Recomiendo:
0

Carta abierta al Estado español de un represaliado por el franquismo

Fuentes: Rebelión

542º y 143º aniversarios de los respectivos nacimientos de Erasmo y de Valle Inclán.
39º aniversario de un proceso contra varios miembros de ETA que finalizó con nueve penas de muerte y 500 años de cárcel para el resto de los acusados.

A finales del año 2007, el gobierno español promulgó la ley 52 cuyo título, tan prolijo como mentiroso, fue simplificado popularmente como «ley de memoria histórica». Según su enunciado oficial, esta ley amplía los derechos de los millones de republicanos -españoles y otros- que, directa e indirectamente, fueron perseguidos por el franquismo. Es aquí donde encontramos la única verdad reconocida en esta ley: que los republicanos todavía no tienen los mismos derechos que el resto de los españoles.

Pero, reconocimientos involuntarios y pusilánimes aparte, el verdadero propósito de la ley queda reflejado en su «Exposición de motivos» y no es otro que el autobombo de la llamada «Transición», una siniestra entelequia en la que no creen ni siquiera sus cuatro paniaguados, como lo demuestra la vergonzosa propaganda que de ella hacen en esta misma ocasión -si tan notoriamente provechosa hubiera sido, ¿qué necesidad habría de propagandearla?-. Y que es pura propaganda oportunista resulta indudable si observamos lo muchísimo que gastan en sonrojantes lisonjas, hipérboles y cacareos cluecos, todo ello para obligarnos a creer que, en palabras de la citada «Exposición», «el espíritu de la Transición da sentido al modelo constitucional más fecundo que hayamos disfrutado nunca». Pues habrá sido un espíritu estéril o fecundo pero lo mínimo que la promulgación de esta ley nos enseña es que, de haber sido lo último, ha fructificado muy tardíamente. En cuanto a lo máximo, peor aún porque, pese a que su dilatada gestación era propia del parto de los montes, al final ha parido una rata roñosa.

El paradigma de lo sórdido

A cambio de pregonar la Transición, la ley ofrece unas cuantas limosnas a los represaliados vivos. Es decir, que nada dice sobre los muertos -léase, los asesinados y sus deudos-. O, más angustioso todavía, lo que dice de ellos es de una mezquindad tan insultante que da náusea transcribir los párrafos que les mencionan -véanse los artículos 5 y 6 y, en especial, el párrafo 2.dos bis del artº 7 pero léanse con guantes, mascarilla y un purificador ambiental-.

En cuanto a los (todavía) vivos, las tan manidas palabras horror y sus derivados son insuficientes para describir la sensación que provoca la miseria moral exhibida por los legisladores. La ley abunda en numeritos y numeritos para cuantificar las indemnizaciones pecuniarias que tan dadivosos señores nos ofrecen a los represaliados -justamente lo que siempre hemos desdeñado y, desde luego, nunca hemos pedido-. Ni el más ácido de los dramaturgos del teatro de la crueldad podría imaginar las discusiones que los Padres de la Patria han debido mantener en sus debates internos, tal es la infinita mezquindad que han demostrado al decidir que sólo tendrán derecho a esos céntimos quienes hayan estado presos «durante tres o más años» pero… a condición de que tuvieran 77 años en el 2007. ¿Quién habrá sido el probo funcionario que ¡ha trabajado! para calcular que, introduciendo semejante requisito, el Estado no gastaría casi nada y, a cambio, sembraría confusión en la gente y humillación en los hipotéticos beneficiarios? Aunque la ignominia se haya perpetrado entre mármoles y ujieres, a semejante villano le queda corta la tópica imagen del avaro contando sus monedas en una covacha.

