Recomiendo:
0

Poesía, novela y cine

Camino a la memoria, a la historia, a la identidad

Fuentes: Rebelión

Si bien la novela, la poesía y el cine son una especie de trillizos que no se odian como Tim y Jim, los Siameses (2) de José Emilio Pacheco, no siempre han gozado en el imaginario popular de un adecuado entendimiento. Los tres géneros son arte, cuando son arte, diría Perogrullo, pero entre los tres […]

Si bien la novela, la poesía y el cine son una especie de trillizos que no se odian como Tim y Jim, los Siameses (2) de José Emilio Pacheco, no siempre han gozado en el imaginario popular de un adecuado entendimiento. Los tres géneros son arte, cuando son arte, diría Perogrullo, pero entre los tres también existen diferencias en cuanto a la percepción se refiere. La novela y la poesía, por ejemplo, por articularse a través del lenguaje, para su lectura necesitan ser decodificados mediante un sistema de signos y de normas al tratarse, además, de una abstracción particular, mientras el cine, por ser un arte en cierta medida concreto desde las imágenes y un arte de percepción inmediata, como la música, invade el sentimiento y el pensamiento del espectador mucho antes de que se pregunte por qué… por qué cierto filme le gusta tanto o por qué tal pieza musical, sin que haya aún una intervención del sentido ni de la forma en sí. A desentrañar la relación cine-poesía ayuda mucho el cineasta Andrei Tarkovski. Luego vendrá el camino a la memoria señalado por tres mojones básicos: poesía, novela, cine.

Para el ruso la imagen fílmica es la observación de hechos vitales, situados y esculpidos en el tiempo, organizados según las formas de la propia vida y las leyes del tiempo de dicha vida; observar presupone seleccionar, ya que en el filme sólo se recoge y se fija aquello que sirve como parte de la futura imagen en pantalla. Con la fuerza, precisión y severidad con que el cine es capaz de reproducir la percepción de los hechos inmersos en el tiempo y cambiantes por él, no se puede comparar a ningún otro arte. Por eso le molestaba el deseo pretencioso del actual cine poético de distanciarse del hecho, del realismo del tiempo y creía que los únicos resultados son la petulancia y el manierismo: comprende aquellos filmes cuyas imágenes pasan de modo audaz por encima de los hechos reales, constituyendo a la vez una unidad propia de construcción, pero encerrando el peligro de que el cine se distancie de sí mismo; dicho cine poético suele originar símbolos, metáforas y figuras retóricas parecidas: las que no tienen que ver con aquella forma de imagen que es la esencia del cine. Si en este el tiempo se presenta en forma de hecho, este se reproduce a partir de una observación sencilla, inmediata. El elemento que da forma y determina al cine, desde la toma más nimia, es la observación. Para Tarkovski la literatura en general, a diferencia del cine, tiene su propio lenguaje. El cine surgido de la mirada inmediata, es para él el camino cierto de la poesía fílmica: su imagen proviene de observar un fenómeno inserto en el tiempo. El cine poliecránico (Napoleón, de Gance) no puede compararse con un acorde y nada tiene que ver con la armonía o la polifonía: más bien, con los tonos simultáneos de varias orquestas, cada una interpretando una música distinta. En pantalla se verá sólo caos, porque las leyes de la percepción se confunden y el autor de un filme así tiene que constituir la simultaneidad y la consecuencia: para cada caso tiene que introducir un sistema de condicionamiento ideado apenas para él. Pero, el hombre no puede observar varias acciones al tiempo pues rebasan su capacidad psico-fisiológica de recepción: por eso, en cierta forma fracasa el cine de Peter Greenaway: The Pillow Book (1996), por ej.; en cambio, jamás el de Theo Angelopoulos: La eternidad y un día (1998).

Porque el cine de Greenaway, fuera de lo ya anotado, es un cine pretencioso, cuyas referencias multi-culturales no sólo superan la capacidad de percepción sino que van en detrimento de la propia narratividad fílmica. En cambio, el de Angelopoulos permite la coexistencia pacífica de la poesía y la imagen, de la densa abstracción que representa la primera con la proyección concreta de la segunda, gracias a que jamás olvida aterrizar lo onírico, lo fantástico ni lo real en el propio filme. Porque, aun con todo lo que pueda tener de poético, el cine siempre muestra resultados concretos, imágenes que no simbolizan nada: aunque se les endilguen intenciones metafóricas o poéticas, son por completo lo que se quiere representar. Dice Tarkovski que si en el cine el tiempo se presenta bajo la forma de un hecho, esto significa que «ese hecho se reproduce en forma de una observación sencilla, inmediata» (3) . Al final de The Straight Story (1999) o Una historia sencilla, David Lynch muestra a Alvin Straight y a su hermano Lyle sentados, observando las estrellas: contra toda posible interpretación, eso y nada más muestra el director. Previamente, el espectador sabe que ellos dos están enemistados por vanidad, egoísmo, alcohol. Y por eso, diez años después, Alvin decide visitar a su hermano: para eso tendrá que recorrer más de 500 kilómetros entre Iowa y Wisconsin, en su podadora a cinco kilómetros por hora. En otras palabras, en aquellas imágenes que recogen al comienzo el encono, la bronca mutua acumulada durante una década, comienza a condensarse poco a poco el re-encuentro de dos seres que, igual que las estrellas, por su desvalimiento, andan por parejas, no pueden andar solos. También aquí, por más abstracciones metafísicas, existenciales que haya de por medio, nunca el cineasta gringo olvida relacionarlas ni concretarlas en lo real inmediato para luego esculpirlas en celuloide, creando así una segunda realidad muchas veces más verosímil que la primera.  

Lo mismo que ocurre con la poesía de Cortázar (4): como prueba de su capacidad para relacionarla con el cine, nada mejor que el ejemplo, un fragmento sobre Los olvidados, de Buñuel, poderosa declaración de principios contra el maniqueísmo, muestra sin par de poesía y análisis, de crónica entendida como novela de la vida, de observación detallada sobre lo que pasa en la calle, sobre quienes juegan al gran juego de la realidad, caso perfecto de dialéctica entre palabra e imagen y de sensibilidad que no distrae ni engaña, sobre el personaje malo en teoría, el Jaibo: «El Jaibo se ha escapado de la correccional y vuelve entre los suyos, a la pandilla, sin dinero y sin tabaco. Trae consigo la sabiduría de la cárcel, el deseo de venganza, la voluntad de poderío. El Jaibo se ha quitado la niñez de encima con un sacudón de hombros. Entra en su arrabal al modo del alba [sic] en la noche, para revelar la figura de las cosas, el color verdadero de los gatos, el tamaño exacto de los cuchillos en la fuerza exacta de las manos. El Jaibo es un ángel: ante él ya nadie puede dejar de mostrarse como verdaderamente es. Una pedrada en la cara del ciego que cantaba en la plaza, y la fina película de las formas se triza en mil astillas, caen los disimulos y las letanías, el arrabal brinca en escena y juega el gran juego de la realidad. El Jaibo es el que cita al toro, y si la muerte alcanza también para él, poco importa; lo que cuenta es la máquina desencadenada, la hermosura infernal de los pitones que se alzan de pronto a su razón de ser. Esta noche me acuerdo del Sr. Valdemar. Como las gentes del arrabal de Buñuel, como el estado universal de las cosas que lo hace posible, el Sr. Valdemar está ya descompuesto, pero la hipnosis lo retiene en una estafa de vida, una apariencia satisfactoria. El Sr. Valdemar está todavía de nuestro lado, y todos rodeamos el lecho del Sr. Valdemar. Entonces entra el Jaibo». Esto es como si Cortázar hubiera escrito él mismo su parte en Los olvidados a partir de una reflexión humana, humanística y humanizante en la que no caben equívocos ontológicos ni perversiones racistas o de clase sino simplemente la mirada sobre el hombre sin distinciones de raza ni de sexo ni de credo político o religioso.

