¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento. (…) El rebelde (es decir, el que se vuelve o revuelve contra algo) da media vuelta. Marchaba bajo el látigo del amo y he aquí que hace frente. Opone […]
¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento. (…) El rebelde (es decir, el que se vuelve o revuelve contra algo) da media vuelta. Marchaba bajo el látigo del amo y he aquí que hace frente. Opone lo que es preferible a lo que no lo es.
Albert Camus
Leer el artículo de Lennier López: Claves para la reconciliación nacional, me ha hecho recordar un pasaje de Los Miserables, de Victor Hugo, en el que éste le atribuye a Pierre (Cambronne) Jacques Étienne haber pronunciado como respuesta, ante la petición de rendición de los soldados ingleses, una frase: «¡Mierda!». Y lo apunto aquí, no por cancelar de antemano un diálogo con su autor, ni desdeñar burdamente sus ideas, sino sobre todo por las posibilidades que ofrece la frase -y sobre todo el contexto en que presumiblemente fue pronunciada- para explorar otros ángulos del foco de atención de su trabajo.
Más allá de la dificultad práctica de encontrar una definición de reconciliación que satisfaga a todos, y a la que quizás, por esa y otras razones, se pudo haber dedicado un esfuerzo previo que tributara además a establecer su jerarquía y objetividad entre otros problemas que enfrentamos como sociedad política, me llama la atención la conclusión a la que arriba el autor inmediatamente después de formular su proposición de partida sea: ¨El actual desencuentro de la nación cubana tiene la piedra angular en la actual estructura del Estado cubano, en el funcionamiento de su engranaje institucional, en su actual gobierno y en sus líderes políticos¨.
Si como declaración de principios de una posición política puede ser considerada como pertinente y considerablemente sintética, esa conclusión, como argumento político -en pretensión de clave de consenso, o no- me resulta contraproducente e inocua, también simple. Por lo menos para mí, es difícil creer que ella pueda servir políticamente a la finalidad pragmática de ser -tal como apunta su autor- ¨punto de partida común que sirva de base para el desarrollo de diferentes ideologías dentro de un marco de consenso¨.
No logra mínimamente, ni cobija racionalmente, la pretensión de ser un punto de partida común, mientras a un tiempo, ignora paladinamente el tracto social en el que se desarrollan las ideologías y anula las posibilidades del propio consenso que postula.
El consenso, en cualquiera de los dos usos que más comúnmente tiene en política, ya sea, como acuerdo más o menos general de los ciudadanos sobre la relevancia social de una cuestión, o como la característica de un sistema para proveer reglas, mecanismos y valores que permitan la coexistencia a su interior de grupos contrapuestos, en modo alguno implica que una de las partes se anule para lograr ese acuerdo, mucho menos a petición de la otra.
Sin embargo, la zona de aterrizaje de la noción de consenso que Lennier desarrolla a continuación a partir de la legitimidad es, en sentido estricto, una característica distintiva del actual sistema político cubano: el no reconocimiento e inclusión de organizaciones políticas antagónicas a la construcción del socialismo en Cuba. Quizás todo se trate de subrayar esto. Pero es justo aquí la parte en la que la línea argumental se me hace ya irremediablemente insustentable, o si se quiere, incomprensible.
Esa confesión no está hecha desde las diferentes coordenadas ideológicas en que al parecer el autor y yo estamos. Hago mi parte de empatía.
Sin siquiera detenerse a explorar la trama legitimación social-reconocimiento- y legalidad política de las alternativas ideológicas al socialismo que en Cuba se elaboran y compiten como propuestas de comprensiones y explicaciones de la realidad, o incluso, razonablemente, esbozar el desgaste en términos de legitimidad -o de cualquier otro tipo- del Estado, el Partido Comunista, las instituciones, la Constitución, el sistema político y la sociedad civil cubana actual, en algún momento el artículo pasa a conceder magnánimamente legitimidad al ¨(…) actual gobierno dirigido por Raúl Castro (…) y a otorgar que hacerlo permitirá (…) en última instancia, también reconocer la legitimidad ideológica de aquellos cubanos que han apoyado dicho gobierno y estructura de Estado¨. ¿Me habré perdido de algo?
La siguiente propuesta es para mí aún menos comprensible siguiendo esa misma cuerda de análisis que proporciona la legitimidad, puesto que es obvio que en cualquier caso, ella atañe y alcanza a cualquier actor político, sea reconocido o no jurídicamente, siempre que sea real.
Por lo menos si se tiene en cuenta la naturaleza enormemente compleja, ardua y poliédrica de las propuestas que se ha producido en Cuba en más de medio siglo, dentro y como resultado de la Revolución cubana, -que por mucho rebasan la maniquea concepción del blanco y negro ideológico- no logro percibir los puntos de conexión existentes entre la eliminación del carácter socialista del sistema económico, político y social que propone la Constitución de la República y un gesto de buena voluntad para el logro de una pretendida reconciliación nacional.
La transformación del Estado y la sociedad cubana es desde todo punto deseable y una meta que acaso podamos compartir muchos desde diferentes perspectivas y en clave de democratización, pero pienso que ello pasa más, en relación a la convivencia de diferentes proyectos y visiones y a prácticamente cualquier punto, por la modificación de algunos contenidos de nuestra cultura política histórica que han pesado y pesan enormemente en nuestra ecología política y en nuestras prácticas.
No se puede perder de vista tampoco, y a propósito de la propuesta que hace Lennier para el contexto cubano, que la reconciliación no trata, o no debe tratar, de vencedores y perdedores, pero esa es la forma rudimentaria, aunque provisional, en que suele ser interpretada la democracia.
¿Es posible devaluar las rupturas, las heridas, las intolerancias e injusticias cometidas a un lado u otro del conflicto ideológico, las historias de vida, la memoria desgraciada -Habermas dixit– y las diferentes maneras de percibir los acontecimientos que han tenido las personas que se han visto involucrados en ese proceso? ¿Es inútil recordar no son patrimonio exclusivo de nadie? Tengo la sensación que el autor pierde contacto con una parte de la realidad y que, de alguna forma asume -parafraseando el título de un reciente artículo de uno de los coordinadores de Cuba Posible- que la batalla final se ha librado ya, y asistimos hoy a las preliminares de una capitulación.
No sé, cabe la posibilidad de que el artículo, o parte de él, sea un diálogo promovido al interior de una línea de pensamiento pero la remisión a la reconstrucción de la memoria histórica nacional aparentemente sesgada y selectiva no me franquea el paso a ello. Otra cosa sería naturalmente, y por demás absolutamente legítimo, el trabajo de crear un metarrelato político propio. Como se sabe, se puede compartir un pasado pero no precisamente los mismos recuerdos.
De algo se puede estar seguro, fue la realidad, las angustiosas circunstancias de aquella lejana noche en Waterloo, las que permitieron a los ingleses hacer su generosa propuesta de rendición a los restos de las tropas napoleónicas que se resistían a la evidencia real de la derrota, ellas, determinaron también la hidalguía de la frase que muchas veces se ha atribuido a Cambronne. Comprender eso, debería bastar.
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