En España, los perjudicados por eso que llaman ‘terrorismo’, gozan de sustanciosos privilegios, sean víctimas o allegados a éstas -aquí el término allegados es tan difuso como concretos son los honores y dineros que devenga-. No me opondría a tamaña generosidad si el Estado se comportara con igual largueza para con las víctimas del terrorismo masivo de los franquistas y el terrorismo selectivo de sus herederos pero, para baldón histórico, el Reyno de España nunca ha calificado, ni retórica ni legalmente, al franquismo como «terrorista» -la ley que hoy nos ocupa tampoco lo hace, pese a que franquismo es sinónimo paradigmático de terrorismo-. Por ello, la esmerada atención hacia unos (numéricamente) pocos perjudicados conlleva un insufrible agravio comparativo para la inmensa mayoría de represaliados que somos los Otros. De ahí que las víctimas del terrorismo actual sólo puedan ser definidos como privilegiados, una categoría inadmisible en cualquier democracia.

Pongamos cifras a lo anterior: en el año 1.999, el Estado español contabilizó 1.300 «víctimas del terrorismo» y presupuestó para su cuidado 46.624 millones de pesetas al año (= 280 millones de euros, 215.000 euros per capita; 323.000 US$ al cambio actual) Como sabemos lo engañosos que son los números estatales, nunca firmaríamos que todo lo presupuestado haya llegado o llegue a los beneficiarios pero, sea cual fuere lo recibido por éstos, estamos ante magnitudes que se han mantenido estos últimos años. Más aún, ansioso por demostrar su (discriminatoria) munificencia, ese mismo Estado se ha esforzado durante la última década en buscar más y más sujetos plausibles de indemnizar y así, registrando hasta debajo de las piedras, durante este año 2.009 ha logrado encontrar a 300 individuos que, probablemente, no se consideraban a sí mismos como víctimas (ver prensa del 27.julio) Es igual, tendrán su indemnización. Vuelvo a lo mismo: todo esto no me parecería especialmente reprobable… si el Estado demostrara igual bondad con las víctimas del terrorismo franquista.

Pero no es el caso ni remotamente y a las cifras me remito: según el artículo 7 de la (maligna) ley, los aterrorizados por el franquismo que ahora sean ancianos de 79 años y que -repetimos- hayan pasado «tres o más años» en las cárceles del no-tan-antiguo-régimen, podrán percibir «por una sola vez» la millonada de 6.010,12 euros y «por cada tres años completos adicionales, 1.202,02 euros«. Por lo tanto, según la cuenta de la vieja, un afectado por el terrorismo actual percibe todos los años no menos de treinta y seis (36) veces más de todo lo que percibirá en toda su vida una víctima del franquismo. Y, recuérdese, estamos hablando de un represaliado vivo que reúna unos requisitos arbitrarios hasta lo indecible -¿a qué psicópata se le ocurriría eso de poner tres años como base mínima?-. Y, además, estamos hablando sólo de dinero, no de las mil canonjías que lleva aparejadas la condición de «víctima del terrorismo». Y para concluir, estamos hablando de lo que nunca mencionamos siquiera las víctimas del terrorismo franquista -de dinero-.

El lector habrá podido observar que los adjetivos más copiosos en esta primera parte de la presente diatriba, cuando se refieren a la «ley de memoria histórica», pertenecen al campo semántico de la miseria (miserable, mezquindad) mientras que, cuando se refieren a las «víctimas del terrorismo», son de uso obligado sus antónimos (dadivoso, munificencia, generosidad). Pues bien, con ser escandaloso este contraste cuando de grandes rasgos se trata, lo es todavía más cuando entramos en procedimientos que, por su orden formal, son aparentemente de menor cuantía. Es decir, que la ley está concebida por unas mentes tan nauseabundas que ni siquiera en algún minúsculo dato perdido podemos toparnos con atisbo alguno de compasión o de grandeza. Conclusión: la ley es el paradigma de la sordidez. Y, como es en esos detalles donde se manifiestan con mayor evidencia los niveles máximos de ruindad y ellos llegan a la psicopatía política aguda y ésta es una enfermedad contagiosa e incurable, en un arranque de piedad, hemos decidido suavizar el epíteto que se merecen los legisladores y calificarlos como simples orates. Por el respeto que debemos a millones de compañeros represaliados y a los verdaderos dementes, es imposible llegar a mayor magnanimidad.

