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Carlos Peña y su filípica contra la democracia directa

Fuentes: Rebelión

La columna de comentarios que cada domingo publica Carlos Peña en El Mercurio es seguida por muchos con gran interés por el carácter agudo y frecuentemente certero de sus reflexiones. Pero su estrecha visión liberal de la política y la sociedad en que vivimos lo lleva muchas veces también a reflexiones sorprendentemente miopes e inconsistentes […]

La columna de comentarios que cada domingo publica Carlos Peña en El Mercurio es seguida por muchos con gran interés por el carácter agudo y frecuentemente certero de sus reflexiones. Pero su estrecha visión liberal de la política y la sociedad en que vivimos lo lleva muchas veces también a reflexiones sorprendentemente miopes e inconsistentes sobre el acontecer ciudadano. Tal es el caso de su última columna titulada «Profesores voceros» en la que alude críticamente al proceder de la Directiva del Magisterio en el curso de la prolongada movilización que mantiene actualmente este gremio.

Respecto al conflicto mismo, Peña parte reconociendo que » se trata de una demanda parcialmente justa», sin aclarar el alcance de este juicio, pero que «se lleva adelante mediante un procedimiento o método incorrecto». Y es esto último lo que constituye el centro de toda su reflexión. Según Peña, el problema radicaría en que los dirigentes carecen de «todo poder negociador» debido a que, en última instancia, han optado por obedecer a la voluntad de sus bases, limitándose a actuar como meros voceros de ellas, en lugar de atreverse a arribar, sin necesidad de consultarlas, a acuerdos con el gobierno.

A juicio de Peña, el problema de fondo que esta situación ejemplifica y pone de relieve, sería » la progresiva desaparición de la democracia representativa y su sustitución por la democracia directa». Ello porque, en su opinión, » la democracia directa funciona bien cuando se la ejercita en grupos más o menos pequeños», pero cuando se la pretende ejercer a gran escala solo resulta ser una «artimaña» ya que «estropea la dimensión deliberativa de la democracia -el diálogo y la reflexión racional- que, en cambio, los representantes son capaces de ejercitar».

Finalmente, Peña se empeña en reforzar su visión claramente aristocratizante de la democracia no con argumentos propios de una «reflexión racional» como la que dice echar de menos, sino solo con algunas frases dirigidas a descalificar la visión alternativa de una democracia directa tales como » donde todos deciden, nadie es responsable» o «las multitudes infantilizan a quienes participan de ellas», enfatizando de paso que, al hacer de meros voceros de sus bases , los dirigentes del magisterio estarían actuando «como si fueran estudiantes».

El mayor problema de la supuesta «reflexión racional» que nos ofrece Peña es que pasa convenientemente por alto el verdadero significado de la democracia, que no es otro que el poder del pueblo (demos = pueblo, kratos = poder), basado en el principio de igualdad, en dignidad y derechos, de todos los seres humanos y, como consecuencia de ello, en el de la soberanía popular. Desde una perspectiva democrática, la constitución y ejercicio del poder político debe ser, necesariamente entonces, una real expresión de la voluntad popular.

Y si esto es válido para el conjunto del sistema político-institucional de una sociedad dada, con todas las complejidades que ello conlleva, con mayor razón lo es con respecto a las organizaciones de la sociedad civil, como los gremios, donde la posibilidad de una interacción directa entre los dirigentes y las bases es, ciertamente, mucho mayor. En este caso, a diferencia de lo que sugiere Peña, los dirigentes no pueden limitarse a ser meros portadores de la opinión de las bases sino que se ven en la necesidad de exponer y defender ante ellas sus propias opiniones. Pero lo que finalmente prima son las razones y la voluntad de la mayoría. ¿O acaso Peña propicia como «método» el que los dirigentes impongan a sus bases acuerdos obtenidos a puertas cerradas y a contrapelo de sus deseos? Método que, como es obvio, posibilita la corrupción del liderazgo y desmoraliza a las bases.

Peña destaca las obvias limitaciones de un sistema de democracia directa a gran escala pero omite señalar las múltiples y ostensibles distorsiones de la voluntad popular que suelen exhibir los sistemas representativos actualmente existentes: generación no proporcional de la representación política, existencia de mecanismos de contención de los cambios como el senado, los tribunales constitucionales y las leyes de quórum calificado, la constante manipulación mediática de la información y de las campañas políticas, etc.

Peor aun, Peña finge no saber que el poder real no se encuentra en las instituciones políticas del Estado sino en los grandes grupos económicos que, amparados en los «derechos» que les reconoce el sistema político, tienen la facultad de adoptar las decisiones claves para el futuro de una sociedad -las referidas al modo de utilizar el excedente socialmente producido-, restringiendo la «reflexión racional» sobre los problemas sociales al rígido marco que ellas imponen y distorsionándola además con las numerosas presiones y dádivas que efectivamente ejercen esos poderes fácticos sobre los «representantes».

Según Peña, la democracia representativa sería expresión de la racionalidad de la elite de la que carecería el pueblo. Pero, en rigor, suele ser más bien sinónimo de engaño y fraude para burlar permanentemente la voluntad popular. En realidad, la racionalidad política no es patrimonio de la pequeña elite de los «representantes» de la voluntad popular, sino que la ponen los que elaboran o adhieren a proyectos de sociedad como fundamento real de los partidos políticos que se constituyen para llevarlos a la práctica. Pero la labor de éstos es persuadir y no imponer la racionalidad de sus propuestas a las mayorías, y mucho menos suplantarlas. En eso también consiste la labor de los dirigentes, sean éstos gremiales o políticos, sin buscar utilizar su posición de tales en beneficio propio.

En un sentido más general, es evidente que un sistema político-institucional democrático no puede suponer a todo un pueblo en estado de asamblea permanente y por lo tanto forzosamente implica la existencia de instancias de representatividad. Pero la función de éstas no puede significar que se les otorga un cheque en blanco para obrar como les dé la gana, desentendiéndose por completo del parecer de sus supuestos representados. Al menos la manera de encarar los problemas más relevantes debería ser siempre sometida a consulta de la ciudadanía.

En un artículo anterior, Peña identificaba con preocupación a la democracia directa como «uno de los rasgos centrales del populismo» para el cual las sociedades aparecen como » una pirámide teledirigida desde una cúspide que no siempre salta a la vista -la élite-, la que se esmeraría, a través de diversos mecanismos y estrategias, por sacrificar los intereses de la masa», algo que por lo visto considera falso. En ese mismo artículo, Peña sostiene que a la concepción de la democracia directa subyace «lo que pudiera llamarse una ilusión epistémica: la creencia de que la voluntad general, la voluntad del pueblo, es infalible y nunca se equivoca y jamás puede contrariar sus propios intereses».

Como se ve, la obsesión de Peña contra la democracia directa no es nueva. Pero la ilusión que observa en ella es, justamente, lo que en realidad subyace al ritual electoral que opera como mero mecanismo de legitimación «democrática» del fraudulento sistema político representativo que actualmente nos rige, tras el cual se hallan los poderes fácticos empresariales, y que con tanto ahínco defiende Peña. ¿No sería ya hora de apuntar en la dirección contraria para abrir paso a un sistema político-institucional efectivamente democrático convocando al soberano a elegir una Asamblea Constituyente que elabore un nuevo marco constitucional como real expresión de la voluntad popular?

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.