revolución galileana inauguró la ciencia tal como hoy la entendemos, un científico es necesariamente un experimentador. Desde que Marx y Engels dejaron claro que la función de la filosofía es cambiar el mundo, y no solo explicarlo, los pensadores que no son también hombres –o mujeres– de acción, no son gran cosa, máxime en situaciones de catástrofe material y moral como la que nos ha tocado vivir. Parafraseando a Marañón, el intelectual que es solo un intelectual, no es ni siquiera un intelectual.

Hay que participar personalmente en los foros y en las movilizaciones sociales. Hay que ir a Iraq y a Palestina. Hay que ir a Cuba y a Venezuela, a Brasil y a México. Y no a dar lecciones, precisamente, sino a aprender.

La torre y el púlpito

La función del intelectual no es ni puede ser otra que la de buscar, difundir y defender la verdad. Y la verdad es revolucionaria, como nos recuerda Lenin. Luego el intelectual, si no es un impostor, está, por definición, al servicio de la revolución. Denunciar las mentiras, sofismas y tergiversaciones del poder es su irrenunciable misión. Pero el intelectual es un privilegiado, y a menudo luchar contra los poderes establecidos significa luchar contra los propios privilegios. Algunos lo hacen (todos, en realidad: los demás son impostores), pero muy pocos llevan la lucha hasta sus últimas consecuencias. Y uno de los privilegios a los que el intelectual casi nunca renuncia, es el púlpito.

Como si pasar directamente de la torre de marfil al nivel del suelo fuera un salto demasiado brusco, la mayoría de los intelectuales se detienen en un escalón intermedio: el púlpito, la cátedra o la tribuna. Se acercan a los viles mortales lo suficiente como para ser oídos, pero manteniéndose a una prudencial altura por encima de sus cabezas. Y desde el púlpito pueden hablar sin mesura y sin temor a ser interrumpidos por su auditorio cautivo.

En una conversación normal, nadie habla ininterrumpidamente durante una hora seguida o más, y si alguien lo intenta, sus interlocutores lo cortan o le administran un tranquilizante. Las conferencias y mesas redondas deberían consistir en breves exposiciones introductorias seguidas de debates abiertos. Soltar un discurso (máxime cuando el orador, como ocurre a menudo, se limita a leer un texto en voz alta) solo tendría sentido ante un público analfabeto; de lo contrario, sería mucho más razonable darles a los interesados la ponencia escrita para que cada cual la leyese donde y cuando quisiera. Los discursos solo tienen sentido –si lo tienen– cuando el auditorio no puede participar (porque es excesivamente numeroso o porque el orador se dirige a él mediante la radio o la televisión).

A mediados de febrero, participé en La Habana en una larga mesa redonda (ocupó dos mañanas enteras) sobre el mercado de las ideas y el papel de los intelectuales. Pocas veces he tenido unos compañeros de mesa tan competentes (Atilio Borón, Luis Britto, Heinz Dieterich, James Petras) y un auditorio tan selecto (en primera fila, Irene Amador, Eva Forest, Abel Prieto, Iroel Sánchez, Eva Sastre…). Fue muy interesante, pero podría haberlo sido mucho más si hubiera habido más tiempo para el debate. Además, no solo las ponencias, sino también los propios ponentes éramos excesivamente homogéneos. Como señalaron nuestras amigas de la primera fila, todos éramos «hombres, blancos y viejos» (mientras que en el público abundaban las mujeres, los negros y los jóvenes). Hay que escuchar a los ancianos de la tribu, por supuesto; pero no solo a ellos, y menos en estos tiempos vertiginosos. Y, desde luego, hay que escuchar a las mujeres (más que a los hombres, que llevamos demasiado tiempo monopolizando el discurso público). Y a los «hiperpigmentados», como se autodenominan irónicamente algunos caribeños.

La revolución pacífica

Más que un oxímoron, «revolución pacífica» parece una contradicción in términis. ¿Cómo se puede expulsar pacíficamente del poder a quienes defienden sus privilegios con la más brutal de las violencias?