La reparación irreparada

Por todo ello, para continuar y como ejemplo de estruendosa nadería, analizaremos un ejemplo de (supuesto) beneficio marginal: el reglamentado por el decreto posterior a la ley que desarrolla el artº 4 de ésta. Pese a que el aspecto de este Decreto (véase, Real Decreto 1791/2008 publicado en el BOE de fecha 17.XI.2008) es el habitual en las normas positivas -a las que, de serlo, debiéramos prestar un análisis jurídico más acucioso- en realidad es algo bastante menor, algo que podríamos calificar como de «simple procedimiento»: la manera de solicitar y recibir una Declaración de reparación y reconocimiento personal (en adelante, DRRP; véase el artº 4, párrafo 1 de la ley 52 en el Apéndice 1) Aunque la ley 52 está plagada de pormenores similares que, sin duda, propiciarán la proliferación de Decretos parecidos, a nuestro juicio es en esta pseudo-norma 1791/08 donde brilla con más roñería la luz negra de las negras almas leguleyas.

Lo primero que nos llama la atención es el lapso transcurrido entre la promulgación de la «ley de memoria histórica» y la publicación del Decreto de marras: once meses. Casi un año para pergeñar un misérrimo reglamentucho que ocupa menos de tres páginas. ¿Cuántos hipotéticos beneficiarios fallecieron en ese tiempo? Recordando que la mayoría de éstos estaba obligado a tener 77 años en el año de la ley, no cabe duda de que ‘algunos’. ‘No tantos como quisiera’ para el funcionario de turno. ‘Demasiados’ para la verdadera justicia.

Item más, del análisis filológico-cuantitativo del citado Decreto 1791 se desprenden algunos rasgos que serán meras curiosidades pero no son casuales o banales sino ilustrativas -poco, pero significativas-. Por ejemplo: el término justicia se repite 16 veces… pero en todas ellas se refiere al Ministerio de ese nombre; es decir, que aparece siempre en mayúsculas -¿por aquello de burro grande, ande o no ande?-. Por su parte, injusticia se repite dos veces, ambas en el preámbulo, ninguna en el articulado y siempre en minúsculas. Además, Dictadura (a veces acompañada de «franquista») se repite 11 veces y democracia, una sola. Huelga añadir que el Decreto jamás usa términos como franquismo, terrorismo, tortura, fosas comunes, desaparecidos, fusilamientos, etc.

Por lo demás, el Estado, ¿a qué se obliga según la DRRP?: a enviar una carta. Esa cuartilla, ¿qué dice?: nada, pues sus 132 palabras (timbre, firma y fecha incluidas) se limitan a repetir el encabezado Drrp. Pero, dirán algunos, aunque no comprometan al Estado, las páginas del Decreto 1791 y ese centenar de palabras algo significarán, así sea desde el punto de vista simbólico: error, no hay símbolo alguno puesto que, de haberlo, hubiera sido fagocitado por la mera mecánica, por el automatismo propio de una redacción rudimentaria, corta y mecánica. Por ello, podemos asegurar que, en esta ocasión, el Estado español se ha superado a sí mismo perpetrando unos papeles literalmente insignificantes. Pasaron los tiempos en los que las escrituras del Estado siempre significaban algo, así fuera maléfico e injusto. Incluso podríamos añadir que, en el antiguo régimen, la letra estatal era la que encerraba el mayor significante -al menos para sus súbditos-. Aquello se acabó; la DRRP marca un hito en la historia de la teoría política pues con ella el Estado logra que su letra desaparezca en la niebla de la insignificancia. Ha demostrado que puede acabar con el signo y, de paso, con el símbolo. Debe ser que, ¡por fin!, ha conseguido eso que llaman ‘instalarse en la posmodernidad’.

