«Hay que sembrar el terror… Hay que dar la sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensan como nosotros. Nada de cobardías. Si vacilamos un momento, y no procedemos con la máxima energía, no ganaremos la partida». El general de brigada Emilio Mola hablaba de esta guisa en una […]
«Hay que sembrar el terror… Hay que dar la sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensan como nosotros. Nada de cobardías. Si vacilamos un momento, y no procedemos con la máxima energía, no ganaremos la partida». El general de brigada Emilio Mola hablaba de esta guisa en una reunión con alcaldes de Navarra, pocas fechas después del 18 de julio de 1936. «Todo aquel que ampare u oculte un sujeto comunista o del Frente Popular será pasado por las armas», concluía la alocución de uno de los promotores del golpe de estado.
Militante del PCE y de la UGT, Camino Oscoz Urriza fue asesinada el 10 de agosto de 1936, a los 26 años. Los franquistas arrojaron el cuerpo de esta maestra -la única liquidada en Navarra- al vacío desde el balcón de Pilatos, actualmente en el Parque Natural de Urbasa-Andía. Fue trasladada en automóvil por unos falangistas, pero antes había permanecido en la prisión de Pamplona. Posiblemente fue torturada, aunque resistió hasta el final: nunca se arrepintió ni pidió perdón por sus ideas. La joven de izquierdas también participó en el Socorro Rojo Internacional, organización de apoyo a presos y refugiados constituida por la Internacional Comunista en 1922. El libro «Camino Oscoz y otras historias del 36» (Cenlit), del escritor Joseba Eceolaza, toma la historia de esta mujer represaliada como punto de partida para abordar la represión franquista.
Prologado por la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, el autor ha presentado el texto de 194 páginas en las VII Jornades de Memòria Democràtica organizadas por el Fórum de Debats de la Universitat de València entre el 25 y el 31 de mayo. El libro hace referencia a lugares especiales en la biografía de Camino Oscoz, como la Cuesta de Santo Domingo de Pamplona, donde residió; el colegio donde cursó estudios, las Teresianas de la Calle Mayor; las Escuelas de San Francisco, en las que organizaba mítines la izquierda de Navarra; también la Casa del Pueblo, o la calle del Carmen, desde donde se la llevaron para darle el «paseo» final.
El bando faccioso arrasó en Navarra, donde no tuvo una sola baja y liquidó a 3.452 personas, con urgencia y especial encarnizamiento, sobre todo en el verano de 1936. Eceolaza llama la atención sobre la invisibilización a la que se ha sometido a las mujeres, incluso en ocasiones por quienes reivindican el derecho a la memoria. Muchas veces eran las viudas quienes tenían que afrontar las consecuencias de la represión. Ocurrió, entre otros muchos, con Francisco Castro Berisa, herrero, socialista y alcalde del municipio navarro de Azagra. Tras un consejo de guerra, fue fusilado en Pamplona en febrero de 1937. Cuatro años después de la ejecución, fue condenado a indemnizar al Estado con cinco pesetas por perjuicios, así como a una sanción a diez años de destierro, por la que no podía residir a menos de 50 kilómetros de Azagra.
La batalla por la memoria ofrece un repertorio de episodios singulares. En Cintruénigo, municipio hoy con 7.800 habitantes, el tambor de Antonio Martínez Caracciolo avisaba a los vecinos de que las viudas de los fusilados iban a aparecer en público, «y así podían salir a insultarlas», señala Joseba Eceolaza. Las mujeres lucían la cabeza rapada, y previamente se les había forzado a ingerir aceite de ricino. Hasta el pasado cuatro de noviembre, cuando el pleno del Ayuntamiento decidió por unanimidad la revocación, la Escuela de Música de Cintruénigo llevaba el nombre de Antonio Martínez Caracciolo.
El autor pretende en el libro deshacer varios mitos. Uno entre otros, presente sobre todo en los pueblos más pequeños, es el que asegura que las muertes por la guerra del 36 obedecen a envidias y rencillas. «Se trata de un relato franquista para desideologizar los asesinatos». Pero en Navarra, «el 70% de los fusilados tenían militancia política, en los diferentes partidos de izquierda; aquí no hubo dos bandos, ni trincheras, ni resistencia», asegura Eceolaza. Asesinatos como el de Camino Oscoz pretendían servir de ejemplo. Ya lo había advertido el marqués y teniente general de caballería, Gonzalo Queipo de Llano, en una de sus arengas: «Nuestros valientes legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad y de paso también a sus mujeres; esto está totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones; no se van a librar por mucho que berreen y pataleen».
