Tras la muerte de Camilo José Cela, el 17 de enero del año 2002, los medios de comunicación españoles reprodujeron y ampliaron una auténtica avalancha de elogios sobre la obra y la vida del académico de la lengua y premio Nobel de literatura. No podía ser de otro modo. Es una vieja tradición española demostrar […]
Tras la muerte de Camilo José Cela, el 17 de enero del año 2002, los medios de comunicación españoles reprodujeron y ampliaron una auténtica avalancha de elogios sobre la obra y la vida del académico de la lengua y premio Nobel de literatura. No podía ser de otro modo. Es una vieja tradición española demostrar el respeto por los difuntos – o al menos por algunos- resaltando sus bondades e intentando olvidar sus defectos. Aún así, resulta especialmente reveladora la amnesia colectiva que afectó a políticos, periodistas, eclesiásticos, escritores y editores a la hora de enjuiciar la trayectoria del escritor gallego. Entre sus colegas – con algunas excepciones como la del catalán Juan Marsé – los reconocimientos fueron generales.
En el área editorial esta unánime devoción fue rota tan solo por la aparición de una biografía que bajo el título «Desmontando a Cela»(Ediciones Libertarias) vino a constituir un solitario contrapunto en ese bosque de cumplidos y bombos mutuos en el que, a menudo, se convierte la investigación periodística española. Tomas García Yebra, el autor de este magnífico trabajo, traza una semblanza de Cela en la que se ponen al descubierto facetas de su recorrido personal y literario que habían permanecido oportunamente encubiertas tras el brillo de los premios y los honores institucionales.
Y es que, Don Camilo fue lo que suele reconocerse en nuestra sociedad como un «hombre de éxito»: prestigioso y cotizadísimo novelista, articulista sin precio y dueño de un millonario patrimonio. Frecuentó a ministros – Federico Trillo fue el padrino en su boda con la periodista Marina Castaño- e incluso llegó a ejercer brevemente como senador gracias al democrático dedo de Juan Carlos I. Sin duda, esta consagrada posición social influyó decisivamente en la edulcorada imagen que se fabricó de él para su consumo popular: La de un genial escritor, íntegro aunque algo mal hablado y con un carácter difícil.
Así pues, no es extraño que los últimos descubrimientos sobre el personaje hayan sido acogidos por muchos con cierta sorpresa. Muy recientemente, el diario londinense The Guardian acusaba a Cela – basándose en unos documentos descubiertos por el historiador Pere Ysàs- de haber sido espía de la dictadura franquista y delator de otros escritores e intelectuales durante la década de los sesenta. Un viejo informe del Ministerio de Información ha desvelado que Camilo José Cela no se conformaba con denunciar a sus compañeros; sino que se permitía sugerir a los jerarcas del régimen – en ese caso concreto a Manuel Fraga- que utilizaran el soborno como procedimiento para «recuperar» a los intelectuales disidentes con convicciones menos arraigadas. En realidad, esta sucia y hasta ahora ignorada historia encaja a la perfección con la calidad humana del difunto marqués. Nos brinda, por tanto, una magnífica oportunidad para recordar quién fue realmente este aclamado «prohombre» al que,
aún hoy, recuerdan con veneración en ciertos círculos supuestamente progresistas.
LOS BUENOS «OFICIOS» DE DON CAMILO DURANTE LA DICTADURA FRANQUISTA
Aunque en cierta ocasión Cela llegó a expresar solemnemente «es muy amargo, más que triste, que los hombres se denuncien los unos a los otros para seguir viviendo. Se puede vivir sin caer en la delación»; el insigne escritor no se caracterizó, precisamente, por asumir los consejos que ofrecía a los demás.
En 1938 – cuando los ya victoriosos ejércitos de Franco imponían el terror y la venganza sobre la España derrotada- Camilo José Cela enviaba una solicitud al Comisario General de Investigación y Vigilancia ofreciendo sus servicios como delator.