Pero no seamos tan radicales. Encontremos un resquicio de realidad factual que nos salve del nihilismo. Helo: si acaso, tanto el Decreto como la carta-Drrp sólo sirven para ilustrar cómo y cuándo el Estado es capaz de crear fantasmagorías absolutamente huecas -una habilidad de la que ya teníamos abundantes pruebas aunque nunca tan contundentes-. Y, volviendo a nuestro tema, en definitiva, ¿qué es la DRRP?: la Nada absoluta para el Estado -y, en consecuencia, la Humillación absoluta para los represaliados-.

Esa Nada-DRRP que se agota en sí misma y que no comporta ninguna obligación estatal -ni patrimonial ni ninguna otra según reza el artº 5, #5 de la ley 52-, se materializa cuando el represaliado que la haya solicitado, años o meses antes, recibe una carta del Ministro de Justicia que, tras la morralla de rigor, termina con la frase «EXPIDE en su favor la presente DECLARACIÓN DE REPARACIÓN Y RECONOCIMIENTO PERSONAL«. No hay más. Se acabó. Previamente, el antifranquista ha debido gastar sus energías, sus peculios y su tiempo -ocho meses de media para los casos que conozco personalmente- en acumular los miles de papeles que prueben las torturas a las que fue sometido -una tarea nada fácil pues buen cuidado ha puesto el Régimen en que no quede rastro de su sadismo-.

En otras palabras: por parte del Estado, no hay en la práctica ningún reconocimiento de culpa pues, de haberlo, tendría que ser Él mismo quien buscara en sus propios archivos y expidiera la DRRP ex officio, sin necesidad de que el interesado aportara esas pruebas que, en rigor, sólo posee el propio Estado y de las cuales el represaliado sólo suele disponer de copias sin valor legal o, peor aún, de borrosas fotocopias. Ahora bien, que el Estado no sea culposo significa que el culpable sólo puede ser el Otro -es decir, la víctima-. En otras palabras, el Estado no sólo considera al represaliado como delincuente -¿acaso no fue condenado?, ¿acaso no le estamos indultando y solo se puede indultar al delincuente?- sino que le obliga a demostrar su inocencia: ¿cabe mayor aberración jurídica?

Por ello, no es de extrañar que, desde que el Decreto 1791 entró en vigor en noviembre del 2008 hasta septiembre del 2009, sólo ciento cincuenta (150) represaliados solicitaron la DRRP. Unas quince solicitudes mensuales. Los posfranquistas dirán que tan exigua cantidad demuestra que el franquismo fue un régimen benévolo que propició ‘una época de extraordinaria placidez’ (Mayor Oreja dixit) Los represaliados sabemos que esos 150 compañeros se han visto obligados a pasar por las horcas caudinas de solicitar ese papelucho, sinrazón y afrenta por las que les acompañamos en el sentimiento y, en el caso de quien suscribe, acicate importante para escribir esta diatriba.

Una vez narrados a grandes trazos los pormenores de la DRRP en el tiempo y en la más elemental de las teorías políticas, podemos acometer un breve análisis ideológico de las frases que, arrejuntadas, articulan -es un decir- ese súcubo. La carta puede resumirse en tres expresiones clave. A saber:

a) Reparación moral

Según reza la carta-Drrp, el solicitante «tiene derecho a obtener la reparación moral que contempla la Ley». Pero, ¿tiene algo que ver la moral con el delito? La DRRP es un oficio jurídico, no un catecismo; la DRRP simula -volveremos más adelante sobre este término- perdonar un delito atribuido por un tribunal español antecesor de los tribunales que administra el ministro que firma la carta. Sólo los tribunales franquistas se permitían -uno más de sus lujos- condenar por actos contra la moral pero este cargo era sólo una propina añadida a los cargos reales que se nos imputaban a los represaliados siendo aquellos de carácter exclusivamente ideológico.