La poesía busca comunicar (así no haya códigos comunes con el lector), lo que supone una capacidad implícita y específica de conocer y objetivar el mundo, per se subjetivo: hacer arte en general. Al tiempo, la poesía, en tanto forma de conocimiento y la más abstrusa y amenazada (después de la música), en el campo artístico, corre el peligro del subjetivismo, ese prurito por reducir las cosas a lo que se cree que dicen… A evitar esto ayuda que la poesía sea el género de mayor condensación expresiva. En alemán es más evidente esa cualidad: Dichtung (poesía), Gedicht (poema), Dichter (poeta) y dichten (hacer versos…), provienen de dicht, denso. Comparadas, la novela y la poesía tiene en común la configuración o sugerencia (mediante palabras) de imágenes artísticas, esenciales, totalizantes y ambiguas, pero se diferencian no sólo por la mayor capacidad de síntesis de la poesía sino porque, en su necesidad de condensación, involucra con mayor frecuencia y audacia lo simbólico y refuerza sus significados mediante un ritmo más acentuado que la emparenta con el arte más hermético: la música. Glosando a Valéry, el significado de la poesía resulta de la oscilación entre el sentido y el sonido: los que en toda buena poesía estarán siempre conectados. Cobra fuerza por eso lo que señala Nicolás Gómez Dávila en sus Escolios: «El poeta que no canta, tan sólo opina».

En sus palabras para recibir el Príncipe de Asturias, en 2011, el poeta, novelista y cantautor Leonard Cohen (1934-2016), se refiere a la poesía como un arte salido de un lugar donde no hay mandamás ni conquistador, un arte tan libre como la música, sólo que menos sometido que esta al rigor matemático, una de las más grandes paradojas que hay: «La poesía viene de un lugar que nadie comanda, que nadie conquista. Por eso me siento casi un charlatán, aceptando un premio por una actividad que no domino. En otras palabras, si yo supiera de dónde vienen las buenas canciones, iría a ese lugar más seguido» (5) . Como quien dice, la poesía está en todas partes y en ninguna. Como las buenas canciones, la buena novela, el buen cine. Todos obedientes, casi sumisos, como es todo buen arte, al arte del montaje: una especie de collage indefinido y que se prolonga hasta el infinito. Como la memoria, soporte inevitable en la construcción de los pueblos. Para entender mejor lo anterior, vale la pena hacer una breve historia del montaje en relación con el cine, al mismo tiempo vinculado con las demás artes.

El montaje se refiere al proceso de unir los distintos planos de un filme, para formar una continuidad de escenas dotada de sentido y con un cierto orden de duración. Para ello, el montajista, siguiendo las instrucciones del director, utiliza una moviola, ya obsoleta por el cine digital. Las fases del montaje son: unión de los planos seleccionados entre el material filmado a diario, para formar el llamado copión; el ajuste de las bandas de diálogos, ruidos (efectos) y música, necesario para efectuar las mezclas; y el corte de negativo, a partir del cual se hace la copia standard. Según el orden seguido, el montaje puede ser lógico o cronológico, presentando uno o más escenarios a la vez (montaje alterno, acciones que suceden simultáneamente, y/o paralelo, acciones que transcurren en distintos tiempos, el cual heredó de la literatura y a la cual alimentó y sigue haciéndolo cuando ya el lenguaje cinematográfico autónomo fue un hecho); aunque puede obedecer también a una lógica no cronológica (flash-back) o a una intercalación de tiempos, basadas en una percepción subjetiva, en condicionamientos culturales o simplemente en un acto de la memoria o de los hechos narrados a partir de un guión original u otro adaptado. Según la duración, el montaje crea el ritmo al intervenir en la duración de los planos (primer plano, medio, general), organizados por escenas (unidad de lugar y tiempo de la acción presentada) y por secuencias (unidad de acción visual). Las posibilidades a emplear en ambos casos (en orden como en duración), es muy variada, desde el primer plano o el inserto hasta el plano general abierto, desde el plano muy breve (flash) hasta el muy largo, el plano-secuencia: por ejemplo, el del peep-show o local porno en París-Texas; el del ascenso hacia el Zugspitze en Falso movimiento, ambos filmes de Wim Wenders; o el del picnic en Verdades y mentiras, de Mike Leigh.

El montaje, a la vez que un proceso técnico, designa el proceso creativo de la obra cinematográfica, gracias al cual el temperamento de un artista, el director, para el caso, se expresa a través de una deliberada sucesión de escenas, del ritmo que los planos determinan, de la cadencia con que se suceden las imágenes. El montaje se originó desde el instante en el que el director decidió cambiar el punto de vista de la cámara en una escena, variando su emplazamiento para lograr un registro más preciso de la acción de dicha escena o una relación más significativa entre ella y las escenas que la preceden o siguen. Según ciertos historiadores, el montaje fue ya intuido por Louis Lumière al reunir en una misma película cuatro episodios sobre la vida de los bomberos, cada uno de ellos filmado en una sola toma (enero de 1896). Sin embargo, hay que decir que otro de los pioneros franceses, Georges Méliès, en realidad el pionero, por su parte, separaba la acción de sus filmes mediante una serie de planos generales. Los ingleses Collins, Smith y Williamson, integrantes de la Escuela de Brighton, iniciaron el montaje alterno o paralelo al intercalar planos medios en una sucesión de planos generales, pero fue el gringo Edwin S. Porter quien lo llevó a su más acendrada expresión en Vida de un bombero americano (1902) o Salvamento de un incendio, como también se conoce.

Dentro de esta misma línea, el también gringo Griffith elevó el montaje a la categoría de arte en 1908 al utilizar el flash back en Adventures of Dolly; dividió las escenas en planos más próximos a los actores en For Love of Gold; y empleó el primer plano (que los de Brighton ya habían usado en sus experimentos jocosos) de manera sistemática en After Many Years. A través de los hallazgos de Griffith, la técnica narrativa del inglés Dickens y la estética de los ideogramas japoneses, Eisenstein formuló su concepto del montaje como choque de elementos independientes entre sí, temporal o casualmente, para que de su enfrentamiento dialéctico surja una nueva idea en la conciencia del espectador. El primer y más célebre ejemplo de este montaje de atracciones fue la yuxtaposición de imágenes de los huelguistas ametrallados por la policía, con las de los animales sacrificados en un matadero en La huelga (1925). Para codificar sus posibilidades, Eisenstein sistematizó unas tablas de montaje (que completaban y re-fundían las hechas por Balász y por Timochenko), en las que creó diferenciaciones cuyo significado se considera hoy puramente sintáctico. Tales intuiciones fueron desarrolladas en un sentido más impresionista por el documentalista ruso Dziga-Vertov (autor del Cine-Ojo) en El hombre de la cámara (1928), prodigio audiovisual del que se ha nutrido casi todo el cine, así como documentalistas, publicistas, periodistas, propagandistas políticos, etc. Con un criterio diametralmente opuesto (aunque, eso sí, con un rigor estético comparable), Erich von Stroheim prefirió basar la estructura de sus filmes no sobre la discontinuidad sino sobre la duración real de las escenas, a partir de Blind Husbands (1919), Maridos ciegos o Corazón olvidado, tendencia que luego retomarían los más talentosos creadores del cine sonoro: Hawks, Vidor, Welles.