«Que el Glorioso Movimiento Nacional se produjo estando el solicitante en Madrid…» -expresaba el escritor- «y que por lo mismo cree conocer la actuación de determinados individuos… cree poder prestar datos sobre personas y conductas que pudieran ser de utilidad…»
El autor de «La Colmena» pretendía sacar buen provecho de su conocimiento de los ambientes literarios del Madrid republicano contribuyendo a la caza de los «intelectuales rojos y apátridas», como entonces se les llamaba. Para poder calibrar con exactitud el significado de su ofrecimiento es preciso recordar que en aquellos años ser acusado de «rojo» conducía, en muchos casos, a los paredones de fusilamiento. No sabemos cual fue la suerte que corrió su solicitud pero entre 1943 y 1944 -quien muchos años después ostentaría el título de Marques de Iria Flavia- se encontraba instalado en las oficinas de la Sección de Información y Censura del Glorioso Movimiento Nacional, trabajando como censor bajo las órdenes del ideólogo falangista Juan Aparicio.
Aunque han transcurrido muchos años desde entonces, las indiscretas hemerotecas aún conservan algunos de sus escritos de esta época. Como el poema publicado en el libro Laureados (Ediciones Fermina Bonilla. Madrid, 1940) que comienza:
«Mussolini nos dijo que – la historia se mueve con la rueda de la sangre…» para terminar reclamando «la bendición de Dios – Para Francisco Franco, nuestro Caudillo y Padre».
O el artículo publicado en el diario «El Alcázar» en 1949 con el título «A pie y sin dinero» (Loa del Arma de Infantería en el día de su patrona). He aquí algunos interesantes extractos de las reflexiones con las que el joven Cela comenzaba su carrera como brillante articulista:
«La guerra no es triste porque da salud- que no se me lleven las manos a la cabeza los timoratos-…la guerra no es triste, porque levanta las almas. La guerra no es triste porque nos enseña que fuera de la bandera, nada, ni aún la vida, importa…»
Don Camilo dedicaba estas patrióticas líneas a «mi coronel, el general Millán Astray». Y, a tenor de su contenido, muy bien podría haber concluido el intelectual de Iria Flavia con la famosa frase de su admirado coronel «¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!»
¿Expresaban estos escritos un sentimiento genuino o tan solo la genuina intención de medrar a cualquier costa? Sea como fuere, durante la dictadura franquista – que condenó al exilio o al ostracismo a lo más valioso de la intelectualidad española- Cela publicó sus mejores novelas, escribía asiduamente en la prensa, recibió múltiples premios e ingresó por la puerta grande en la Real Academia de la Lengua.
ODIO ETERNO A CRÍTICOS Y DETRACTORES
También en los avatares de su ascenso hacia la posición de escritor consagrado dejó Camilo José Cela buenas muestras de su calidad humana. Según declaraciones de su propio hijo y de uno de sus biógrafos, Mariano Tudela, el escritor gallego jamás perdonó a los académicos que se habían opuesto a su entrada en la Real Academia de la Lengua y conservó hasta el final de sus días sus nombres en una peculiar «lista negra». Tampoco perdonó a los críticos que osaron cuestionar alguna de sus obras. En la medida de sus posibilidades intentó siempre que el peso de su venganza cayera implacable sobre la cabeza de los que consideraba sus «enemigos».
Un buen ejemplo de esta cristiana actitud nos lo ofrece la historia de «La catira», una novela escrita por encargo por la que recibió la entonces fabulosa suma de tres millones de pesetas del dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez. Por esta obra le otorgaron además el «Premio de la Crítica», aunque no con la unanimidad de todo el jurado. Eusebio García Luengo, un conocido y consecuente escritor republicano, fue uno de los que se atrevió a votar en contra de «La catira». Cela lo descubrió e intentó vengarse del agravio escribiendo una carta al director de la revista «Índice», en la que trabajaba García Luengo, con la intención de que lo despidieran. «Ese es un rojo de mierda», escribió, intentando aportar razones de peso para avalar su petición. El director de la revista no solo no accedió a sus pretensiones sino que puso al corriente al novelista extremeño de la tropelía que Cela había intentado cometer. Idéntica reacción tuvo contra el escritor Leopoldo Azancot, qui
en en los años setenta realizó una crítica negativa de su obra «Oficio de tinieblas 5». En esa ocasión, Cela alimentó pacientemente su resentimiento durante veinte años; hasta que, ya en la década de los noventa, se le presentó una ocasión propicia para castigar la terrible ofensa. Por aquel entonces Azancot ejercía la crítica literaria y también escribía una columna de opinión en «El Independiente». Cela no dudó en llamar a su director, Pablo Sebastián, para exigirle que despidiese a su empleado. Solo a medias consiguió sus objetivos, ya que Sebastián mantuvo a su crítico con la condición de que éste evitara mentar al insigne Nobel aunque, eso sí, le retiró su columna de opinión.