Es evidente que el gobierno emisor de la DRRP se siente heredero de todos los gobiernos anteriores -a presumir de esa herencia le suelen llamar «sentido del Estado»- pero su ministerio de Justicia debería ser un poco más técnico, no estar tan contaminado de la cosmovisión franquista y, a la postre, concentrarse en el delito y dejar la moralina para otras instancias. Todo ello sin necesidad subrayar que, para moral, la de los represaliados ni tampoco de preguntar de qué moral habla, olvidando asimismo que ni los represaliados ni tampoco los súbditos tenemos porqué compartir esa moral cuyo monopolio dice poseer el gobierno.

b) La honra

Si la expresión anterior delata una (intencionada) confusión entre lo civil y lo religioso, la expresión que ahora nos ocupa es puro arcaísmo. «La Democracia española honra a quienes injustamente, bla bla bla», estipula la DRRP adoptando una pose calderoniana. Honrar, se honra a los difuntos porque poco más puede hacerse con ellos. En términos jurídico-políticos, a los vivos sólo se les puede resarcir si han sufrido injusticias o premiar si se han conducido con heroísmo cívico -es decir, obrando más allá de lo exigible-.

El uso abusivo del concepto «honra» añade el agravio a la injuria pues, siendo el meollo de la DRRP, retrocede la moralina a los tiempos del Siglo de Oro. Teniendo en cuenta que cada una de las 132 palabras de la carta ha sido sopesada por el consabido comité de expertos, es fácil suponer que la palabra central ha sido examinada con lupa. Dicho de otro modo, se ha preferido engatusar a los represaliados con un término ranciamente tradicional antes que situar la Declaración en el campo de la modernidad.

Pues bien, sepan esos expertos que los represaliados tenemos derecho a ser lo que nos dé la gana, calderonianos, punkies o astronautas. Incluso podemos ser simplemente modernos, aunque maldigan los redactores ministeriales. Además, esos sabelotodos también deberían saber que fuimos perseguidos precisamente por defender obviedades parecidas. Defendimos y defendemos valores inmutables -la libertad, el respeto a la vida, etc- pero, si bien es cierto que esos valores también son tradicionales en la historia de España -aunque los oculten los historiadores franquistas- ello es debido a su propia perennidad, no porque hayan sido patrimonializados por esa peligrosa majadería que llaman «el espíritu nacional». Por ende, señores jurisperitos, no confundan tradición con folklorismo.

Por lo demás, todos los argumentos que hemos esgrimido en el examen de «la reparación moral» pueden igualmente aplicarse a la honra.

c) Reparación y reconocimiento personal

La DRRP pone buen cuidado en recalcar que el reconocimiento es «personal». Ahora bien, puesto que todas las acciones -delictuosas o de beneficencia- que mantuvimos los represaliados eran necesariamente políticas -o sea, colectivas-, resulta infamante que no aparezca en la DRRP la menor alusión a lo «colectivo».

Por otra parte, ¿qué carajo quiere decir eso de «reconocimiento personal»? ¿Es que antes no nos conocían y/o es que antes no nos consideraban personas? En cuanto a lo primero, es obvio que el franquismo nos conocía -para nuestra desgracia-. En cuanto a lo segundo, hay que admitir que el franquismo no nos trató como personas pero ese no fue un rasgo exclusivo de los represaliados sino que era su propio fundamento: no tratar humanamente a nadie.

¿Va a retroceder «la Democracia española» hasta el punto de ignorar a las personas? Sonará duro pero si un súbdito -así sea ex represaliado- necesita un papel para ser «reconocido» como persona al mismo tiempo que se le niega la posibilidad de pertenecer a algún colectivo, estamos ante una clara regresión hacia el franquismo. Por todo lo cual, podemos finiquitar el examen de estas tres expresiones clave concluyendo que la DRRP es moralista, religiosa, arcaizante e inhumana.