El advenimiento del sonido, si bien hizo más complejo el montaje en cuanto a operaciones técnicas, permitió una mayor economía en la expresión eliminando las metáforas visuales del cine mudo, y facilitó al cine una visión más próxima y concreta de la realidad cotidiana, sin excluir las experiencias estilísticas más progresistas: las de Bresson, Reisz, Antonioni, Resnais, Godard, Stone. Así, el montaje ha evolucionado desde el carácter rítmico e ideológico de los primeros tiempos, hasta su condición actual de elemento ordenador de descripción objetiva. En La estética de la expresión cinematográfica (6) , Marcel Martin sostiene que el montaje constituye «el fundamento más específico del lenguaje cinematográfico» y que es imposible «definir el cine sin la palabra montaje», al que refiere como la organización de los planos de un filme según ciertas condiciones de orden y tiempo. Sin embargo, el traductor del texto de Martin, el español José M. Otero sostiene que el montaje no constituye aquel fundamento más específico, como quiera que todo arte, todo lenguaje, musical, teatral, literario, dancístico, fílmico, consiste en una selección y organización de elementos o representaciones que producirán la imagen deseada por el creador. En otras palabras, el montaje siempre ha existido y el del cine sólo tiene que ver con el descubrimiento y uso masivo del término pues en las diversas formas artísticas apenas varían los útiles y las materias primas y el montaje ni es útil ni materia prima. En ese sentido, una definición de cine puede prescindir del vocablo montaje ya que está implícito en toda expresión estética. Lo que quiere decir: no sólo el cine usa el montaje como herramienta creativa.

Para abreviar, se puede definir una triple función creadora del montaje: creador del movimiento; del ritmo; de ideas. En primer lugar, el montaje es creador del movimiento en sentido amplio, es decir, de la animación, de la apariencia de vida. Cada imagen de un filme muestra un aspecto estático de los seres y de los objetos y su sucesión recrea el movimiento. En El acorazado Potiomkin (1925) se encuentra un ejemplo relevante: tres leones de piedra, yuxtapuestos en el tiempo, dan la impresión de ver a un león dormido alzarse por el ruido de un cañón. En segundo lugar, el montaje es creador de ritmo, noción que debe ser cuidadosamente diferenciada de la de movimiento pues este es la animación o desplazamiento de las personas u objetos al interior del plano. El ritmo, por el contrario, nace de la sucesión de planos, teniendo en cuenta su longitud (la impresión de duración, determinada por la duración real del plano y por su contenido dramático, más o menos interesante) y su tamaño (existe un efecto psicológico mayor entre más cercano sea el plano). Por eso, un plano de detalle o un primer plano suponen una búsqueda detrás de la apariencia. Por último, el montaje es creador de ideas, esto es, no sólo tiene un valor descriptivo o narrativo (montaje-relato), sino también un valor explicativo o ideológico (montaje-expresión), basado en la reestructuración lógica de los sucesos tomados de la realidad amorfa y reunidos según una relación de causalidad, destinada a hacer surgir el sentido de cada uno de ellos a partir de su confrontación. Balász: «El director no hace más que fotografiar la realidad, pero él le da un significado determinado. Sus fotos son la realidad, innegablemente. Pero el montaje le da un sentido… El montaje no muestra la realidad, sino la verdad o la mentira». De ahí el por qué un filme es verosímil o inverosímil, sin que a la vez importe cuán fantástico sea…

En lo que toca al propio Marcel Martin hay que decir que él cree, en un esfuerzo de síntesis y racionalización, poder deducir los distintos tipos de montaje («una simple relación de plano constituye un tipo de montaje igual que un montaje paralelo de larga duración») a tres categorías principales, que van desde la escritura hasta la narración pasando por la expresión de las ideas. Shakespeare decía: «La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia y que no significa nada», o lo que, de acuerdo con el cineasta Fernando Trueba, se podría traducir: la vida es una película mal montada. De ahí la importancia del montaje. Desde que el cine descubrió el montaje, la literatura no ha dejado de aprender de él… Lo que no quiere decir, que hoy sea «mejor» (Trueba) la literatura: aunque muchos sostengan que es el cine el que en lo fundamental se ha alimentado de la literatura. Lo que no quiere decir que por eso sea mejor el cine… Cuando este cae en manos de aquella se arruina: con esto nada tiene que ver el montaje. Con lo que sí tienen que ver la literatura y el cine es con la memoria.  

Hay una imagen muy apreciada por el filósofo Paul Ricoeur (1913-2005). Se encuentra en las Confesiones, de San Agustín: la memoria como un palacio en el que cada estancia corresponde a una clasificación en la memoria. El trabajo sobre la memoria implica el de su lado opuesto, el olvido; para Ricoeur, en el vínculo con el pasado, es tan necesario el nexo directo de la memoria como la verdad de la historia. Para entender el conflicto memoria/olvido se hace necesaria una mirada sobre ambos términos desde la psicología. Memoria es la facultad de conservar las ideas ya adquiridas o el proceso de almacenar y recuperar la información en el cerebro, básico en el aprendizaje y en el pensamiento. Los psicólogos distinguen cuatro tipos de recuerdo: reintegración, reproducción, reconocimiento y reaprendizaje. La reintegración supone la reconstrucción de sucesos o hechos sobre la base de estímulos parciales, que sirven como recordatorios. La reproducción es la recuperación activa, sin ayuda de algún elemento, de la experiencia pasada: memorizar un poema, por ejemplo. El reconocimiento se refiere a la capacidad de identificar estímulos previamente conocidos. El reaprendizaje muestra los efectos de la memoria: la materia conocida se memoriza más fácil una segunda vez.

En cuanto al opuesto de la memoria, el olvido, para los psicólogos, normalmente, se da primero el olvido rápido, al que sigue una pérdida de memoria más lenta. Son cuatro las explicaciones sobre el olvido: la primera es que las huellas mnémicas se van borrando a lo largo del tiempo como resultado de procesos orgánicos que tienen lugar en el sistema nervioso: supuesto no constatado empíricamente. La segunda es que la memoria se distorsiona progresivamente o se modifica con el tiempo. La tercera es que el nuevo aprendizaje interfiere o reemplaza al antiguo. La cuarta es que la represión de ciertas experiencias indeseables para la persona causa el olvido de ellas y sus contextos. Esta y la segunda explicación, la del deterioro progresivo con el tiempo, son las que interesan aquí para relacionarlas con la política, la cultura y en particular con la novela y con el cine. Sin olvidar que este, por su impacto emocional y la rapidez con que se percibe, actúa como un cómplice natural de la mnemotecnia, sin que deba recurrir a trucos para recordar estímulos concretos: estos acuden en tropel al espectador por su identificación con la historia narrada: no cuenta tanto la historia del propio filme, como el grado de identificación que el espectador tenga con dicha historia. Por eso, muchos dicen me gustó o no me gustó… algo que, claro, nada tiene que ver con la calidad intrínseca del filme, ni con el análisis ni, mucho menos, con la crítica consciente del mismo filme.