LA DECADENCIA INTELECTUAL: DE ESCRITOR A COMERCIANTE DE FERIA
Acaso haya quien considere que en nada afecta la oculta biografía de Camilo José Cela a la calidad de su obra literaria y que, en cualquier caso, se trata de dos aspectos que deben analizarse por separado. Nosotros mantenemos, por el contrario, que enjuiciar cualquier obra de arte partiendo de una arbitraria división entre estética y ética o entre su contenido y su forma, impide aprehenderla en su totalidad y que, por lo tanto, este procedimiento se convierte en una pobre herramienta para desarrollar una crítica aceptable. Pero tampoco nos parece necesario justificar teóricamente esta concepción, seguramente será mucho más ilustrativo mostrar alguna de las maneras en las que la personalidad de nuestro distinguido novelista afectó a su producción intelectual.
Muy posiblemente, si Cela se hubiera limitado a escribir «La familia de Pascual Duarte» (1942), «Viaje a la Alcarria» (1948) y «la Colmena» (Buenos Aires, 1951), esta aportación hubiera resultado más que suficiente para otorgarle un lugar destacado dentro de la literatura en lengua castellana. También es cierto que la desgarrada historia de Pascual Duarte difícilmente hubiera visto la luz sin el padrinazgo de su protector, Juan Aparicio, Delegado Nacional de Prensa y poderoso jerarca en el control del pensamiento durante una buena parte de la dictadura. Por supuesto, esta circunstancia no resta un ápice a la indudable calidad de la novela aunque sí nos hace reflexionar sobre la cantidad de escritos que, seguramente, no llegaron a conocerse jamás debido a que sus autores no «disfrutaban» de tan buenas relaciones con los funcionarios de la dictadura franquista.
En cualquier caso, en estas tres obras alcanzó Cela la cumbre de su producción artística. Nada de cuanto alumbró más tarde conseguiría igualar la fuerza transmitida en La Familia de Pascual Duarte o la maestría con la que retrató el Madrid de la posguerra en La Colmena.
En los años sesenta intentó abandonar el «realismo» para ofrecer una literatura de «vanguardia», con obras como la ya mencionada Oficio de tinieblas 5. En nuestra opinión su tentativa de evolución alcanzó unos pobres resultados. Posteriormente su prosa se hizo cada vez más retórica, más vacía. Tal vez no tenía ya historias que contar o quizá le faltaba la necesidad de expresarse, la emoción necesaria para convertir en arte las vivencias más cotidianas. En cualquier caso, también durante esta etapa fueron mayoritarios los halagos y las críticas elogiosas y, por supuesto, continuó acumulando galardones. Entre sus múltiples condecoraciones cabe destacar el premio «Príncipe de Asturias de las Letras» (1987), el «Cervantes» (1995) y, por encima de todos, el anhelado Nobel de literatura (1989), con el que logró consagrarse internacionalmente.
Muy pocos autores han sabido rentabilizar mejor la ciega admiración y los privilegios que lleva aparejada la posesión de este premio. En realidad, Cela siempre fue un maestro de la autopromoción y a menudo consiguió mantener su popularidad gracias a sus extravagancias y sus truculentas salidas de tono. Pero llegada esta etapa de su vida el escritor fue eclipsado por el comerciante y dedicó buena parte de sus esfuerzos a vender el prestigio de su pluma y de su imagen a todo aquel que pudiera permitirse pagar su nada menguado caché. Cela cobraba absolutamente por todo, conferencias, entrevistas, apariciones televisivas, prólogos para libros, asistencias a actos públicos o meras exhibiciones. Un artículo firmado por el maestro, 250.000 pesetas, publicidad de la Guía Campsa, unos cuantos millones para el maestro… la lista sería interminable.