Pasaremos ahora a otros temas pero antes señalaremos que nos hemos dejado en el tintero algunos otros posibles comentarios sobre lo que nos parecen aspectos menores u obvios de la DRRP. Por ejemplo, ¿por qué dice que la sentencia sufrida por el solicitante es injusta y añade que se emitió «sin las debidas garantías» si, a renglón seguido, se califica como «ilegítimo» al tribunal que la dictó? ¿No hay redundancia en la redacción? Claro que la hay pero no nos parece que ella sea producto de la ignorancia sino algo peor: es un modo de evitar el abundamiento en lo principal, a saber, la ilegitimidad del tribunal franquista. De haberse limitado el funcionario redactor a constatar esa ilegitimidad, hubiera quedado manifiestamente claro que se imponía obrar en consecuencia y la única manera de hacerlo hubiera sido declarar reos a los jueces y magistrados de esos tribunales -al menos, reos de prevaricación ya que ‘victimario’ no es término propio de los jurisperitos-. Justo una de las medidas que comporta la exigencia de justicia que manifestamos los represaliados.

Otro ejemplo: ¿por qué un oficio del ministerio de Justicia emplea términos como «la Democracia española»? ¿qué significa eso en términos jurídicos? Obviamente nada porque la democracia es un sistema político, no una figura legal. Por lo tanto, quien «honra» a los represaliados es, una vez más, la Nada. Y así podríamos seguir indefinidamente, tan numerosos son los vicios que ¿la democracia española? acumula en esas pocas 132 palabras.

Resumiendo, la DRRP es una muestra típica de esa cultura del simulacro que hegemoniza Occidente. Rezuma simulación por los cuatro costados para empezar porque se sitúa en un horizonte de discriminación en los terrorismos: se simula por pasiva que el franquista no existe mientras que, por activa, se cargan todas las significaciones en el terrorismo actual en la creencia de que esta sobrecarga de sentido hará real y pecaminoso un fenómeno político que no admite tamaña simplificación ni tan grosera manipulación.

Por todo lo cual, reconsiderando lo expresado en el primer parágrafo de este texto, podemos concluir que, buena hija de papá Simulacro, la DRRP simula mezquindad pero en realidad es chantaje, humillación, desvergüenza, sadismo y terrorismo «legal» -es decir, franquismo-.

Disposición final

Habiendo sido demostrado por todo lo anterior que el Estado posfranquista no sólo no tiene la menor intención de democratizarse históricamente hablando sino que, por el contrario, reincide con hirientes regularidad y contumacia en ofender a los represaliados que ya ofendió su progenitor el franquismo, es irremediable concluir que, en materia histórica, es fiel copia de su papá aunque se diferencien en los grados de opresión cotidiana -absolutamente intolerable en el original e intolerable a secas en la copia-.

Ello supone que el Estado posfranquista, por mucho que presuma de europeísmo, no puede homologarse a las llamadas «democracias de nuestro entorno». Entre otros gravísimos motivos porque le separan de ellas 150.000 «desaparecidos» que no son desaparecidos propiamente puesto que se sabe dónde están. Mientras no se permita a sus deudos que los rescaten de las cunetas y mientras que, como ocurre actualmente aunque parezca increíble, deje de empapelarse a los jueces que intenten aplicar la ley de memoria histórica, el Estado español seguirá siendo la más grotesca e hipócrita de las monarkías bananeras -todas lo son pero la española, más-.

Item más, la misma ley de memoria histórica reconoce que hay víctimas pero cae en el más ridículo de los absurdos cuando niega la existencia de victimarios. Semejante «raciocinio», es exclusivo del pensamiento religioso -valga el oxímoron- pues sólo este tipo de «pensamiento» es capaz de predicar que existe un ente superior e inmaterial que es el único responsable del castigo infringido a las víctimas. ¿Cómo se llaman los Estados que piensan religiosamente?: teocráticos. Pues eso, menos ver la paja en el ojo de Irán y más ver la viga en España.

