Si de verdad desea pasar a los libros de Historia como el estadista que consiguió acallar las armas y gobernar en buena hora durante la próximas legislaturas, no centre su política en las decisiones de ETA Excelentísimo señor don José Luis Rodríguez Zapatero: Soy Iñaki Errazkin, un ciudadano vasco de los muchos que, por un […]
Si de verdad desea pasar a los libros de Historia como el estadista que consiguió acallar las armas y gobernar en buena hora durante la próximas legislaturas, no centre su política en las decisiones de ETA
Excelentísimo señor don José Luis Rodríguez Zapatero: Soy Iñaki Errazkin, un ciudadano vasco de los muchos que, por un motivo u otro, viven alejados geográficamente de Euskal Herria. En mi caso, fueron una conjunción de causas económicas y cardíacas las que me llevaron a afincarme en Andalucía. Buen pueblo. Buena gente. Aquí sobrevivo ejerciendo mi profesión de periodista. Aquí como, aquí duermo, aquí amo, aquí pienso, aquí escribo…
Hoy me dirijo a usted, señor Rodríguez Zapatero, porque, tras el último comunicado de ETA, toca -vuelve a tocar- hablar de mi querido País Vasco, y de las lisis y crisis del proceso de paz por cuyo buen final algunos hemos apostado y al que, al menos yo, no pienso renunciar mientras mi corazón siga latiendo.
Le escribo, decía, porque he leído una declaración suya sobre el tema que nos ocupa en la que usted asegura que ha hecho todos los esfuerzos posibles para alcanzar la paz. Y lo siento mucho, señor Presidente, pero no le creo.
No vea en mí a un enemigo intransigente. Le adelanto que estudié interno en un colegio de los jesuitas y, consecuentemente, soy una de esas personas prácticas que, puestas en el trance de tener que deglutir sin remedio una dosis de excremento, prefiere ingerir la deposición de un colibrí a la de un elefante. No seré yo, pues, quien promueva su derrota, habida cuenta de la alternativa, pero, sin duda, usted comprenderá que tampoco le baile las aguas, aunque sean menores.
Digo que no le creo, señor Rodríguez Zapatero, porque si usted verdaderamente hubiese hecho «todos los esfuerzos posibles para alcanzar la paz», el proceso no se habría interrumpido. Es así de sencillo.
Me hago cargo de las presiones que soporta y de las dificultades que tiene que vencer, pero es usted el primer ministro de un gobierno que, por definición, gestiona los intereses del Estado y no es posible eximirle de sus responsabilidades políticas.
Usted llegó a la Presidencia como mal menor, gracias a una buena porción de votos prestados por gentes de la izquierda española que vieron en su persona -y en su prometido buen talante- una herramienta en garantía con la que apear de su trono al ultraderechista José María Aznar, político belicista, autoritario, antipático e indeseable como no ha habido otro en la historia de España desde su creación a sangre y fuego.
Reconozco que arribó usted a La Moncloa con una energía envidiable, llegando a ilusionar, incluso, a más de un contribuyente escéptico y descreído. Su pro- grama, sin ser radical ni revolucionario, era paliativo, al mejor estilo de la socialdemocracia europea. ¡Qué le voy a contar que usted no sepa! Se trata de endulzar la amarga píldora del capitalismo mitigando sus perniciosos efectos hasta hacerlos más o menos llevaderos. Excipiente se llama la figura.
Desgraciadamente, ni su corazón ni su cerebro funcionan con baterías alcalinas y se vino usted abajo bastante antes que el conejito del anuncio. Debe de ser deprimente saberse un presidente de baja intensidad, incapaz de mantenerse a la altura de las circunstancias. La oposición, externa e interna, lo ha transmutado en un toro picado, desproveyéndolo de su inicial entusiasmo y arrinconándolo en las tablas del circo nacional a la espera de recibir la puntilla electoral.
Por eso le digo que no le creo, señor Presidente, cuando usted afirma que ha hecho todos los esfuerzos posibles para alcanzar la paz. Concediéndole el beneficio de la duda, voy a suponer que ha cometido usted la ingenuidad de considerar factible la gestión simultánea de los intereses del Estado y de los pueblos que éste constriñe. Si hubiera sido así, ya va siendo hora de descender del guindo.
Aún tiene unos meses por delante para reflexionar y actuar en consecuencia. Si de verdad desea pasar a los libros de Historia como el estadista que consiguió acallar las armas y gobernar en buena hora durante las próximas legislaturas, no centre su política en las decisiones de ETA. Limítese a obrar con justicia y con la autoridad que le confieren los votos recibidos, reconociendo los derechos de Euskal Herria pese a quien pese. Sea honesto y valiente. Cumpla sus compromisos y satisfaga las expectativas creadas. Ya verá cómo, entonces, ETA se disolverá como un terrón de azúcar en una taza de café caliente.
Sin acritud.