Mujer de coraje y gran vitalidad, el libro recoge algunas de las misivas de Camino Oscoz, como la que escribió con 25 años al escritor Pío Baroja y otra en la que pedía materiales para la escuela. Su resistencia inquebrantable permite trazar un paralelismo con otra mujer, Matilde Landa (1904-1942), también militante del PCE y activista del Socorro Rojo Internacional. Sometida a consejo de guerra en diciembre de 1939 por adherirse a la «rebelión», resultó condenada a muerte, aunque después se le conmutó la pena. En agosto de 1940 ingresó en la cárcel de mujeres de Palma de Mallorca. Matilde Landa terminó suicidándose, pero rechazando hasta el final el arrepentimiento y el bautismo.
Otro lugar común que quiere desmontar el escritor es el que dice que Navarra fue, casi en términos absolutos, una región carlista en los años 30 del pasado siglo. Eceolaza no niega el notable peso de este movimiento ultraconservador, «pero hay que desinflar su influencia». Para ello recuerda una conocida frase de la época: «O al fuerte (cárcel), o al frente»; es decir, «había republicanos que se alistaban en el ejército carlista únicamente para salvar el pellejo». Además menciona la influencia de UGT, que en Pamplona organizó antes de la guerra una mutualidad médica, una red de panaderías (para evitar los fraudes a los que se veían sometidos los obreros), una revista -«Trabajadores»- y 69 viviendas sociales. «Decían muchas de las cosas que hoy planteamos para rechazar los desahucios, ciertamente estas iniciativas resultan impensables sin una masa crítica detrás». Según Joseba Eceolaza, «los carlistas conspiraron contra la II República, fueron a la Italia de Mussolini a aprender el manejo de las armas y los voluntarios requetés contribuyeron a extender la causa de los golpistas, pero no tanto como se ha afirmado». En octubre de 2016, el Archivo de Navarra publicó en Internet 40.791 fichas de combatientes de esta región -durante la guerra de 1936- en el bando faccioso; además de 1.538 sentencias del Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas de Navarra contra opositores al golpe militar.
En el libro «Morir, matar, sobrevivir. La violencia en la dictadura de Franco» (Crítica, 2002), el historiador Francisco Espinosa Maestre destaca la existencia de un «plan previo de exterminio» en el estado español, que pretendía finiquitar cualquier eco de la República. Así, el también autor de «La Primavera del Frente Popular» enumera el amplísimo espectro de víctimas que fueron cayendo desde primera hora: alcaldes, concejales, líderes políticos y sindicales, militantes de partidos, maestros y principalmente obreros de toda clase. En muchas ocasiones el franquismo también liquidó a los familiares y amigos. Ya en 1940 y 1941, acota Espinosa Maestre, al franquismo no le urgía matar a tanta gente. Además en 1941 y 1942, «el hambre y las enfermedades que reinaban fuera y dentro de las cárceles se suman a la tarea exterminadora», escribe en el capítulo titulado «Julio de 1936. Golpe militar y plan de exterminio». Además incluye un texto del diario ABC, del cuatro de abril de 1939, que propone no cejar en el empeño: «Españoles, alerta. España sigue en pie de guerra contra todo enemigo del interior o del exterior, perpetuamente fiel a sus caídos. España, con el favor de Dios, sigue en marcha. Una, Grande y Libre, hacia su irrenunciable destino».
En el libro «El holocausto español» (Debate, 2011), el historiador Paul Preston se refiere a las circunstancias de Navarra. Explica episodios como el del 23 de agosto de 1936, cuando el obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea, presidía una procesión muy concurrida que rendía honores a la virgen de Santa María la Real. Durante el acto, una partida de falangistas y requetés sacó de la prisión a 52 detenidos. Los historiadores también apuntan lo sucedido en las afueras del municipio de Caparroso: la mayoría de los presos, entre ellos el dirigente socialista Miguel Antonio Escobar Pérez, fueron asesinados. Las escabechinas se sucedieron en el año del golpe fascista. El 21 de octubre fue en un pequeño pueblo, Monreal, al sudeste de Pamplona, cuenta Preston. Esos días, en el funeral por un teniente del requeté (paramilitares carlistas) celebrado en el municipio de Tafalla, la turba se dirigió a la prisión con la idea de linchar a más de un centenar de detenidos. La guardia civil impidió que se consumara la degollina. A los tres días, 65 de los reclusos fueron trasladados de madrugada a Monreal, donde una partida de requetés procedió a ejecutarlos.
El historiador británico resalta asimismo la importancia de la Federación de Trabajadores de la Tierra de UGT antes de la conflagración. Y remata con ejemplos de las prácticas represivas del franquismo en los pueblos menudos de Navarra. En Sagartuda, de 1.242 habitantes, se perpetraron 84 ejecuciones extrajudiciales; en Peralta resultaron asesinadas 98 personas, sobre una población cercana a los 4.000 habitantes.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.