Cuando tal crítica se hace de manera consciente es cuando al tiempo el sujeto recuerda, o sea, se hace sujeto activo de la historia y a través de la memoria es capaz de dominar el momento socio-político, económico y cultural de la historia, por el reconocimiento que hace de la objetividad. Sólo así es posible un acercamiento a la sensibilidad, por cultura, según la cual la sociedad se entiende como el medio para asegurar a los ciudadanos, no individuos, su independencia respecto a los avatares que dificultan la realización de sus proyectos o su evolución a través de los canales de movilidad social ascendente, a los que aludía Camilo Torres Restrepo para poder hablar de una sociedad igualitaria antes que justa. Así, en oposición al esquema liberal-moderno de la libertad frente al otro, la sociedad apuesta por la alternativa de la libertad con el otro. Entonces, el objetivo esencial sería «la posibilidad de realización íntegra de la personalidad humana, reconocida a todos los ciudadanos», como dice Gramsci en un escrito temprano. Una apuesta ética de este tipo descansa sobre el supuesto antropológico: el individuo es capaz de vivir bien, en el doble sentido de vivir felizmente y honestamente.

Para Ricoeur no se trata sólo de un olvido instantáneo, de curar cosas que se han vivido y que es necesario olvidar para no terminar saturado de recuerdos, sino de un olvido terapéutico, de un trabajo de duelo en el que toda persona puede tener un papel activo. En su libro La memoria, la historia y el olvido Ricoeur usa la palabra marca para hacer entender que algunos hechos dolorosos dejan una huella que sería incluso una herida: piénsese en un desplazado forzado, en una víctima de las dictaduras, en una más de la guerra. En todos ellos hay una necesidad de olvidar lo que les produce dolor al recordarlo. Entonces ocurre no un olvido a voluntad sino un bloqueo inconsciente de la memoria. Recordamos, pero recordamos mal, con algunos vacíos de información y con alteraciones, puesto que nuestra lectura de la historia y su interpretación siempre estarán limitadas por nuestra reducida capacidad de memoria o nuestro querer recordar con exactitud experiencias que en realidad queremos dejar atrás. Ahora, la memoria siempre será fragmentaria, por la intervención de la transmisión sináptica o sea la comunicación anárquica entre neuronas. Por eso recordamos mal, con omisiones, vacíos, alteraciones.

Para poder contar nuestra propia historia, para saber quiénes la conforman, es necesario reconocer a los protagonistas. Sin saber reconocer al otro, no se puede saber quiénes somos. El reconocimiento entraña gratitud y, eso, conduce a los hombres a entrar en la órbita del entendimiento, no del rechazo ni, mucho menos, de la agresión o la violencia. Lo que está en concordancia con lo que pensaba el intelectual orgánico Antonio Gramsci, quien se identificaba con la idea de «conocerse mejor a uno mismo a través de los demás, y a los demás a través de uno mismo», como sostiene en su libro Para la reforma moral e intelectual (1998). Para él la moral es honestidad y la ética lo opuesto a la alienación, que es consustancial al capitalismo taylorista: el control de la producción por los patrones, no por los obreros. Gramsci hace una apuesta ética en el sentido de que, si lo dejan, se dijo, el hombre es capaz de vivir bien, tanto felizmente como honestamente. Sólo que, desde la honestidad por ética, el capitalismo sólo deja vivir a unos pocos felizmente; a los más, desgraciadamente, o ni siquiera los deja vivir, como ya se está viendo a la entrada de los hospitales, en la soledad de la vejez, en la selva: apenas, sobrevivir. Al parecer, con lo único que se conforma el sistema es con la obediencia… con la obediencia incondicional de los sujetos pasivos, no activos. Algo de esto caló en Leonard Cohen, quien sostiene que el éxito hoy consiste en sobrevivir.

Por eso, recuérdese, en un contexto como el colombiano, sólo cuando alguien tiene miedo al pasado es que no le gusta recordar. Por eso mismo hay que hacer memoria, conciencia y luego conciencia histórica para luego poder acceder a ese intangible llamado identidad. Para que nada se olvide, siempre hay que repetir lo obvio, como pensaba Emerson. Para Ricoeur, el ser humano necesita la memoria y la historia para construir su identidad. Se trata de una «identidad narrativa», construida en el cambio. Y ese cambio, para quien escribe, sólo es posible en la interacción del hombre con los demás, en el reconocimiento del Otro que a su vez deriva en entendimiento, en comprensión, en armonía. No en extrañamiento, incomprensión o, más grave aún, en rechazo, indignación o violencia. Más bien, por el contrario, en la gestación de imaginarios, en el gusto por recordar, en la necesidad de crear mundos comunes y en olor quizás no de solución del conflicto, sí de mayor equilibrio, tal vez de igualdad.

Para una ética de la comunicación audiovisual, habría que considerar la construcción de imaginarios desde la perspectiva de la igualdad y del respeto. Lo que implica a su vez la comprensión del Otro. Sin ella no es posible crear mundos comunes. Ahora, lo común no excluye la diferencia. La diferencia es lo que justo enriquece, no lo que empobrece ni debe distanciar. La riqueza está en la diversidad, en el pensamiento complejo. La pobreza está en el rechazo a posturas abiertas, en la bronca ciega al eclecticismo, en la estulticia de creer en el pensamiento único. Diferencia no es igual a contrario o enemigo sino a complemento. Así, no hay que molestarse cuando alguien difiera de nosotros. Su saber no es contrario al mío: es complementario. Hay que recordar que por la diferencia genética, haber sido criado en medios distintos, relacionarse de diversas y múltiples maneras con los demás y con la cultura, ningún ser humano puede ser igual a otro, ni saber lo mismo que los demás, ni sabérselas todas: así, todos sabemos otras cosas. El saber del Otro enriquece mi saber. El mío al suyo. Crear mundos comunes implica de suyo la inclusión, no la exclusión; esta, en cambio, es el camino expedito a la diferencia, a la expulsión, a la intolerancia, a la xenofobia. La inclusión, exactamente su opuesto: puerta abierta para la igualdad, el acogimiento, el respeto y la tolerancia frente a la diferencia. Y la diferencia es requisito indispensable para la igualdad, no su antinomia. El respeto incluye de por sí una posición ética dentro de la comunicación (no sólo) audiovisual para la construcción de imaginarios, proyectos y mundos comunes.

Al contrario de lo que pasa con los Siameses de Pacheco, en el caso de la poesía, la novela y el cine y pese a las diferencias de percepción, la convivencia es posible. Entonces, así el cine sea glotón y lo alimenten de carroña, la novela y la poesía le ayudan a contrarrestar el efecto nocivo de su influencia masiva, por efectos del mal gusto, para que los humanos entren en una órbita más sensible, a fin de poder vivir en poesía, en novela y en cine. Enpoesiados, ennovelados, encineados: habiendo podido dejar atrás, claro, los cadáveres descompuestos de esa semi-cultura que la cultura oficial entrega en dosis aplastantes a inermes sujetos para su confort pasajero, para su llenura momentánea… para su posterior regurgitación. La de un Jim esclavo de la lujuria visual que, por fortuna, tiene su contradictor en la novela como poesía y en la poesía como novela, siempre y cuando ambos géneros sean antes arte, reitera Perogrullo, maestro de la obviedad: la que a toda hora hay que repetir para que nunca se olvide. Para que siempre vuelva el amarcord. Como hacen la poesía, la novela y el cine cuando con ese recuerdo llevan en pos de la identidad, a hacer historia y por ende conciencia: ponen al ser sensible en el camino a la memoria, esa especie de cuarta dimensión y, para todos, el único tribunal incorruptible. Lo disponen a que haga comprensible una historia. Para ello es importante saber cómo apreciar un filme, al margen de la cultura dominante.