Otrosí, por ello, mientras otra ley no investigue y castigue a los victimarios, la teocracia española seguirá vigente. Además, debemos añadir que estamos ante una teocracia que goza de excelente salud como lo prueba que, en más de tres décadas, no haya sido procesado ni uno solo de los miles de verdugos que putrefactan el suelo patrio. Verdugos que, encima, todo el mundo conoce entre otras razones porque ellos mismos se siguen vanagloriando de sus crímenes -léanse, por ejemplo, Fraga Iribarne y Martín Villa-. Mientras persista esta odiosa impunidad absolutamente absoluta, el Estado español seguirá clasificado en el pelotón de las teocracias más estrictas, en compañía de los EEUU, Reino Unido -regido por la Papisa de la Iglesia anglicana-, Arabia saudita, Irán y etc.

Concluyendo: por teocrático, el Estado español carece en absoluto de la capacidad cívica que le autorizaría a expedir certificados de moral -ciudadana u otra-. Por lo tanto, en la más benigna de las apreciaciones, sus DRRP son un prodigio de imbecilidad pero, si le aplicamos un escrutinio más riguroso, esas perversas cartitas aparecen como lo que verdaderamente son: un descargo para los verdugos, una humillación excesiva para las víctimas, la más torpe de las maniobras políticas contemporáneas y, en definitiva, un monumento a la mala fe.

Señor Estado español, se lo voy a decir una sola vez: mientras sus actuales sayones estaban adulando a Franco para, poco después, convertirse de la noche a la mañana en «demócratas de toda la vida», éramos nosotros, los represaliados, quienes, amparándonos en nuestros amigos, nos sacrificábamos para implantar alguna suerte de democracia a España. Lo conseguimos en escasa medida, quizá porque Usted desapareció a muchos de los mejores mediante las muchas maneras que Usted conoce de desaparecer a una persona -no sólo físicamente-. Sé de sobra que Usted sostiene la canallesca creencia en que las desapariciones se pueden indemnizar; lo comprendo porque Usted me ha dado pruebas más que suficientes de que concibe a la ciudadanía como un concepto cuantificable y, por ende, ve al ciudadano como una mercancía susceptible tanto de explotación como de amortización. Pues bien, entérese de que los represaliados aborrecemos de la misma palabra «indemnización». Llegue Usted a los extremos que quiera o pueda en su afrenta pero sepa que el recurso a la indemnización es la línea roja. Entienda que, por respeto a la memoria de los desaparecidos, siempre exigiremos justicia pero nunca dinero -y se lo digo así, en bruto, para ponerme a la altura de sus zafias entendederas-.

Esa justicia que pedimos puede articularse de muchas formas. Cada represaliado está en facultad de escoger la que le parezca y quien suscribe, aunque sospeche que muchos de mis compañeros comparten estos argumentos, sólo se representa a sí mismo -y eso, no siempre-. Incluso admito que algunos represaliados se verán obligados a aceptar sus odiosas limosnas -una infamia más en su abultada cuenta corriente estatal-. Pero, salvaguardado por este reconocimiento de no representatividad y nula delegación, vuelvo a utilizar un plural nada mayestático sino literal para espetarle, señor Estado español, que con la ley de memoria histórica y con su grotesco colofón de la DRRPP, Usted nos ha provocado gratuitamente. La gratuidad de su afrenta no sólo proviene de un capital moral del que Usted carece y que los represaliados jamás le prestaremos sino también de que Usted se atribuye una tutela sobre nosotros que pretende ser benéfica cuando históricamente ha sido siempre lo contrario y cuando la misma ley de memoria es un agravio más. Sobre los represaliados, Usted sólo tiene la fuerza. No pretenda tener, además, la razón.

