Estoy viendo imágenes del juicio contra Rita Maestre por el asunto del altercado en la capilla de Univerdidad Complutense y no salgo de mi asombro. Es exactamente como siempre me he imaginado los procesos de Moscú. No me interesa ahora hablar de la mecánica jurítica de todo esto. Se trata de ver qué debemos hacer […]
Estoy viendo imágenes del juicio contra Rita Maestre por el asunto del altercado en la capilla de Univerdidad Complutense y no salgo de mi asombro. Es exactamente como siempre me he imaginado los procesos de Moscú.
No me interesa ahora hablar de la mecánica jurítica de todo esto. Se trata de ver qué debemos hacer desde la UCM y de qué podría estar haciendo la Iglesia católica (más allá de decir que ya la ha cristianamente perdonado) frente a esta ignominia. Como profesor de la Universidad Complutense de Madrid quiero hacer algunas puntualizaciones. Los miembros de la comunidad académica y laboral de la UCM, durante los últimos treinta años, hemos sido no sólo tolerantes, sino de una magnánima elegancia respecto a la presencia de capillas en las Facultades. Hemos sido, en general, incluso muy educados, saludando con una sonrisa a los capellanes que a diario nos cruzamos en el pasillo (uno de los cuales se ha personado en el juicio como testigo, acusando a Rita de haber sido la lideresa de la acción en la capilla). Todo este ejercicio de tolerancia se nos paga ahora con un juicio político contra la portavoz del Ayuntamiento de Madrid por unos acontecimientos que ocurrieron hace ya bastantes años, una cosa tan grave como que varias estudiantes entraron en la capilla en sujetador y declararon ser lesbianas o bisexuales. Evidentemente, no se trataba de un intento de ofender a los católicos que ahí se encontraban, sino de un acto de revivindicación política que pretendía llamar la atención, en primer lugar, sobre la existencia misma de las capillas en una Universidad estatal y, en segundo lugar, sobre el papel que suele cumplir la Iglesia respecto a la opresión patriarcal de la mujer.
Hace un tiempo, ocurrió algo semejante. Unas estudiantes entraron en el Rectorado de la UCM, se desnudaron y leyeron en voz alta un manifiesto en el que exigían un protocolo contra el acoso sexual por parte de los profesores. A nadie sensato se le habría ni pasado por la cabeza denunciar a esas muchachas por ofender las instituciones académicas de la Complutense, aunque, por supuesto hubo a muchas personas, estudiantes, profesores, trabajadores y autoridades académicas, que la «performance» no les gustó ni un pelo. Naturalmente, se dirá, no es comparable: no es lo mismo entrar desnuda en un Rectorado que entrar (medio) desnuda en una capilla. Aunque uno podría preguntarse por qué. Eso comienza preguntándose Richard Dawkins, con toda la razón, al comienzo de su libro El espejismo de Dios. La verdad es que cosas como el juicio de Rita Maestre le llevan a uno a preguntarse por qué somos tan educados, tan tolerantes y tan magnánimos con esa gente que piensa que la virgen tuvo un hijo copulando con una paloma y luego siguió siendo virgen después de haber parido. Por qué toleramos que tengan un aula en una institución laica y estatal para practicar sus ritos y congregar a sus fieles, sin que se haya planteado ni por un momento la discusión sobre si ese local no podría tener fines más acordes con la vida académica de la universidad, albergando, por ejemplo, a grupos de teatro que a lo mejor representan sus obras en pelotas. En principio, no hemos planteado demasiado la cuestión en las Juntas de Facultad y los Claustros, porque, en efecto, hemos sido muy tolerantes, muy generosos y muy educados. Pero creo que ha llegado el momento de que pongamos el asunto abiertamente sobre la mesa, puesto que los tiempos demuestran que estamos tratando con gente tan sensible y tan susceptible que no puede tolerar ninguna afrenta -por pacífica que sea- a sus íntimas convicciones y en cuanto se les mete una teta de por medio, recurren a los tribunales y solicitan años de prisión, alegando además que se ha ofendido a la comunidad católica en su conjunto.
Richard Dawkins llama la atención sobre este extraño fenómeno del «indebido respeto». No se entiende muy bien por qué la gente religiosa puede mover los hilos de la justicia con más derecho que cualquier otro hijo de vecino. Si no quieren ver a chicas desnudas, que se metan en una catacumba y dejen de plantar sus templos en los campus de una universidad estatal. Si se pone a prueba nuestra paciencia con aberraciones judiciales como las que estamos asistiendo en el día de hoy (18 de febreo de 2016, día del juicio contra Rita Maestre por haber enseñado la marca de su sujetador), algunos podemos empezar a pensar en lo mucho que esos templos católicos ofenden nuestra sensibilidad ciudadana. Por mi parte, podría recordar, como tantos otros, que debo a la Iglesia católica doce años de tortura y de vejaciones en un colegio franquista de los marianistas, donde se me separó salvajemente del sexo femenino, se me molió a hostias, se me sometió a un adoctrinamiento aberrante que llamaba bueno a todo lo malo y malo a todo lo bueno, se me amenazó con las penas del infierno por hacerme un paja al mismo tiempo que se intentaba abusar sexualmente de mí (otros no tuvieron tanta suerte y la cosa no quedó en intentos), y sobre todo, se me enseñó a apoyar a una dictadura criminal. Un lugar en el que se consideraba enfermos o perversos a los homosexuales, alimentando el acoso brutal y despiadado sobre los que eran considerados los «maricones de la clase». Todo eso, bendecido por una institución que vigilaba la virginidad prematrimonial de la mujer, que condenaba el sexo cuando no tenía como fin la reproducción, que prohibía los anticonceptivos y el aborto, que era, en general, una columna vertebral para los todos los tópicos patriarcales que aún hoy en día siguen tan presentes.
La Iglesia católica, profiriendo amenazas superticiosas de todo tipo, ha vigilado milimétricamente la vida de la población de este país, y en especial del sexo femenino, su víctima más propiciatoria, a través de ese rito que llaman el sacramento de la confesión. En el confesionario todo se hacía público ante Dios, desde a quién ibas a votar en 1934, a si te tocabas los genitales en la cama o te mirabas el sexo al ducharte. Ningún dictador, ni siquiera recurriendo a la práctica de la tortura, podría soñar jamás con un dominio tan microscópico de la vida personal. Pero ahora resulta, que estos sujetos, que llevan siglos buceando en la intimidad personal de la población, se sienten ofendidos en sus intimísimas creencias personales si ven que una estudiante de veinte años enseña una teta en una capilla, y llevan la cosa a los tribunales. Bien es verdad que el arzobispado no ha sido quien ha puesto la denuncia, pero tampoco ha puesto el grito en el cielo denunciando esta impostura. Porque no sería tan difícil una declarión de esas que tanto se estilan en el mundo laico: «no en nuestro nombre». Este juicio, señores, no en nuestro nombre, y mucho menos en nombre de Dios. Desde el punto de vista católico es una blasfemia y un pecado muy grave estar utilizando la religión para atacar políticamente a un cargo público. Pero no vamos a oir una declaración de este tipo, porque, al fin y al cabo, la Iglesia sabe muy bien de qué lado está.
Y por su parte, la comunidad académica y laboral de la UCM debería llevar inmediatamente a las Juntas de Facultad, el Claustro y la Junta de Gobierno, la cuestión de la permanencia de las capillas católicas en los centros de enseñanza. Yo, en tanto que miembro del personal docente e investigador, me siento profundamente ofendido por la presencia de esos locales de uso religioso y considero que lesionan los principios laicos más esenciales de la Universidad a la que pertenezco.
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