Y sin embargo, la revolución es fundamentalmente «pacífica», en el sentido de que su causa es la paz (la Irene de los griegos: la Paz hija de la Justicia, la única deseable, la única posible). Y también su efecto.

Y, al parecer, en determinadas circunstancias la revolución también puede ser pacífica en el sentido más coloquial del término. De hecho, la revolución cubana fue poco cruenta, y la venezolana, por ahora, todavía menos.

Cuando los politólogos empezaron a hablar de la cubanización de Venezuela, Fidel Castro replicó que era Cuba la que se estaba venezolanizando. Las dos cosas son ciertas. Venezuela aprendió de Cuba, y Cuba aprende de Venezuela. Y toda Latinoamérica –y todo el mundo– tiene que aprender de ambas.

Hace poco hablaba de ello con Adina Bastidas, ex vicepresidenta del Gobierno venezolano. Como ocurre con otras disciplinas protocientíficas, lo que impide a la politología convertirse en una ciencia propiamente dicha, es la imposibilidad de diseñar y llevar a cabo experimentos controlados. De ahí la extraordinaria importancia –no solo histórica, sino también teórica– de ese gran «experimento» que es la revolución bolivariana (y de ese largo experimento que sigue siendo la revolución cubana). Hay muchas conclusiones que sacar, muchas cosas que aprender, muchas teorías que revisar a la luz de lo que está pasando en Latinoamérica. Y no solo en Cuba y en Venezuela. El zapatismo, el MST brasileño, los distintos movimientos indigenistas… Esos son los grandes laboratorios políticos, y las nuevas ideas tienen que forjarse o templarse en sus crisoles.

El nuevo paradigma

¿En qué consiste y cómo se lleva a cabo el cambio de paradigna? Contestar a esta pregunta es, precisamente, una de las principales tareas que nos impone la actual crisis (por no decir catástrofe) política, cultural y moral.

Algunas líneas de reflexión y de trabajo están bastante claras (en los párrafos anteriores he intentado esbozarlas), y pasan por la superación de dicotomías y oposiciones sólidamente instauradas: ciencia-filosofía, ciencia-religión, ciencias-letras, pensamiento-acción, maestro-discípulo, orador-auditorio, hombre-mujer, joven-viejo… Y no es casual que la ciencia sea uno de los términos recurrentes de las dicotomías a superar. Porque la ciencia, en el sentido galileano de cuantificación del saber («hay que medir todo lo que es medible y hacer medible lo que no lo es»), es la gran protagonista y la herramienta básica de la revolución cultural que nos traerá un nuevo paradigma, una nueva visión del mundo. Una nueva visión del mundo que no desaproveche nada de la antigua, cuya culminación-superación es el marxismo. Actualizarlo, eliminar sus restos de dogmatismo, feminizarlo, matematizarlo… Esa es la tarea. Marx y Engels nos legaron un magnífico borrador: hay que corregirlo y aumentarlo, hay que pasarlo a limpio. Pero no de una vez por todas, sino continuamente.

Huelga señalar que los intelectuales tienen una responsabilidad muy especial y mucho trabajo por hacer. Y su primera obligación es la de formarse e informarse debidamente. Se habla mucho, y con razón, del derecho a la educación y del derecho a la información. Pero, para quienes han hecho de la cultura y la comunicación su oficio, formarse e informarse es, ante todo, un deber cotidiano. Y no todo está en los libros (nunca estuvo todo en ellos, pero hoy menos que nunca). Hay que visitar las nuevas ágoras y las nuevas palestras, tanto virtuales como físicas. Hay que salir de las torres y de los claustros. Hay que apearse de los púlpitos y de las cátedras. Hay que asumir todos los riesgos, incluso el de hacer el ridículo.

Según una vieja metáfora recientemente recuperada por el subcomandante Marcos, el intelectual ha de convertir su pluma en una espada. Pero en los tiempos que corren también ha de estar dispuesto a empuñar espadas menos metafóricas. Como me consta que están dispuestos a hacer –o ya lo hicieron– algunos intelectuales cubanos y venezolanos de primera fila.

Hacer de la pluma una espada. Y, si es preciso, cambiar la pluma por la espada. Y hacer de la espada una pluma.