Señor Estado español, métaselo en su psicopática sesera: los represaliados estamos orgullosos de haber sido perseguidos. Para muchos, es casi nuestro único timbre de honor pero ¡qué gran honor! Usted lleva décadas intentando enturbiarlo pero ni lo ha conseguido ni tampoco nos lo podrá arrebatar así que -es un consejo gratuito-, no lo intente siquiera y métase sus certificados de buena conducta donde le quepan porque somos nosotros, los represaliados, los únicos que tenemos la fuerza moral para expedir certificados de buena conducta cívica (véase un hipotético borrador de nuestra DRRP en Apéndice 2)

Cada uno de mis compañeros harán lo que les dicte su conciencia pero, por mi parte, sepa que jamás le expediré ninguno ni, huelga añadirlo, jamás solicitaré su DRRP aunque cumpla de sobra todos los requisitos exigidos. Al contrario, por las razones que se enumeran en el Apéndice 2, junto a la presente le extiendo una DECLARACIÓN DE AGRAVIO Y DESCONOCIMIENTO INSTITUCIONAL. He dicho.

APÉNDICE 1

Reproducción de la Declaración de reparación y reconocimiento personal (DRRP):

El Ministro de Justicia del Gobierno de España

Habiendo quedado acreditado que D. MENGANO DE TAL padeció persecución por razones políticas e ideológicas, siendo injustamente condenado en virtud de sentencia dictada, sin las debidas garantías, por el ilegítimo Tribunal de Orden Público [fecha y algún otro detalle de la sentencia]

VISTO que D. MENGANO DE TAL tiene derecho a obtener la reparación moral que contempla la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, mediante la cual la Democracia española honra a quienes injustamente padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura,

EXPIDE en su favor la presente DECLARACIÓN DE REPARACIÓN Y RECONOCIMIENTO PERSONAL, en virtud de lo dispuesto en el párrafo 1 del artículo 4 de la citada Ley.

En Madrid, a … de … de 2009

Francisco Caamaño Domínguez

La anterior trascripción imita al original en su tipografía (letra Arial 12 puntos, uso de negrillas y de mayúsculas) La Declaración es enviada por correo postal en un oficio timbrado arriba a su izquierda por el escudo de España y la leyenda «MINISTERIO DE JUSTICIA». Hay un sello de tinta, circular, del ministro que acompaña a la firma autógrafa. La apariencia general de este papelucho es similar a la de los diplomas escolares -papel blanco marfil de unos 100 gramos, semisatinado, con el timbre del Ministerio en relieve y el escudo español en colorines-. En el reverso, aparece un sello con el número de registro de salida y otras menudencias meramente administrativas.

Transcripción del artículo de marras de la ley 52:

«Artículo 4. Declaración de reparación y reconocimiento personal.

1. Se reconoce el derecho a obtener una Declaración de reparación y reconocimiento personal a quienes durante la Guerra Civil y la Dictadura padecieron los efectos de las resoluciones a que se refieren los artículos anteriores.

Este derecho es plenamente compatible con los demás derechos y medidas reconocidas en normas anteriores, así como con el ejercicio de las acciones a que hubiere lugar ante los tribunales de justicia«.

NB. Este mismo artículo, en su párrafo 5, añade que la Declaración «no constituirá título para el reconocimiento de responsabilidad patrimonial del Estado ni de cualquier Administración pública, ni dará lugar a efecto, reparación o indemnización de índole económica o profesional«.

APÉNDICE 2

El Represaliado por el franquismo

Habiendo quedado acreditado que la MONARQUÍA española y los GOBIERNOS que la han administrado desde el óbito del genocida Francisco Franco siguen persiguiendo a los republicanos por razones políticas e ideológicas y siguen injustamente condenándonos en virtud de leyes y decretos promulgados sin las debidas garantías jurídicas y sin el menor sentido común,

VISTO que el contumaz ESTADO ESPAÑOL no ha reunido el menor mérito para obtener la reparación moral que contempla el derecho natural, mediante el cual los demócratas españoles honramos a quienes gobiernan en justicia,

EXPIDE en su contra la presente DECLARACIÓN DE AGRAVIO Y DESCONOCIMIENTO INSTITUCIONAL, en virtud de lo dispuesto por la próxima Constitución republicana.

En Madrid, a treinta de octubre de 2009

Firmado: Yo

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.