En apariencia es fácil explicar lo que el espectador puede encontrar al enfrentarse al cine, máxime si se tiene en cuenta que gran parte del público lo considera diversión, espectáculo o pasatiempo destinado a separarlo por un par de horas de sus actividades cotidianas: punto de vista que es válido… lo mismo que para el intelectual el hecho de escuchar una pieza del barroco, es también una distracción y no sólo un goce estético que requiere atención, respeto y esfuerzo. La sesión semanal, en el caso del aficionado, tiene por objeto hacer olvidar la fatiga del trabajo y la mezquindad del patrón, cosa que desafortunadamente es el origen de otro problema, ideológico, ya que los distribuidores de cine comercial se cuidan de mantener sus películas dentro de la función asignada por la cultura dominante (si, en ese caso, se puede hablar de cultura): coadyuvante y guardián del orden establecido. Aspecto contra el que, a propósito y afortunadamente, vienen luchando pequeñas distribuidoras (Babilla Films, Cineplex, Centauro Films) que le han permitido al público acceder a filmes como El odio, Ghost Dog: el camino del samurai, El hombre que nunca estuvo (los tres traídos al país por Babilla Films), Los idiotas, Celebración, Yo, Daniel Blake e incluso producciones nacionales como Apocalipsur, El colombian dream, Buscando a Miguel, La sirga, La tierra y la sombra, etc. Cuando opera como guardián del statu quo, para nadie es un secreto que el arte y en este caso el cine aparece como una efímera catarsis en el desequilibrio de un inhumano modo de vida, pero también como un narcótico permanente ya que margina al espectador de la vida real, de los problemas concretos de su sociedad y de la situación global, logrando de esta forma desarticular las conciencias e impedir el ejercicio del criterio. Al respecto, el cine al servicio del poder, cumple un papel lesivo.

Las talanqueras surgen cuando el espectador, neófito o avezado, se pregunta, ¿cómo apreciar un filme?, ¿cómo y para qué hacer crítica? En realidad el objeto de análisis desconcierta por sus propias características: ilusión (de movimiento); rapidez (de proyección); mayor o menor grado de dificultad (de percepción). Una novela, una pintura, un instrumento, son aprehensibles pues tiene un contorno, una forma física, una posibilidad de fijarse a la vista y al capricho del interesado, mientras que el filme no es otra cosa que un kilometraje indefinido de rollos de película en que están impresas imágenes, sonidos y señales: imágenes muchas veces ricas, otras pobres, en todo caso plagadas de detalles como para poder apreciarlas durante el tiempo de un filme; sonidos que por la dificultad de poder separarlos cabalmente de las imágenes pasan en gran parte desapercibidos, al menos en una primera lectura; señales (metáforas, guiños, gags) algunas veces incomprensibles en sí mismas, otras comprensibles tras cuidadoso análisis. No se olvide aquí que el director, a través de su obra, realiza la síntesis sobre un aspecto de la realidad o sobre una temática; el espectador, incluyendo al crítico, el análisis. Una película, contra lo que se cree, no analiza, sólo narra, describe, muestra.

Se sabe que la poesía y la novela (también la pintura y el instrumento) permiten regresar a ellas cuantas veces se desee, lo que no ocurre con el cine por ser una manifestación sonora y visual que pasa por un proyector que agranda las imágenes, las hace suceder lo suficiente rápido para dar la ilusión de movimiento, transforma lo visible en audible. Avanza la película de manera implacable en el proyector, en tanto que el espectador se debate en una lucha desigual por tratar de escoger los elementos que le interesan, capturar las imágenes fugaces, volver sobre lo que no ha captado bien: como fácilmente lo podría hacer si tuviera entre sus manos un texto o un cuadro o ante sus oídos una pieza musical. Abandonado en perfecta soledad entre ruidos e imágenes, atrapa no lo que quiere sino lo que puede, para después intentar reconstruir, apoyándose sobre impresiones cuasi borradas, lo que parece el tema principal del filme, en medio de la barahúnda de sub-temas, ideas mayores y menores, estados de conciencia, personajes y escenas de choque… sin entrar todavía, sin pensarlo siquiera, ni más faltaba, en el análisis estético: en el mundo del cineasta, los personajes por éste creados, la poética del filme, el estilo del director, las comparaciones críticas con su obra anterior, las obras de otros autores, otras expresiones artísticas. Sin entrar todavía en el contexto de los géneros o en el histórico y social y político del filme, ni en el de este con otros filmes de temáticas similares ni en el contexto histórico ni socio-político del mundo en general.

Al terminar la proyección, el espectador reúne lo que ha obtenido en virtud de su saber o ignorancia, bondades o limitaciones, atributos o carencias, y ofrece su interpretación, no siempre preguntándose antes en qué medida su conocimiento previo, su capacidad de atención y sus deseos han conducido su percepción del filme. En muchos casos, las discusiones naufragan en el mar de las divagaciones por falta de un acuerdo previo o de una moderación acertada sobre métodos y objeto de análisis fílmico. La debilidad de buena parte de la crítica radica en el prurito de imponer convenciones de las que un filme a todas luces prescinde o criterios que no son aplicables a su forma. A menudo se olvida que un juicio crítico apenas tiene valor cuando a su vez puede ser criticado y sopesado por el saber, la experiencia y la percepción de los demás, incluida la del supuesto ignorante ya citado. Hay un conflicto necesario entre la actividad del cineasta y la mirada del espectador crítico, en tanto que el primero hace la síntesis que el segundo sólo puede apreciar por el análisis y que no se puede disolver sino apenas morigerar, en el sentido de contenerse, de evitar los excesos de interpretación. Para que esto sea comprensible, cabe hacer una referencia a la crítica de cine y para qué se hace.

El 16 de enero de 2000, El Tiempo en sus Lecturas Dominicales publicó una encuesta sobre la crítica cinematográfica en Colombia. A la pregunta, ¿Para qué sirven los críticos de cine en la Colombia de hoy?, quien esto escribe respondió: «Pudiendo ser tan amplia la respuesta como es la pregunta y al ser, eso sí, esta concreta respecto al tiempo (hoy) respondería ‘para nada’. Me explico. En un país banalizado por la violencia activa multilateral (paramilitares, militares, guerrilla, narcotráfico) y por la violencia pasiva unilateral (medios de información) y en el que, por esa vía, como por la del neoliberalismo que todo lo que toca deviene light, la cultura ha sido literalmente borrada del mapa -¿dónde está el Ministro de Cultura o el fardo burocrático a su cargo y su gestión?- el papel de cualquier crítico es exiguo… porque, ¿qué se puede criticar en un país donde no hay una verdadera producción cultural sino una eufemística Industria Cultural que apenas sirve para organizar eventos de baja estofa; donde la cultura es a diario cortejada, manipulada y, cómo no, manoseada por los centros de poder; donde la polémica y, más aún, la disidencia es sinónimo de persecución y por ende de muerte? Ahora, si olvidamos lo que no se debe pero toca puesto que no hay (cine, por ejemplo) en este país desmemoriado donde por lo mismo no hay historia ni mucho menos identidad -¡en cuántas cosas prestadas andamos por el mundo!, diría Pessoa-, los críticos deberían servir -y no digo sirven…- para orientar, guiar, formar espectadores ávidos de saber sobre un oficio, el cinematográfico, que en Colombia no hay… siempre con seriedad, honestidad y ante todo con una responsabilidad ‘casi penal’ frente al público, como debe serlo la del cineasta frente a la obra de arte. Una crítica, como la que a menudo se ve, supeditada a encargos, chantajes, gustos -la obra de arte está por encima del simple gusto personal- o manipulaciones, no sólo carece de seriedad: simplemente es deshonesta, irresponsable y sólo merece sitio en el tacho de basura. Y es que el único compromiso del crítico, como el del artista, es permanecer fiel a sí mismo, a su saber y no a cualquier otro prestado.» Ahora, ¿cuál es el papel de la crítica? ¿Qué es crítica de arte en general? ¿Cómo hacer la crítica cinematográfica en particular?

