Cualquier población que así lo desea tiene el pleno derecho a decidir. Ese derecho no afecta solo a la cuestión nacional sino a otros muchos aspectos de la vida y la política, también en Madrid.
«Si jo l estiro fort per aquí i tu l estires fort per allà, segur que tomba, tomba, tomba, i ens podrem alliberar».
Lluis Llach, L estaca.
Artur Mas no tuvo que hablar ante un comité olímpico –esperemos que nadie en nombre de Barcelona lo tenga que volver hacer–, pero sí se puede decir que hizo el ridículo. Escucharle hablar nombrando a Martin Luther King es toda una aberración. Una formación como la de CiU que practica el apartheid sanitario y que en 2010 su lema de campaña era «A Catalunya no hi cap tothom» (en Cataluña no cabe todo el mundo) , no puede apelar a Luther King. No pueden hacerlo los que asedian las plazas llenas de democracia, los que vacían ojos de vida, los que empobrecen y roban a la población.
Pero el movimiento por el derecho a decidir e independentista no es una invención de Artur Mas, aunque así lo haya pretendido, tampoco lo capitanea, ni siquiera lo puede hacer ERC, porque estamos hablando de un movimiento organizado autónomamente dentro de la sociedad civil. En este punto todas las élites, las catalanas y españolas, muestran que viajan en la misma clase: ante todo, que nada se les escape de las manos, que el poder constituido, el régimen español del 78 –para el que CIU es clave en su estabilidad–, consiga impedir cualquier línea de fractura constituyente. Ahora es el turno de la política, Rajoy y Mas deben buscar vías, vías que deberán aunar el respeto a las leyes y al principio democrático; esas son las pautas de el editorial de La Vanguardia al día después de la Diada. Las élites oligarcas comparten en sus presupuestos la misma insistencia en definir a la ley como la base de la democracia, en lugar de percibir a la democracia como la base de la ley. Si para el 1% cualquier posibilidad desbordante de la multitud debe ser desactivada, cualquier amigo de la libertad debe apoyar ese desborde democrático.
Nadie sabe que tonalidades acabará tomando el movimiento, razón de más para tratar que su deriva no caiga en la ciénaga de las pasiones tristes. Esto no está claro, esto puede ser peligroso, esto es interesante, sigamos entonces el consejo que nos lanza Lenin, ¡Analizad este algo diferente de un modo concreto, señores! A la izquierda española la cuestión nacional le provoca grandes problemas, el 15M también se los provocaba y por el mismo motivo, la clase. Unos porque son movimientos donde la clase no aparece en el papel protagonista –aunque sí lo atraviesa–, los otros porque la clase no se presentaba tal y como predicaba el diseño que elaboraban los gabinetes. A veces, la discusión sobre cuestión nacional se resuelve con lecturas simplistas, cargadas de una fuerte dosis de moralidad, incapaces de abarcar políticamente la complejidad de la situación.
La equidistancia con la que los telediarios y medios tratan las formas fascistas de los ataques en Madrid, porque para ellos la política se gestiona como una empresa y simplemente se posicionan contra «los radicales», debería ser un motivo claro de posicionamiento a favor de la democracia. Contra la lectura que equipara el ataque a la librería Blanquerna con la quema de una foto del Rey, donde unos coartan la libertad de expresión y otros la ejercitan. Por mucho que les disguste a algunos, seguramente la biógrafa de Voltaire, Beatrice Hall, me daría en esto la razón cuando escribía, «estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo». Contra esa misma lectura cínica de la transición que no ve la necesidad de vincular la cultura democrática al repudio absoluto de la dictadura. Suelen ser los mismos entornos que dicen huir de la política pero luego militan en las filas de la ideología neoliberal, la misma práctica ideológica que provoca el desierto social, abono perfecto donde cultivar fascismo.
No hay comunidad humana por ridícula que sea, que no cuente con una cierta mistificación de su pasado a la hora de contárselo a sí misma, también la de la clase. Cualquier población que así lo desea tiene el pleno derecho a decidir, en este caso sobre la cuestión nacional, pero ese derecho a decidir se podría ampliar a muchos otros aspectos de la vida, también en Madrid. Los y las catalanas, no por no vivir la situación de Palestina, por poner un ejemplo extremo, no van a dejar de reivindicar su derecho a ser lo que quieran ser. No vayamos a reproducir la perspectiva del que manda, del mando, como cuando llama privilegiados a los trabajadores del metro en huelga y los compara con un precario temporal y luego al precario con un parado y así hasta el infinito en una escalera que siempre baja pero no sube nunca. El grado de sufrimiento no determina el derecho.
Sin símbolos no hay política. Los símbolos nacionales esconden derivas muy peligrosas –también la clase–, pero al mismo tiempo pueden convertirse en una fuente de alegría plebeya contra los de arriba. En nuestro caso, hubo un tiempo que teníamos otros símbolos como la bandera republicana, los colores del anarcosindicalismo, o la bandera roja, que cumplían una función similar. Hoy es complicado ver en ellas lo que ayer fueron. La ausencia de símbolos puede tener derivas horribles. En un viaje que hice con Bla Bla Car, la misma chica que se preguntaba por qué la gente necesitaba de banderas y símbolos para significarse, al mismo tiempo repetía con orgullo el eslogan de «Lidl», empresa en la que trabajaba de RRHH. El vacío de la significación colectiva lo había llenado con la nación de la empresa.
¿Qué significa independencia en la Europa del siglo XXI? Una respuesta que nadie ha resuelto. ¿Cómo se entiende la creación de un Estado moderno dentro de una arquitectura soberana postmoderna? Preguntas fundamentales, pero que no excluyen nunca el previo derecho a querer decidir. Decidir es la piedra angular de la política, que cuando lo hacen muchos se llama democracia y cuando es patrimonio de pocos, servidumbre. En Madrid y en Catalunya, los ingredientes del cambio social vienen a ser los mismos aunque se preparen con recetas distintas: desobediencia, derecho a decidir, democracia. Estiremos juntos que sale la estaca del régimen, y en esto, mejor hacerlo unidos.
Jorge Moruno. Es sociólogo y miembro de Artefakte editorial
Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/global/19935-catalunya-y-madrid-mejor-unidos.html