Don Camilo tuvo la fortuna de encontrar una emprendedora apoderada para sus negocios en su segunda esposa, Marina Castaño, una periodista treintañera que alegró los últimos años de su vida y que a cambio recibiría, a la muerte del escritor, una suculenta fortuna. A Charo Conde, la que había sido su mujer durante más de cuarenta años; la madre de su único hijo; la transcriptora de sus manuscritos; la que en su día evitó que los pliegos de La Colmena se consumieran entre las llamas de la chimenea en la que los había arrojado el impulsivo gallego; el millonario marqués de Iria Flavia ni siquiera le pagaba la mísera cantidad de 100.000 pesetas a la que sus caros abogados habían conseguido reducir la pensión de mantenimiento.
Dentro del impresionante tinglado comercial que concienzudamente fue construyendo el empresario – escritor merece una mención especial la Fundación Cela. Esta entidad cultural recibió -desde su aparición en 1986 hasta el año 2000- 1138 millones de pesetas en subvenciones, de los cuales aproximadamente la mitad procedían del dinero público. De este extraordinario baile de millones se hizo eco la revista gallega, Tempos Novos, que denunció una supuesta desviación de fondos efectuada a través de sociedades interpuestas y de la que, presuntamente, se beneficiaban Cela y Marina Castaño. Una historia más que quedó convenientemente olvidada.
En cuanto a la producción literaria de Don Camilo, en las últimas décadas de su existencia lo cierto es que ésta fue más bien escasa y, todo hay que decirlo, de muy dudosa autoría. En las tertulias literarias y entre ciertos periodistas al parecer se hablaba de los numerosos «negros» que utilizó Cela a lo largo de su peculiar andadura como comerciante de las letras. Existen al menos dudas razonables que permiten cuestionar la originalidad de obras como Mazurca para dos muertos, ambientada en una región de Ourense desconocida por Cela, o de su última e indigesta novela, Madera de Boj.
EL ESCÁNDALO DEL PLAGIO
Sin embargo, el gran escándalo – tan grande que fue imposible evitar que trascendiera a la opinión pública- tuvo lugar cuando una desconocida escritora gallega denunció que Cela había plagiado una obra suya para escribir La cruz de San Andrés, ganadora del Premio Planeta en 1994. Sucedió que la señora María del Carmen Formoso, que así se llama la damnificada – ignorando que la Editorial Planeta tiene decidido con meses de antelación quien será el beneficiario de su premio – envió su primera novela larga, Carmen, Carmela, Carmiña, al amañado certamen. En esta ocasión el suculento premio había sido concedido al insigne Nobel que, sin embargo, no tenía ninguna obra para presentar. Los responsables de Planeta no tuvieron ningún pudor en resolver el problema robando el texto de Carmen Formoso que, ambientado en Galicia, era un material adecuado para que Cela o sus escribanos lo rehicieran convenientemente. Al menos la escritora gallega tuvo la precaución de inscribir su obra
en el registro de la propiedad intelectual, de manera que fue posible cotejar ambos textos, operación que demuestra, sin lugar a dudas, la existencia del plagio. Idéntico argumento y estructura, parecidos personajes e incluso frases enteras reproducidas textualmente lo atestiguan.
No tardaron mucho en salir en defensa de Cela escritores y periodistas de diferente calaña, como Raúl del Pozo, Juan Manuel de Prada, Jaime Campmany o Francisco Umbral. Desde sus tribunas de los rotativos de la derecha estos mercenarios de la pluma hicieron causa común con «el maestro». El singular «izquierdista» de tertulia y columnista de El Mundo, Raúl del Pozo, achacaba a la sempiterna envidia española lo que para él era una acusación tan injustificable como el intento de rescatar, de entre los viejos documentos, el pasado de Don Camilo. No disponemos de los datos necesarios para poder juzgar si su aversión contra la memoria histórica es general o si se manifiesta tan solo cuando la porquería amenaza con salpicar a sus escritores más dilectos.
Francisco Umbral, íntimo amigo del aristócrata de Iria Flavia, no contento con proteger el honor del Marqués, decidió aprovechar también su habitual columna en El Mundo para ensañarse con Carmen Formoso a la que se refirió como «Una señora de Santiago o así» o «esa concursante de embarazo literario tardío…». En opinión de Umbral, solamente la pataleta de la derrota podía explicar una acusación tan descabellada. Según su reputado criterio, «los únicos paralelismos de ambas novelas consisten en el tema», y «donde la concursante se muestra prosaica, vulgar, anónima, Cela se muestra una vez más creador, poeta, transfigurador de realidades y sueños».