Primero, la crítica de arte en general es el estudio de las distintas expresiones artísticas y el análisis racional de forma y contenido de una obra artística determinada: dancística, pictórica, teatral, musical, escultórica, cinematográfica, etc. Y, ante todo, el ejercicio de apreciación de las formas artísticas y sus funciones. La crítica no es otra cosa que la actividad consciente de asimilación de una obra. ¿Cómo hacerla? Para el caso, la crítica de cine se ejerce no sólo a través de los medios y por especialistas sino también por el espectador desprevenido y casual que asiste a la proyección de un filme. Contra la opinión general, debida a un apego equívoco a su etimología, que la homologa a juzgamiento, censura, sátira, la crítica consiste en apreciar, valorar, ponderar y no lo contrario: subestimar, demeritar, despreciar las características y cualidades de forma y contenido de una obra determinada. Criticar, al menos en Colombia, se convirtió en asumir una posición frente a dos extremos de soporte: la alabanza o la diatriba desmesuradas, en ambos casos dependiendo de quién sea el amigo o el enemigo. La crítica de cine ideal no es la que ensalza o condena, en un acto de misericordia o de mezquindad, sino la que sabe sopesar virtudes y/o defectos de la obra. Aunque nunca ha debido serlo, la crítica contemporánea y en particular el crítico moderno ya no es sinónimo de censor, juez, aristarco o zoilo: la crítica ideal es la que logra un equilibrio entre las ambivalencias del gusto (relatividad de preferencias e inclinaciones, identificación personal, subjetividad) y el análisis racional que de partida debe tener en cuenta las condiciones intrínsecas de la obra de arte (madurez, imparcialidad, argumentos, consistencia y consecuencia, búsqueda dialéctica, etc.) La honestidad que sobre todo para bien siempre sale a flote, no puede estar desligada de la claridad, maneja la dicotomía entre opinión objetiva y subjetiva, sin confundirlas, es decir, se priva de pasar por razones imparciales las que son de identificación personal.

Cuando la crítica no se ejerce con honestidad acaba polarizándose entre la superficialidad y la especulación, caracterizada la primera por ligereza, banalidad, ignorancia y la segunda por exageración, tergiversación, tendenciosidad. La crítica superficial aborda la obra desde una óptica pragmática en términos de utilitarismo, lucro, rating, sin tocar para nada la esencia de la obra en cuestión. La especulativa, otorga a la obra valores que no posee al tiempo que desvirtúa o niega lo que sí, en función de acercamientos inciertos (como quien manotea en la oscuridad), pretenciosos o inflados, que conducen a crear prejuicios frente a la obra examinada. La crítica cinematográfica se ejerce para identificar los elementos y valores de una obra, así como para destacar sus funciones. Para hacer tomar conciencia de su validez estética (necesidad de ser, significar, no imitar), su valor ético-filosófico y su posición política e ideológica, valores ambos con que se hace referencia al contenido de la obra, llamado a veces, mensaje: el que no debe ser en ningún caso proselitista, prurito para ganar adeptos aun a costa de un dudoso contenido. Es importante subrayar que por valores éticos no deben entenderse únicamente los arquetipos de comportamiento social, moral o religioso: lo considerado amoral o anti ético según parámetros de valoración sexuales, religiosos o políticos, también equivale a la categoría de valores éticos dentro de las obras de arte: como en el caso de La virgen de los sicarios (2000), de Barbet Schroeder, sobre el relato testimonial, de desahogo autobiográfico, no novela, de Fernando Vallejo y con guión suyo (7). Se ejerce la crítica, además, para evaluar el aporte personal del autor al significado de la obra, respecto al tiempo y lugar en que es concebida y conocida y al contexto circunstancial de la obra misma: aquí se habla de antecedentes, comparaciones e influencias en relación con otras obras, ya no sólo cinematográficas, otros autores, otras fuentes de conocimiento: humanas, científicas, tecnológicas, etc.

No sólo para alivio de quien escribe, para desarrollar la crítica de cine en particular y de arte en general no es necesario, imprescindible ni obligatorio, contrario a lo que se dice, el saber hacer danza, pintura, teatro, música, escultura, cine, televisión, etc. No siempre la capacidad de hacer es compatible con la de contemplar, apreciar, analizar, comparar, diferenciar, catalogar. Por coincidencia quienes saben hacer, poco critican, lo que no es precisamente un elogio en este caso. Así que el tan mentado «ya que tanto critica, hágalo» que se utiliza para desvirtuar una posición crítica, no debe ser visto ahora más que como un simple pretexto de ciertos artistas para ocultar las debilidades de una obra que siempre terminará por caerse de su peso o por su falta de peso, de una obra sobre la que nunca pesará otra cosa que el tiempo y el efecto de decantación de esa obra en torno a la cual es poco lo que para su aceptación o rechazo el crítico haya dicho o dejado de decir: eso sí, se reitera, siempre con honestidad, conocimiento, capacidad y sin dejar de ser fiel a sí mismo. Hacer crítica de cine es una manera de hacer cine. La verdadera crítica es: mediación reflexiva y autónoma, respeto por el trabajo ajeno, amplitud conceptual, sensibilidad estética, compromiso social, no lambonería ni mucho menos condena gratuita del objeto de estudio ni, por ahí derecho, del autor estudiado… Esto recuerda al catalán Subirats, para quien la crítica sólo es pensable como ejercicio democrático de argumentación y de diálogo, no totalitario ni absolutista.

La interpretación de filmes casi nunca satisface (aunque raras veces los acercamientos sean falsos por completo, desviados o perversos), toda vez que está anclada en una selección arbitraria de argumentos, teorías e indicios sobre los que a menudo se olvida aclarar en torno a qué sistema previo está organizada. Esto, hay que evitarlo. Sólo así el cine podrá seguir siendo el vehículo de expresión a que lo destina su naturaleza de arte masivo: fuente de bellos sentimientos, objeto de aprehensión y conocimiento del mundo, elemento de comunión entre los seres humanos, vehículo de comunicación en tanto acto de resistencia, tolerancia frente a innobles sentimientos, toda vez que el arte es amoral pues apenas describe, muestra, pero no califica ni juzga. Y, sobre todo, reflejo de la sociedad de su tiempo: para bien o para mal. Todo país tiene en el cine un espejo que, al contrario del que habla Borges, no es abominable, no multiplica a los hombres ni miente sino que a punta de martillo moldea la realidad: eso sí, soportada en un arte cuya construcción de lo real es falsa, en todo caso verosímil cuando se trata de buen cine, pero que crea una segunda realidad más convincente que la objetiva, inmediata, real.

