¿Debaten ya los medios de comunicación de masas españoles sobre el ejercicio de la libertad de expresión? Para un periódico, radio o televisión esa debería ser su misión principal: defender el derecho que los hace existir. Pero no, sólo se habla de terrorismo callejero y de democracia plena.
Interesante ¿verdad? Seguramente, si fuese un periodista el condenado por practicar su derecho a la libertad de expresión, la cosa cambiaría enormemente. No hay nada más corporativista que periodistas trabajando al dictado de los propietarios de los medios de comunicación. Ahí ya no hay ni extrema derecha, ni derecha, ni extremo centro, que es lo que único que existe en los grandes medios de comunicación de nuestro país; irían todos a una al ataque con la artillería que tienen a su disposición: informativos, magazines, tertulias, programas de humor…
Podría tratarse de algo causal, como dice el relato dominante, los manifestantes en favor de la libertad de Hasel y de la libertad de expresión se extralimitan violentamente contra la policía y el mobiliario urbano, lo que aprovecha el sistema para disfrazar la causa del encarcelamiento de un músico en el ejercicio de la palabra y de sus derechos fundamentales como individuo.
Sin embargo, estos días también hemos podido ponerle nombre a una vieja táctica policial: el síndrome de Sherwood, una estrategia que tiene por objeto desacreditar la imagen pública de los manifestantes mediante la provocación y el uso desproporcionado de la fuerza para provocar reacciones de autodefensa. Los que llevamos muchas manifestaciones a las espaldas sabemos de qué se trata. Sabemos cuándo una manifestación va a acabar en batalla campal antes de que esta se produzca, por la simple observación de la actitud de las fuerzas del orden. Hay veces que no reaccionan a una lluvia de piedras y otras que un insulto basta para desencadenar una serie de cargas sin fin. En ocasiones no hay violencia simplemente porque no hay policías. También conocemos la acción de los secretas infiltrados. De hecho durante algún tiempo jugábamos a descubrirlos en las manifestaciones. La prueba del algodón final era su actitud cuando los enchufaba con mi cámara de fotos, si se cubrían la cara, giraban la cabeza una y otra vez, no cabía ninguna duda. A veces estos infiltrados eran pacíficos y solo buscaban información, pero otras eran los que encabezaban los actos violentos. De todo hay y de todo hemos vivido en primera persona. Hoy se han descubierto incluso a conocidos ultraderechistas en primera línea de ataque en manifestaciones netamente de izquierdas…
Sea como fuere, el hecho es que ni políticos ni periodistas quieren hablar del fondo de la cuestión: cómo una democracia que se dice plena se permite detener a músicos, titiriteros, tuiteros… por el simple hecho de expresarse en libertad. Desde luego, este no va a ser el caso, todo lo contrario.
Lo que ocurre con la justicia en nuestro país, además de la infiltración de la extrema derecha y el Opus Dei en el corazón de la magistratura, también ha sido objeto de investigación jurídica y se le ha puesto un nombre, la búsqueda del efecto desaliento. Este tiene lugar cuando a través de sanciones penales desproporcionadas y muy interpretables, se desincentiva a la población de la realización de conductas legales relacionadas con el ejercicio de los derechos fundamentales. Este tipo de situaciones ha sido denunciada en nuestro país, tanto por el Consejo de Europa, como por el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos (TEDH), por constituir una limitación subrepticia a la libertad de expresión, inadmisible en una democracia. Es lo de siempre, tenemos derechos sobre el papel, pero se pueden ejercer únicamente cuando al poder le interesa. Por eso, en vez de democracia plena, tenemos una democracia formal. Yo mismo fui condenado por llamar franquista a un cargo político de la dictadura, ¿habrase visto tamaña estupidez?
En Europa, que tampoco es que sea un gran ejemplo de nada, nos lo han afeado muchas veces. Ahí tenemos esas sentencias del Procés, invalidadas por tribunales de distintos países o por el propio TEDH que han ridiculizado internacionalmente incluso a nuestro Tribunal Supremo. Obviamente, no toda la culpa es de sus señorías, también lo es de nuestro ordenamiento jurídico, que les permite desplegar toda su saña filofascista sin ningún tipo de consecuencias. Podríamos hablar de los delitos de rebelión, de la ley mordaza, de los delitos contra los sentimientos religiosos, del enaltecimiento del terrorismo, de las injurias a la corona… como ejemplos de delitos tipificados que se usan para cercenar la libertad de expresión del conjunto de la población y que deberían estar borrados para siempre de nuestra legislación.
Pero, para entender lo que está sucediendo en las calles, hay que añadir otro ingrediente fundamental: el malestar social. Si cada vez que hay un disturbio se monta una algarada de saqueos y violencia, eso hay que analizarlo. Más del 40% de paro juvenil, veinte puntos por encima de la media europea, seguro que tienen algo que ver con esa sensación negativa. Y no se trata de algo coyuntural, todo lo contrario, es puramente estructural, es un problema de falta de expectativas. ¿Qué joven va a poder cotizar casi 40 años para poder cobrar una pensión pública digna con contratos parciales y temporales y sueldos de miseria? ¿Por qué el rey se va de rositas después de haber robado a manos llenas durante otros 40 años y quien lo denuncia en una canción está preso? ¿Por qué Hasel está en la cárcel y el militar que quería matar a más de 26 millones de españoles está en su casita? ¿Por qué la justicia sólo mira siempre para el mismo lado?
La necesidad de un proceso constituyente que lleve a una segunda y verdadera transición es más acuciante que nunca. Somos el primer país del mundo en artistas encarcelados, el segundo con más desaparecidos en fosas comunes, también el segundo del mundo desarrollado con peores medios de comunicación. Muchas leyes de la dictadura perviven aún en nuestro ordenamiento y a otras sólo se les cambió el nombre. A la iglesia se le sigue dejando robar patrimonio público mediante normas franquistas reforzadas por una derecha que aún se considera heredera política y biológica del pasado régimen fascista. El coste de nuestro estado recae sobre las clases trabajadoras mientras que los ricos no pagan impuestos. Cualquier mínimo cambio hacia la modernidad o la justicia social, cuenta con la resistencia de una casta política y mediática que la hace prácticamente imposible. La Carta Magna se dejó atada y bien atada para que, en la práctica, fuese irreformable y que las reminiscencias fascistas nos acompañen para siempre en esto que llaman democracia.
¡Qué largo se me está haciendo el franquismo!