¿Qué jaleo es este, el que se ha armado a propósito del supuesto intento de Bibiana Aído de «meter cuchara» (una articulista dixit) en los cuentos infantiles de toda la vida? Para empezar, ¿qué ha ocurrido? Los hechos son estos: el Ministerio de Igualdad ha firmado un convenio con la Federación de Enseñanza de UGT […]
¿Qué jaleo es este, el que se ha armado a propósito del supuesto intento de Bibiana Aído de «meter cuchara» (una articulista dixit) en los cuentos infantiles de toda la vida? Para empezar, ¿qué ha ocurrido? Los hechos son estos: el Ministerio de Igualdad ha firmado un convenio con la Federación de Enseñanza de UGT para fomentar la igualdad en las aulas; y en él se afirma: «Los cuentos infantiles están llenos de estereotipos. Casi todas las historias colocan a las mujeres en una situación pasiva, en la que el protagonista, generalmente masculino, tiene que salvarla». En cuanto a Bibiana Aído en persona, no ha dicho nada. Lo que no obsta para que se la haya acusado de todo: de «achicar los espacios del pensamiento», «emplear las tijeras de podar en la literatura infantil», «habitar un mundo desolado de relativismo y deconstrucción» (sic) y hasta de «no entender Blancanieves»…
A mí, en todo este revuelo, me molestan tres cosas que, más allá de este caso concreto, se están volviendo norma general. Una, que se califique de censura («piquete moralista», ha escrito alguien) lo que no es más que sentido crítico, el intento de hacer que la gente piense en vez de tragarse sin más lo que le echen, sean cuentos infantiles u otra cosa. Dos, la idea subyacente de que de un lado está -cual inocente Caperucita- el sentido común, o la naturaleza de las cosas, o la tradición o la calidad o la libertad de los lectores, y del otro, sólo del otro, como el Lobo Feroz, la ideología. Como si los cuentos infantiles -o el canon occidental, o la publicidad, o la lengua española- fueran indiscutibles e invariables, como si en su gestación o fijación no hubiera intervenido nadie; como si no contuvieran, en fin, ninguna ideología. Y la tercera: basta que la ministra de Igualdad abra la boca (o no la abra siquiera, como en este caso), para que la despedace una jauría de columnistas y tertulianos, izquierdas y derechas confundidas. Pero quizá lo que más me duele es el ahínco con que algunas mujeres que escriben en la prensa han aprovechado la oportunidad para hacer algo que hacen regularmente: renegar tres veces, en voz alta y clara, del feminismo y de las feministas. Hacen bien: no olvidan que son hombres, poco proclives en general al feminismo, los que pagan y mandan, y que su silla nunca está lo bastante segura.
Fuente: La Vanguardia, jueves 29 de abril, 2010, pág. 24.