A modo de conclusión

En conclusión, la cultura no es sólo un sistema de conceptos expresados en formas simbólicas. También, en formas concretas, como en los casos del cine documental y de ficción. Al estar asociada con la sensibilidad, desde lo cotidiano, la cultura puede consistir en el refinamiento de los sentidos y puede tener un sentido negativo dado que la tendencia desde sus orígenes hasta hoy ha sido del salvajismo hacia la civilización. La memoria, un palacio en que cada estancia corresponde a una clasificación en ella. El trabajo sobre la memoria implica el trabajo sobre el olvido. Entender el conflicto memoria-olvido implica mirarlo desde la psicología. Lo que entraña reconocer los diferentes tipos de recuerdo y de olvido: dos de ellos en relación con la política, la cultura y el cine. El cine, por su impacto sobre la emoción y la rapidez con que se percibe, actúa como cómplice natural de la memoria, sin recurrir a trucos para recordar estímulos concretos: estos acuden en masa al espectador según sea su identificación con la historia narrada. Memoria es la facultad de conservar ideas ya adquiridas, el proceso de almacenamiento y retoma de información por el cerebro, básico para aprender y pensar; a través suyo el sujeto activo domina la historia al reconocer la objetividad. La sociedad debe ser un medio no para crear dependencia en el ciudadano sino para asegurarle su independencia frente a la realización de sus proyectos: en oposición al esquema de libertad frente al otro hay que apostar por el de libertad con el otro. En este sentido, el objetivo esencial sería la posibilidad de realización íntegra de la persona humana, reconocida a todo ciudadano, como apunta Gramsci. Para Ricoeur, en el vínculo con el pasado es igualmente necesario el nexo directo de la memoria, así como la verdad de la historia. Para él no se trata sólo de un olvido instantáneo, de curar cosas vividas y que se hace imperioso olvidar para no acabar saturado de recuerdos, sino de un olvido terapéutico, de un trabajo de duelo en el que todos pueden tener un papel activo. También existe la necesidad de olvidar frente al recuerdo de un hecho doloroso.

Como también existe la necesidad de recordar, de hacer memoria, a través del arte: una eficaz forma para superar los eventos dolorosos. Para superar un dolor, hay que darle forma y eso es lo que permiten la poesía, la novela, el cine, en suma, el arte: aunque a unos evada y a otros eduque, aunque unos sacien su curiosidad o lo disfruten por placer, así en muchas otras ocasiones lo padezcan, posibilita seguir viviendo frente a tan sombrío panorama existencial. Ante el arte uno se siente pleno, vivo, respirando. Es justo su misterio lo que alimenta y hace vivir, porque es del misterio que el arte surge, en él nos acoge y a él, por su propia condición, nos lleva a volver una y otra vez. El arte surge de los fantasmas y los abismos del artista, no tanto de su lucidez ni de su razón, siendo desde luego la mezcla imprevisible de todo eso. Arte sin sorpresa no es arte. Arte que no asombre no sirve. Arte que no revele cosas nuevas es un producto inútil; en fin, se manifiesta en esa zona abandonada de la tensión y del conflicto donde si el artista lo merece y es afortunado acaba por ser elegido. Tal elección recae en las capacidades menos obvias del humano, en esa parte del ser que debido a las adversidades necesita desarrollarse más, en esa porción del cerebro que a causa de la hostilidad del mundo requiere incrementar su fortaleza. El arte ayuda a estar más preparado para ejercer el oficio de hombre, para que en la mente se vayan poco a poco desdibujando conceptos como moral, Otros, juicio. El ser humano estético es ético, mientras éste no siempre es estético. En tanto el arte hace evolucionar, cambiar, crecer, en esa misma medida desaparece el concepto del Otro: ¿Por qué? Porque el arte iguala, borra prejuicios, transforma mentes y entretanto iguala conduce a dejar atrás odios, a no tener que resistirse, a no luchar sin sentido. En fin, a no juzgar a nadie ni a nada. Simplemente lleva a aprender a aprender y a ser y a seguir siendo cada vez mejor. El arte sirve para que el ego, la soberbia y la envidia se evaporen poco a poco del ser humano. Para que el tirano no se sienta tan poderoso, ni el súbdito inferior. Para que el político corrupto tenga cuidado y la masa esté cada vez mejor preparada. Para que los indios sean cada vez más y los caciques cada vez menos: para que ambos puedan convivir sin problemas.

El arte posibilita no fomentar los apegos. Enseña a amar sin aferrarse a nada ni a nadie. A no odiar ni a tener expectativas. Y, ¿los apegos no impiden crecer? El ser integral no se apega a nada y puede relacionarse con cualquier otro en igualdad y con una actitud sin prejuicios ni estructuras. Una existencia tal sólo puede traer beneficios a todos. Lo contrario de lo que producen los apegos: envidia, celos, competencia y demás dolores existenciales. El arte da tranquilidad, sosiego, sobriedad: un sentimiento de libertad que no permiten convenciones, límites, autoridades. Impele a volar sin haberse levantado del suelo. Lleva a viajes que jamás podrían pagarse. Conduce a lugares ignotos que sólo el espíritu libre conoce. Alimenta la esperanza. Borra las fronteras. Permite morir antes de empezar a ver las flores desde la raíz. Posibilita ir allende la vida estando ya muerto… El arte da lo que la vida y la muerte niegan. Posibilita disfrutar lo que es apenas una mirada fragmentaria sobre el mundo, un atisbo de verdad sobre la existencia, una pequeña parcela sobre la inmensidad del cosmos. Relativiza la riqueza o la pobreza, impidiendo de paso la soberbia o el lamento. Hace que a través de los sentimientos uno se sienta poderoso, así no sea más que un proletario. El arte funciona sobre el ser humano como eficaz mecanismo de persuasión para dejar atrás violencia, irracionalidad, prejuicios; debe ser útil a la humanidad, no sólo estar hecho para entretener. Sirve para reflexionar, cuestionarse por qué estamos aquí, solidarizarse con nuestros iguales, ya no enemigos ni opositores; para construir hogares mentales, caminos entre la gente, puentes entre los pueblos; para disipar malentendidos, evitar pugnas gratuitas, disolver conflictos. El arte lleva a considerar la construcción de imaginarios desde un nicho de igualdad, respeto, tolerancia, que implica comprender a los demás. Sin ello no es posible crear mundos comunes: lo común no excluye la diferencia, que es lo que justo enriquece, no lo que empobrece ni debe distanciar. La riqueza está en la diversidad, en el pensamiento complejo; la pobreza, en el rechazo a posturas abiertas, en la bronca ciega al eclecticismo, en la estulticia de creer en el pensamiento único.