Aunque cada uno con su peculiar estilo, las loas que Jaime Campmany y Juan Manuel de Prada le dedicaron a Cela desde la páginas del monárquico ABC vinieron también a reforzar esta alianza de la intelectualidad establecida contra las osadas pretensiones de justicia de la escritora gallega. Al fin y al cabo, y según las palabras del propio Umbral: «la concursante debe estar agradecida, porque el Nobel la ha mejorado».
MUERTE Y FUNERAL DEL PROHOMBRE
De esta forma, arropado por el incondicional apoyo de éstos y otros ilustres caballeros, bien instalado en su sillón de académico de la lengua, y sin tener que malgastar su genio escribiendo para ganarse la vida, llegó don Camilo hasta los 85 años de edad. La muerte lo encontró en compañía de su querida Marina Castaño, que se encargaría desde entonces de gestionar en solitario el Emporio Cela. El funeral del ilustre Marqués no careció de toda la pompa oficial que exige el protocolo. Como correspondía, la misa fue convenientemente santificada con la participación de Antonio María Rouco Varela, Presidente de la Conferencia Episcopal. Acudieron los entonces ministros Federico Trillo y Francisco Álvarez Cascos; la esposa del presidente del gobierno, Ana Botella; el director de la Real Academia Española, Víctor García de la Concha; los periodistas Jaime Campmany, Fernando Onega y Pedro J. Ramírez; el defensor del pueblo, Enrique Mújica; el alcalde de Madrid, José María Álvarez del Manzano; entre otras personalidades. Menos nutrida fue la asistencia entre los familiares del finado. No se presentaron al solemne acto tres de sus cinco hermanos vivos y tampoco lo hizo su hijo, Camilo José Cela Conde, a quien el Nobel dejó por toda herencia un cuadro de Miró (que en su momento trató de recuperar desesperadamente). Tampoco puede decirse que el gremio de los escritores acudiera masivamente a rendir postrero homenaje al maestro. De hecho, no apareció por San Jerónimo del Real más que un solitario Juan Manuel de Prada que, a la salida del funeral, ensalzó la calidad literaria de la obra del difunto; al tiempo que se permitía realizar una leve crítica sobre su comportamiento tras la concesión del premio Nobel.
EL NEGOCIO DEBE CONTINUAR
Pocos meses después de su terrible pérdida, Marina Castaño, protagonizaba la presentación de «Cuaderno de El espinar». Una supuesta obra póstuma de Cela compuesta por doce pequeños textos y trece grabados. Se preparó una cuidada y elitista edición de 300 ejemplares, cada uno de los cuales se vendió por la respetable suma de 400.000 pesetas. Debió de pensar Marina que bien podía la figura de su difunto esposo emular las gestas del legendario Cid y vencer algunas batallas pecuniarias incluso desde la tumba. Quizá estas filantrópicas aportaciones a la cultura, la Presidencia de la Fundación Cela, o sus colaboraciones periodísticas consigan llenar el inmenso vacío que, sin duda, aún hoy debe sentir la desconsolada viuda.
Tampoco Francisco Umbral quiso desaprovechar la ocasión para rendir su sincero homenaje al camarada desaparecido y se dio buena prisa en publicar un libro titulado «Cela, un cadáver exquisito». Sin el más mínimo escrúpulo, el escritor madrileño se dispuso a rentabilizar el morbo del momento aireando algunos chimes o retratando a una Marina Castaño «rapaz de lujos, vestidos, champán y fama social… o nueva rica». Pero el aporte más significativo de este libro de Umbral – por lo que contiene de autorretrato- es su increíble reconocimiento del famoso plagio de Cela: «Luego, el argumento lo denunció una concursante también galaica, que era quien había escrito la historia. La habían tomado el libro para pasarlo por la máquina estilística de Cela». Algo de carnaza había que ofrecer para fabricar un betseller y seguramente Umbral no encontró mejor manera de seguir sacando provecho de su vieja amistad.
Al fin y al cabo, las exequias de Cela se convirtieron en un expresivo reflejo de lo que había sido su propia vida: un lucrativo negocio en el que, esta vez, él no pudo participar.