Cuando el telón se cierra las caretas caen, y asoman por doquier las tristezas, miedos y tibiezas de las vidas anodinas que engloban a la especie humana. Un ejemplo de ello lo encontramos a lo largo de las últimas actuaciones de dos personajillos de entretelas, dos actores segundones que pretenden robar, sí, robar protagonismo a […]
Cuando el telón se cierra las caretas caen, y asoman por doquier las tristezas, miedos y tibiezas de las vidas anodinas que engloban a la especie humana. Un ejemplo de ello lo encontramos a lo largo de las últimas actuaciones de dos personajillos de entretelas, dos actores segundones que pretenden robar, sí, robar protagonismo a quienes llevan adelante la trama, a fin de aparecer en los créditos del final de la obra. Pero la realidad es cruel, y las segundas figuras han de ser consideradas como lo que son, algo efímero que el viento lleva y disuelve con el tiempo.
A Fernando Savater se le cayó la primera careta tiempo allá. De revolucionario pasó a avalista de Herri Batasuna, de allí a defensor de los oprimidos por el terrorismo, y, una vez más, a adalid de los intereses del Estado, siempre español, frente a las veleidades nacionalistas, es decir, a la reclamación de un ordenamiento territorial (si no jurídico) diferente al surgido tras las conquistas armadas y cruentas de finales del siglo XV y comienzos del XVI, con sus torturas, mutilaciones, robos, violaciones de personas y tratados que supuso la constitución de un Estado bicefálico denominado España. Invención de quienes quisieron creer en una primigenia estirpe celtibérica opuesta -y conquistada- por el imperio romano varios siglos antes, lo mismo que por las mal llamadas «invasiones» musulmanas, siglos después. Su último, pero que seguramente no será el final de su «carrera» política, paso lo ha dado al ser consciente de que su papel como actor principal en su mini-mundo se agota al concluir el ciclo de la violencia política en Euskal Herria. Y Fernando Savater es un mago a la hora de recrearse a sí mismo, ahora en comediante de los círculos de contertulios. Lo suyo es la pantomima, la exageración, la provocación que conlleva el liderato en las primeras líneas del mal llamado «pensamiento crítico». Las declaraciones de la última semana son muestra clara de su nuevo papel: Savater se ha divertido de lo lindo con las muertes causadas por la violencia política. ¡Que le aproveche!
El caso del getxoztarra Jon Juaristi es más clarificador aún. De militante de ETA pasa a formar parte de su escisión obrerista próxima a la Liga Comunista Revolucionaria, de corte trotskista, para abandonar sus ideales primigenios y abrazar el internacionalismo proletario propio de los de la Cuarta Internacional. Deja en suspenso sus intereses por las causas nacionales ( euskara incluido) y busca su lugar en un PCE que, a comienzos de los 80 del siglo pasado parecía poseer un futuro que después se mostró baladí. Así que se acercó a los postulados de la social-democracia española representada por el PSOE y, de ahí, al liberal-conservadurismo del PP hasta la actualidad. ¡En verdad un cambio de ideología que muestra al verdadero «trepa» que supone tal figura! Pero su trayectoria política choca una vez más con el devenir histórico al desaparecer la amenaza de la acción política y militar de la organización ETA, y su visión vuelve a cambiar, ahora para mostrar su verdadera faz: la del que quiere seguir en el candelero a toda costa, en éste caso reconvirtiéndose en contertulio de los medios de la derecha, y payaso para sus antiguos correligionarios. Sus últimas declaraciones en torno a la aceptación del cargo como Consejero del Euskara sí lo demuestran. ¡Que le aproveche!
Pero la realidad es cruel, y pone a cada uno en su sitio más temprano que tarde. Savater no pasará a la historia como un filósofo de calidad, que es lo que él quisiera, salvo que sus maniobras surtan su efecto. Se quedará en aparentar cumplir el papel del enfant terrible que critica todo, pero que, como buen charlatán, no aporta nada nuevo; y Juaristi seguirá siendo quien en sus comienzos fue: un pobre personaje de segunda mano, prescindible en todo momento, que se resiste a abandonar el centro del escenario, aún a sabiendas de que no es necesario.
La primera pregunta que asalta al lector es, por supuesto, la siguiente: ¿por qué se les da pábulo a semejantes seres en una obra de tal envergadura (como es la consecución de la paz en un territorio)? Y la respuesta salta a la vista: por haber sido buques enseña de un tipo del quehacer social que les necesitaba, necesitaba, sí, pero que debe aprender a vivir sin ellos. De ahí su reconversión en entidades supuestamente «críticas» respecto al nacionalismo vasco.
La segunda pregunta se deriva de la anterior: ¿por qué ahora muestran su verdadera cara y no antes? Evidentemente, porque ahora son conscientes de que su papel como manipuladores de la realidad ha llegado a su fin, porque creen que con la violencia política abocada a su final ya no tienen ninguna historia que contar, y, por lo tanto, han de recrear su propio personaje (historia).
Esa es la historia de España, la que piensa (y cree) que sin un enemigo al que derrotar no tiene nada que ganar, y por lo tanto, nada que perder, de manera que ante su ausencia inventa sus molinos de viento quijotescos a los que enfrentarse. Existe, sin embargo, o así queremos creer, una segunda España más realista (no en el sentido de defensora de la Realeza o la monarquía) que opta por defender los principios democráticos que, originados en las bases populares, defienden la libertad de las personas y de los pueblos a decidir su propio futuro, aquellos que siguen luchando por el derecho a decidir de los Pueblos (derecho de autodeterminación) y de las personas (frente a la alienación del capitalismo).
Luchemos, pues, contra los arribistas y «trepas» a favor de la democracia de base, luchemos por las listas abiertas, luchemos por el poder centrado en las asambleas.
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