Por último, para contar la historia hay que saber quiénes la conforman y eso implica reconocer a sus protagonistas; sólo reconociendo al Otro se puede saber quiénes somos y al reconocerlo se vuelve un ser grato; si lo dejan, el hombre es capaz de vivir bien, en el doble sentido de vivir felizmente y honestamente. Sólo cuando alguien tiene miedo del pasado es que no le gusta recordar. Para acceder a ese intangible llamado identidad hay que hacer memoria. El ser humano necesita la memoria y la historia para construir su identidad, la que se construye a partir de la relación con el Otro, no a partir del desprecio de éste ni de su exclusión. El cambio sólo es posible en la interacción con los demás, lo que a su vez deriva en entendimiento y comprensión, no en rechazo ni odio ni violencia. La poesía, por su capacidad de condensación, es una de las formas de síntesis más certeras. La novela, una de las formas artísticas más propicias para acercarse al concepto de literatura mundial. El cine, el más poderoso vehículo de comunicación en tanto acto de resistencia, la más eficaz de las armas de combate contra la ignorancia junto con la educación, una de las más acendradas formas del arte y la más cercana al concepto wagneriano de obra total, en tanto manifestación de la memoria, de la historia, de la identidad de los pueblos: reflejo de la historia, sin dogmas; manifestación de la identidad, sin cortapisas; espejo del mundo, sin pretensiones. Concreción de la memoria a partir de la interacción, la tolerancia, el reconocimiento de los demás. Poesía, novela, cine: camino a la memoria de los pueblos que aún no hallan su historia ni su identidad.

A mis hijos Santiago & Valentina, mi aliento vital y mis mejores cómplices culturales

 

Notas

(1) Título, ligeramente modificado, del quinto y último capítulo del libro de Muñoz Sarmiento, Luis Carlos. Cine & Literatura: el matrimonio de la posible convivencia, Universidad Los Libertadores, Bogotá, 2014, 141 pp.: 105 a 132.

(2) Siameses, poema de José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 1939-2014)): «Me llamo Tim y odio a Jim, mi hermano/ gemelo y algo más,/ ya que nacimos unidos/ por una membrana flexible/ que otorga libertad de movimiento (hasta cierto punto)./ Imposible cortarla pues la escisión/ acabaría de golpe con nuestras vidas.// Tenemos dos cabezas muy diferentes, Jim es glotón y sólo come cadáveres./ Yo soy vegetariano, estoico, ascético;/ mi rival vive esclavo de la lujuria./ Y cuánto me repugnan sus contorsiones/ en mujeres de paga mientras yo en vano/ hojeo una revista o finjo distancia/ mirando en la pantalla videos idiotas./ Yo simpatizo con el pueblo doliente./ Mi ideal es anarquista y odio el poder./ Jim ama el capital, gana millones/ pues tiene genio para invertir en la Bolsa.// Él duerme como un niño. Yo soy insomne./ Leo todo el tiempo y Jim detesta los libros./ Me gusta hablar. Mi hermano es silencioso./ Aborrezco la caza. Él es experto en venados.// Nos hacen millonarios nuestra danza grotesca,/ los diálogos obscenos que improvisamos/ y los feroces juegos con espadas.// Dice la gente: ‘Es el acorde perfecto./ Nunca se han visto hermanos tan idénticos’./ ¿Alguien ha imaginado nuestra guerra interior, la lucha interminable que libramos a solas?/ (Ninguno de nosotros sabrá nunca/ qué significa la expresión a solas).// No podemos creer que existan seres/ por separado. Los consideramos/ triste mitad de un todo inexistente,/ mellizos de un fantasma o espectrales siameses/ que alojan en un cuerpo la dualidad, la enemiga/ contradicción de opuestos para siempre enfrentados.// Cómo anhelo/ vivir sin este monstruo que me duplica y estorba.// Y no obstante de noche conversamos/ en nuestra propia lengua inventada./ Nadie será capaz de descifrar la clave imposible./ En presencia de extraños no se usa nunca./ La llamamos Desesperanto./ Arde en lumbre de rabia y odio hacia ustedes.// Si puedo hablar ahora es porque mi Jim/ duerme su borrachera como puerco en zahúrda./ Despertará en un minuto/ y entonces volveremos a la pugna incesante./ Oigan lo que les digo: de verdad/ la convivencia es imposible».

(3) Tarkovski, Andrei. Esculpir en el tiempo, Ediciones Rialp, Madrid, 2005, 273 pp.: 87.

(4) http://www.fronterad.com/?q=julio-cortazar-cronopio-mayor-o-como-no-aceptar-mundo-tal-cual-es

(5) https://www.youtube.com/watch?v=JUKu2-QEspQ

(6) Martin, Marcel. La estética de la expresión cinematográfica, Ediciones Rialp, Madrid, 1958.

(7) Vallejo, Fernando. La virgen de los sicarios, Alfaguara, Bogotá, 2ª edición, jul/2000, 127 pp.

 

Referencias bibliográficas

Eisenstein, S. (1959). Teoría y técnica cinematográficas, Madrid, Rialp.

Gubern, R. (1995). Historia del cine (obra completa, 3 tomos), Madrid, Baber.

Martin, M. (1958). La estética de la expresión cinematográfica, Madrid, Rialp.

May, R. (1962). El lenguaje del film. Madrid, Rialp.

Perkins, V. F. (1976). El lenguaje del cine, Madrid, Fundamentos.

Tarkovski, A. (2005). Esculpir en el tiempo, Madrid, Rialp.

 

Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Estudios de Zootecnia, U. N. Bogotá. Periodista, de INPAHU, especializado en Prensa Escrita, T. P. 8225. Profesor Fac. de Derecho U. Nacional, Bogotá (2000-2002). Realizador y locutor de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños: Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2014). Fundador y director del Cine-Club Andrés Caicedo desde 1984. Colaborador de El Magazín de El Espectador. Ex Director del Cine-Club U. Los Libertadores y ex docente de la Transversalidad Hum-Bie (2012-2015). Escribe en: www.agulha.com.br www.argenpress.com www.fronterad.com www.auroraboreal.net www.milinviernos.com Corresponsal www.materika.com Costa Rica. Co-autor de los libros Camilo Torres: Cruz de luz (FiCa, 2006), La muerte del endriago y otros cuentos (U. Central, 2007), Izquierdas: definiciones, movimientos y proyectos en Colombia y América Latina, U. Central, Bogotá (2014), Literatura, Marxismo y Modernismo en época de Pos autonomía literaria, UFES, Vitória, ES, Brasil (2015) y Guerra y literatura en la obra de J. E. Pardo (U. del Valle, 2016). Autor ensayos publicados en Cuadernos del Cine-Club, U. Central, sobre Fassbinder, Wenders, Scorsese. Autor del libro Cine & Literatura: El matrimonio de la posible convivencia (2014), U. Los Libertadores. Autor contraportada de la novela Trashumantes de la guerra perdida (Pijao, 2016), de J. E. Pardo. Espera la publicación de sus libros El crimen consumado a plena luz (Ensayos sobre Literatura), La Fábrica de Sueños (Ensayos sobre Cine), Músicos del Brasil, La larga primavera de la anarquía – Vida y muerte de Valentina (Novela), Grandes del Jazz, La sociedad del control soberano y la biotanatopolítica del imperialismo estadounidense, en coautoría con Luís E. Soares. Su libro Ocho minutos y otros cuentos (Pijao Editores, 2017) fue lanzado en la XXX FILBO, dentro de la Colección 50 Libros de Cuento Colombiano Contemporáneo: 50 autores y dos antologías. Hoy, autor, traductor y, con Luís Eustáquio Soares, coautor de ensayos para Rebelión. E-mail: [email protected]

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.